martes, 31 de marzo de 2009

VICTORIAS PÍRRICAS

Quedaron en la tienda sólo Judith y Holofernes, desplomado sobre su lecho y rezumando vino. Avanzó ella hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes, tomó de allí su alfanje, y acercándose al lecho, agarró la cabeza de Holofernes por los cabellos y dijo: ‘¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este momento!’. Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y le cortó la cabeza, y saliendo entregó la cabeza de Holofernes a su sierva. (Judith 13, 2-9)

La dignidad conoce extrañas sendas. Entre un beso y una cabeza cortada sólo media algo de vino, una tela que resbala por un hombro y un ideal que espera cumplimiento. Mientras un general asirio, Holofernes, asedia Betulia con toda su artillería, la viuda del rey Manasés, caído en el cerco, pule sus armas en nombre del honor de un pueblo. Las lágrimas de Judith se transforman en cuentas de collar, sus ropas oscuras se transmutan en seda para el inminente sudario del tirano, sus gemidos de dolor se cubren con la pátina engañosa del placer –siempre embustero. El Antiguo Testamento no narra lo que ocurrió en la temible soledad de la tienda del campamento asirio, cómo se resolvió el encuentro entre el general y la heroína. Holofernes, ahíto de manjares y alcohol, conduce a la viuda a su cámara, a la misma mujer enemiga a la que convidó a cenar en su propia vajilla de plata. Según el relato bíblico, Judith entró en la tienda del caudillo por su pie y salió con la cabeza de Holofernes en las manos. En ese espacio muerto entre ambos hechos late una historia encubierta por las lonas de los aposentos del general decapitado, también por el pudor de la palabra en el texto sagrado: la literatura aquí exhibe maneras de celestina pérfida. Es más que probable que la heroicidad de Judith conllevara una contraprestación: no hay victoria absoluta, no hay honor sin una mácula en su fondo. No: no hay victoria sin tormento.
La representación de este instante en la pintura respeta la pudicia del discurso bíblico. Miguel Ángel, Mantegna, Tintoretto, Cranach, Goya, Klimt… muchos y variados han sido los pintores que han querido captar el momento crucial de la degollación. Sin embargo, dos son los que seguramente destacan sobre todos los demás: Caravaggio y Artemisia Gentileschi. En el lienzo de Caravaggio se da una singular circunstancia: en un primer momento, la Judith ejecutora presentaba los pechos al descubierto, pero posteriormente el artista milanés los cubrió con una delicada blusa, reduciendo con ello la violencia de la obra y también las historias paralelas sugeridas dentro del cuadro (si bien no renunció a la vieja criada, que más que una sierva se antoja una taimada trotaconventos). En la tela de Gentileschi late una terrible vivencia personal: Artemisia fue violada a los dieciocho años por un preceptor que su propio padre había contratado para que la joven recibiera clases de arte sin necesidad de acudir a los talleres, frecuentados por demasiados elementos de género masculino. Como en la profecía de Segismundo, el destino que se pretende eludir puede cumplirse aun en una cámara sellada. El proceso tras la denuncia fue largo y humillante: Artemisia fue acusada de licenciosa, sometida a exámenes ginecológicos en público y torturada para verificar que no mentía. La Judith que decapita a Holofernes tiene el rostro de la misma Gentileschi, y el tirano degollado presenta las facciones de Tassi, el violador infame; es evidente que su representación de la escena destila venganza.
Les propongo un diálogo: que hablemos acerca de estos cuadros. ¿Cuál prefieren y por qué? Para apreciarlos con mayor detalle, pinchen en la imagen de cabecera y aquí.
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martes, 24 de marzo de 2009

