lunes, 28 de julio de 2008

CURSUS HONORUM

Si algo sorprende de la civilización oriental, y de modo extraordinariamente gráfico en el cine, es el exacerbado sentido del honor y, con frecuencia en relación con él, la interiorización de la culpa, que desemboca en una catástrofe serena como forma de catártica limpieza y de justicia cósmica. En el occidente actual las películas o la literatura sobre el honor no existen. No pienso en el honor carpetovetónico de Don García ante su rey, ni pienso tampoco en el dudoso honor que preside las familias consagradas al crimen y al expolio. En esta parte del mundo el honor de andar por casa responde a la pregunta “¿qué dirán?” –cosas de la nietzscheana y obsoleta moral del camello–, pero donde nace el sol la cuestión es “¿cómo me veo?”. Y es que el honor auténtico, como la procesión, va por dentro. Algo difícil de entender por estos pagos, más acostumbrados a la demonización y al sacrificio de un culpable que siempre se halla afuera, bien visible, que a la comprensión y extirpación de la falta que habita en el corazón o el intelecto.
Pensaba esto mientras veía esa cinta del director coreano Kim Ki-duk, Samaria, también traducida para occidente como Samaritan Girl, aunque en realidad hay más de un samaritano en la película. Samaritana es la adolescente que redime a los hombres a los que lúdicamente se entrega antes de acabar defenestrándose; samaritana es su amiga y joven celestina, que renuncia a la equívoca, liminar devoción hacia su compañera, y que visita después a todos los clientes por ella aborrecidos para devolverles su dosis de placer y dinero en un herético via crucis de estaciones definidas en una agenda escolar; samaritano es el padre que, aun pagando con su propia destrucción, busca la asimilación y la expiación del delito en cada uno de los hombres que mancillan a su hija.
El judío detectaba en el samaritano un poso de rebelde paganismo que le incomodaba. Por ese poso le despreciaba y marginaba. En ese poso latía el honor como una medusa que arrastrara la corriente, una medusa que sobrevivió al cataclismo del Peloponeso y a la agonía etimológica de su civilización. Foucault hablaba de ese espíritu de resistencia griego en que alentaba “una verdad sin poder frente a un poder sin verdad”. Esa verdad insobornable hace del torturado Edipo –hacia él mira Foucault– uno de los personajes con más honor de la literatura de todo tiempo y lugar. Edipo ha devenido absurdo en el ajado ideario contemporáneo de occidente y a cambio un referente en la savia que corre por las venas del código oriental del ser. Pocos Edipos habrá más convincentes y al tiempo más incomprendidos que el Dae-Su trazado con maestría irrepetible por Park Chan-Wook. Esa gran tragedia clásica que es Old Boy causó estupefacción en los espectadores europeos, que no entendían por qué alguien se culpa por ver lo que no debió ver y por decir lo que no debió decir, por qué alguien busca la razón de lo que sabe que no querría saber, por qué alguien se arranca los ojos o la lengua por un horror que va mucho más allá de un mero hecho nefando, pues el horror está dentro de sí. Con razón Szentkuthy se despedía de Europa en su Renacimiento Negro, agitando el pañuelo como Antonio al despedir Alejandría.
El honor es una moneda ambivalente, es un ácido confuso que corroe sin discernir. El honor es un bumerán que nunca vuelve. En la persecución y defensa del honor los humanos pierden la vida o se pierden a sí mismos. No hay opción. La fruta del honor y la de la sabiduría penden de la misma rama, que vista desde lejos traza el perfil indomeñable del patíbulo. El mordisco, su conquista de dientes y saliva, sabe a menudo a una victoria efímera; la pulcra caligrafía con que se escribe a conciencia el ars moriendi.

sábado, 5 de julio de 2008

ACQUA ALTA

Algunas ciudades y algunas mujeres tienen en común el misterio que Ovidio deslizaba en su Ars amandi. Que el amante no vea los frascos desparramados sobre el tocador: el artificio embellece siempre que se mantenga en secreto. Amantes y viajeros son la misma cosa: arqueólogos alucinados en la noche y al alba asesinos en serie. En sus primeras horas la ciudad se torna una mujer astuta, se guarda del instinto animal del soñador despierto. El hombre es un dios cuando sueña y un poeta indigno en la vigilia. Con cantos de hechicera la ciudad encubre sus maniobras algo tristes de boudoir, los afeites indulgentes con su belleza ajada, las desnudeces sucesivas de su piel capeada por los años. Aquí y allá las huellas, ante la mirada cóncava de lares y penates. Los cercos de humedad son palabras maculadas que afloran a los labios cárdenos del tiempo, un discurso venenoso de cónyuge cobarde, la venganza enquistada de un beso que fue de amor un día y ahora ofrece el tacto y el sabor del óxido en su lengua.
En esa descomposición y en ese odio la ciudad levanta su reflejo airado, su identidad a merced del acqua alta. Sólo en las aguas –también en el amor más terso e imposible– nada es y nada se destruye. La ficción del lienzo que se agita es una presa etérea y codiciada; su memoriosa perfección, su seducción de réquiem. El viajero vaga por los canales tremolantes como un saqueador de tumbas, sin saber que el objeto de su expolio es la ceniza perfumada de los días.
La barca regresa y se detiene, ya sin pasajero ni equipaje. Su quilla oscura aguarda el tintineo de un óbolo, otro más, para sajar de nuevo el espejismo ondulado de las aguas.