Quedaron en la tienda sólo Judith y Holofernes, desplomado sobre su lecho y rezumando vino. Avanzó ella hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes, tomó de allí su alfanje, y acercándose al lecho, agarró la cabeza de Holofernes por los cabellos y dijo: ‘¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este momento!’. Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y le cortó la cabeza, y saliendo entregó la cabeza de Holofernes a su sierva. (Judith 13, 2-9)
La dignidad conoce extrañas sendas. Entre un beso y una cabeza cortada sólo media algo de vino, una tela que resbala por un hombro y un ideal que espera cumplimiento. Mientras un general asirio, Holofernes, asedia Betulia con toda su artillería, la viuda del rey Manasés, caído en el cerco, pule sus armas en nombre del honor de un pueblo. Las lágrimas de Judith se transforman en cuentas de collar, sus ropas oscuras se transmutan en seda para el inminente sudario del tirano, sus gemidos de dolor se cubren con la pátina engañosa del placer –siempre embustero. El Antiguo Testamento no narra lo que ocurrió en la temible soledad de la tienda del campamento asirio, cómo se resolvió el encuentro entre el general y la heroína. Holofernes, ahíto de manjares y alcohol, conduce a la viuda a su cámara, a la misma mujer enemiga a la que convidó a cenar en su propia vajilla de plata. Según el relato bíblico, Judith entró en la tienda del caudillo por su pie y salió con la cabeza de Holofernes en las manos. En ese espacio muerto entre ambos hechos late una historia encubierta por las lonas de los aposentos del general decapitado, también por el pudor de la palabra en el texto sagrado: la literatura aquí exhibe maneras de celestina pérfida. Es más que probable que la heroicidad de Judith conllevara una contraprestación: no hay victoria absoluta, no hay honor sin una mácula en su fondo. No: no hay victoria sin tormento.
La representación de este instante en la pintura respeta la pudicia del discurso bíblico. Miguel Ángel, Mantegna, Tintoretto, Cranach, Goya, Klimt… muchos y variados han sido los pintores que han querido captar el momento crucial de la degollación. Sin embargo, dos son los que seguramente destacan sobre todos los demás: Caravaggio y Artemisia Gentileschi. En el lienzo de Caravaggio se da una singular circunstancia: en un primer momento, la Judith ejecutora presentaba los pechos al descubierto, pero posteriormente el artista milanés los cubrió con una delicada blusa, reduciendo con ello la violencia de la obra y también las historias paralelas sugeridas dentro del cuadro (si bien no renunció a la vieja criada, que más que una sierva se antoja una taimada trotaconventos). En la tela de Gentileschi late una terrible vivencia personal: Artemisia fue violada a los dieciocho años por un preceptor que su propio padre había contratado para que la joven recibiera clases de arte sin necesidad de acudir a los talleres, frecuentados por demasiados elementos de género masculino. Como en la profecía de Segismundo, el destino que se pretende eludir puede cumplirse aun en una cámara sellada. El proceso tras la denuncia fue largo y humillante: Artemisia fue acusada de licenciosa, sometida a exámenes ginecológicos en público y torturada para verificar que no mentía. La Judith que decapita a Holofernes tiene el rostro de la misma Gentileschi, y el tirano degollado presenta las facciones de Tassi, el violador infame; es evidente que su representación de la escena destila venganza.
Les propongo un diálogo: que hablemos acerca de estos cuadros. ¿Cuál prefieren y por qué? Para apreciarlos con mayor detalle, pinchen en la imagen de cabecera y aquí.
La dignidad conoce extrañas sendas. Entre un beso y una cabeza cortada sólo media algo de vino, una tela que resbala por un hombro y un ideal que espera cumplimiento. Mientras un general asirio, Holofernes, asedia Betulia con toda su artillería, la viuda del rey Manasés, caído en el cerco, pule sus armas en nombre del honor de un pueblo. Las lágrimas de Judith se transforman en cuentas de collar, sus ropas oscuras se transmutan en seda para el inminente sudario del tirano, sus gemidos de dolor se cubren con la pátina engañosa del placer –siempre embustero. El Antiguo Testamento no narra lo que ocurrió en la temible soledad de la tienda del campamento asirio, cómo se resolvió el encuentro entre el general y la heroína. Holofernes, ahíto de manjares y alcohol, conduce a la viuda a su cámara, a la misma mujer enemiga a la que convidó a cenar en su propia vajilla de plata. Según el relato bíblico, Judith entró en la tienda del caudillo por su pie y salió con la cabeza de Holofernes en las manos. En ese espacio muerto entre ambos hechos late una historia encubierta por las lonas de los aposentos del general decapitado, también por el pudor de la palabra en el texto sagrado: la literatura aquí exhibe maneras de celestina pérfida. Es más que probable que la heroicidad de Judith conllevara una contraprestación: no hay victoria absoluta, no hay honor sin una mácula en su fondo. No: no hay victoria sin tormento.
La representación de este instante en la pintura respeta la pudicia del discurso bíblico. Miguel Ángel, Mantegna, Tintoretto, Cranach, Goya, Klimt… muchos y variados han sido los pintores que han querido captar el momento crucial de la degollación. Sin embargo, dos son los que seguramente destacan sobre todos los demás: Caravaggio y Artemisia Gentileschi. En el lienzo de Caravaggio se da una singular circunstancia: en un primer momento, la Judith ejecutora presentaba los pechos al descubierto, pero posteriormente el artista milanés los cubrió con una delicada blusa, reduciendo con ello la violencia de la obra y también las historias paralelas sugeridas dentro del cuadro (si bien no renunció a la vieja criada, que más que una sierva se antoja una taimada trotaconventos). En la tela de Gentileschi late una terrible vivencia personal: Artemisia fue violada a los dieciocho años por un preceptor que su propio padre había contratado para que la joven recibiera clases de arte sin necesidad de acudir a los talleres, frecuentados por demasiados elementos de género masculino. Como en la profecía de Segismundo, el destino que se pretende eludir puede cumplirse aun en una cámara sellada. El proceso tras la denuncia fue largo y humillante: Artemisia fue acusada de licenciosa, sometida a exámenes ginecológicos en público y torturada para verificar que no mentía. La Judith que decapita a Holofernes tiene el rostro de la misma Gentileschi, y el tirano degollado presenta las facciones de Tassi, el violador infame; es evidente que su representación de la escena destila venganza.
Les propongo un diálogo: que hablemos acerca de estos cuadros. ¿Cuál prefieren y por qué? Para apreciarlos con mayor detalle, pinchen en la imagen de cabecera y aquí.
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