BESO ROBADO

En cualquier acto, el acto es una mera circunstancia, un accidente. Un acto no admite capacidad de trascendencia si no existe de por medio una señal que pueda considerarse secundaria; mejor, enigmática, secreta: una señal que en apariencia no lo sea. En esa señal oculta, camuflada, late algo parecido a la traición. Sólo en esa su esencia traidora, delatora, el acto se consuma. La delación fue la argamasa con que se maceró el mundo, que al séptimo día se desperezó a la vida sin sospechar que el breve acto de una recta entre dos puntos encarna únicamente una entelequia de la geometría.
El arte, que es un acto semejante al de la creación del mundo, lo es en tanto cobija delaciones en su seno. El espectador se ve súbitamente inmerso en una escena cretense: su misión es derrotar al Minotauro sin conocer su aspecto, descubrir en qué recoveco del sinuoso laberinto se aloja el monstruo cuya existencia da sentido al sacrificio de las vírgenes. El artista, Odiseo taimado al bastidor, se recrea en el engaño, ofrece pistas falsas, encubre el signo que realmente significa. Si la contemplación –la caza– es exitosa, el lienzo se descubre nupcialmente como acto de contenido pleno.
Me pregunto por qué me gusta tanto esta pequeña tela prerrevolucionaria, este Fragonard que narra una escena de género banal en unos cuerpos que en breve perderían su cabeza bajo el incisivo acero de la fraternidad. En el cuadro todo es pura ambigüedad, y mil microrrelatos se entrecruzan. La dama, ¿es dama o cortesana? Su rechazo, ¿es real o un mero gesto entre el temor, la sorpresa y la coquetería? ¿Se trata, como reza el título del lienzo, de un “beso robado”, o es una estratagema del pintor para aturdirnos? ¿Cómo ha llegado el mozo hasta los elegantes aposentos? ¿Se conocen la dama y el muchacho más allá de esa improvisada cámara amorosa o es ese encuentro el primero que se da en verdad entre ellos? Tal vez él ensilla a diario el caballo de la dama, y ella se apoya distraídamente en el zagal ruborizado para ayudarse en la montura. O quizá es que el jovenzuelo ha decidido al fin relegar la prudencia y poner a su amante en compromiso con un beso en escenario inconveniente. Porque no están solos: al fondo hay otra estancia ocupada por más damas, que hablan y juegan. ¿Es su juego clandestino, son maledicentes sus palabras? ¿Murmurarían de la azorada damita si supieran lo que ocurre en la cámara contigua? Seguramente todas ellas tienen algo que ocultar: sus intrigas las hermanan sin saberlo. El echarpe que cruza la tela une dos narraciones, dos mundos en apariencia distanciados y sin embargo próximos en sus pulsiones más bajas. Pero no. No es nada de eso. Hay algo que se escapa, que nos deja con el encantamiento de los labios en el aire como el aleteo de una promesa sin cumplir.
Ah, no: ahí está. Es ese pie, ese pie que, agazapado, mancilla ingratamente la seda fastuosa del faldón. En ese pie se anula la inocencia de la acción y esta adquiere su sentido verdadero. Esa pisada no es torpeza: es un acto insano de sutil dominación, la primera línea delatora de un relato de final infausto. No en ese beso: en ese pie todo acaba de empezar, todo está por escribir.

domingo, 15 de marzo de 2009

PUERTA DEL MUNDO

El 21 de junio de 1708, un viajero escribe una epístola a un amigo desde Hamburgo. Hamburgo, por aquellos años “puerta del mundo” –das Tor zur Welt–, invertía las riquezas obtenidas de las transacciones mercantiles en la protección y promoción de la actividad cultural, y más en particular de la musical: algo que en estos tiempos de pelotazos, sobornos, prevaricaciones, activos tóxicos y demás inmundicias bochornosas resulta impensable. En cambio, el caballero que se cartea desde Hamburgo con su amigo en el 21 de Junio de 1708 describe con entusiasmo que las nueve damas del Helicón encuentran fácil acomodo en esta ciudad donde resulta difícil elegir entre las habilidades musicales de Telemann, Keiser y “un tal Haendel”. Traduzco sus palabras:

“Me dijeron que hace poco tiempo un hombre joven atrajo la atención de esta ciudad con sus composiciones teatrales, un tal Georg Friedrich Haendel, quien recientemente se ha desplazado a Italia, bajo la invitación del Duque de Toscana, con el objeto de abordar los secretos de la Harmonia. En las casas de Hamburgo todavía se tocan algunas de sus piezas para clave y también algunas sinfonías que se hallan investidas de tal espíritu y pasión que le dejan a uno sin aliento.”

Veamos a qué se refería aquel caballero anónimo, ya que estamos en el “año Haendel”. Abróchense los cinturones:



Esta dominical mañana de sol no merecía menos que esto. Besos sinfónicos para todos.