lunes, 28 de diciembre de 2009

NUEVO AÑO NUEVO

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martes, 22 de diciembre de 2009

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domingo, 13 de diciembre de 2009

FEBRILES Y FRÁGILES

Celan, es bien sabido, murió en el agua. El puente Mirabeau fue el escalón que le condujo voluntario, el 20 de abril de 1970, al cobijo del seno sinuoso del Sena parisino. El epitafio silente de Celan –haciendo realidad el ideal último de Keats– quedó escrito en el murmurar de la corriente, leve y huidizo, como leve y huidizo fue el poeta mismo en vida.
Se nos ha ido. Claro que podía escoger. A flor de agua, el cadáver tranquilo”. Así entrevió Henri Michaux a Paul Celan ahogado, en un homenaje literario póstumo que tituló “El camino de la vida”. Paradójica propuesta para escribir sobre una ruta hacia la muerte. O quizá no tanto, bien mirado. Los caminos de la vida y de la muerte configuran un confuso trenzado, un continuum en el que no siempre es fácil discernir la naturaleza de sus cabos. El cadáver flotante de Celan era tranquilo a los ojos de Michaux como lo sería el suyo propio de haber podido verlo. Como tranquilos aparecen los cadáveres de los hombres todos que han llevado una existencia frágil y febril. Cadáveres al fin en el camino de la vida.
Michaux y Celan compartieron, aun desde orígenes geográficos diversos (el primero desde Bélgica, el segundo desde Rumanía), y luego desde una existencia fuertemente itinerante en ambos casos, un mismo pedazo de siglo, con experiencias históricas idénticas. Ese acto común de compartir la Historia encontró su manifestación más inmediata en una también común hostilidad hacia el mundo, o al menos hacia una parte de él, como respuesta inevitable; hostilidad que halló, además, una forma sutil de exorcizarse en un particular empleo de la palabra. En concreto, la guerra y los efectos del nazismo en Europa, nefastos a todos los niveles, no sólo hollaron el ánimo ético de Celan y Michaux, sino que por añadidura lograron perfilar en ambos creadores un universo imaginario reiterado de aterradora y fascinante crueldad.
En el caso particular de Celan, estos efectos se hicieron especial y dolorosamente relevantes por su biografía misma, marcada por su explícita ascendencia judía y por la muerte de los propios padres en un campo de concentración (su padre por el tifus, su madre de un balazo en la cabeza), designio trágico del que el poeta nunca dejó de sentirse culpable. Paisajes de nieve inacabable formaron a partir de entonces el recurrente escenario estilístico del escritor rumano; paisajes de nieve de aspecto fantasmal, de una blancura insoportable y trascendente que se expresaba, por ende, en alemán: “¿Qué sería, madre, estirón o llaga,/ si yo también me hubiera hundido en la nieve de Ucrania?”. En el extenso poema “Fuga de la muerte” Celan recrea una desgarrada tragicomedia del dolor con una sintaxis aparentemente dislocada, sujeta en realidad a la estructura de una fuga musical: “... Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán/ grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire/ así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho./ Negra leche del alba te bebemos de noche/ te bebemos al mediodía la muerte es un Maestro Alemán/ te bebemos de tarde y mañana bebemos y bebemos/ la muerte es un Maestro Alemán su ojo es azul/ él te alcanza con bala de plomo su blanco eres tú/ vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete/ azuza sus mastines a nosotros nos regala una fosa en el aire/ juega con las serpientes y sueña la muerte es un Maestro Alemán/ tu pelo de oro Margarete/ tu pelo de ceniza Sulamit”.
En Michaux el horror, aun sin las vinculaciones personales de Celan, cobra forma espeluznante en la composición que él llama con destructiva ironía “El país de la magia”, un lugar de palabras en que surrealismo y distorsión son maestros de ceremonia inigualables: “Un hombre rara vez muere sin tener que deshacer algún pliegue. Pero ha ocurrido. Paralelamente a esta operación, el hombre forma un núcleo. Las razas inferiores, como la raza blanca, ven mejor el núcleo que el desplegado. El mago ve más bien el desplegado”. En otras ocasiones, Michaux es más abiertamente descarnado; así, en “La carta”: “La muerte alcanzó a unos. La cárcel, el exilio, el hambre, la miseria, a otros. Nos han atravesado enormes sables de escalofríos, lo abyecto y lo torcido nos han atravesado después. [...] No nos hemos reconocido en el silencio, no nos hemos reconocido en los aullidos, ni en nuestras grutas, ni en los gestos de los extranjeros. Alrededor de nosotros, el campo es indiferente y el cielo sin intenciones. Nos hemos mirado en el espejo de la muerte. Nos hemos mirado en el espejo del sello insultado, de la sangre derramada, del impulso decapitado, en el carbonoso espejo de las vejaciones”.
Ante este panorama estético, no es extraño que ambos escritores opten, por un lado, por una tendencia hacia una mística del pensamiento literario, sin evitar incluso traspasar las lindes de lo religioso (las menciones al respecto no son infrecuentes en ninguno de los dos); y por otro, por una radical desconfianza hacia el lenguaje, o al menos por un cuestionamiento del valor de la palabra, falta en su idealismo teórico de coherencia en relación con lo real.
El poeta belga demostrará su escepticismo en este último sentido a través de la violencia verbal, del quiebro lingüístico más audaz, de la desarticulación extravagante. El recurso a estupefacientes, tan habitual en poetas de épocas pretéritas, tampoco es desechado, ya a la edad de cincuenta y siete años y bajo estricto control médico. En Celan, el conflicto con la palabra toma forma literaria evidente en un libro como “Reja de lenguaje”, donde el título mismo sugiere el problema de la incomunicación, los barrotes que median entre el poeta y el lector, entre el poeta y el poema, entre el poeta y sí mismo: “Las losetas. Encima,/ bien juntos, los dos/ charcos gris-corazón:/ dos/ bocanadas de silencio”. Sin embargo, este conflicto verbal es aún más lacerante, pues no se detiene en un simple cuestionamiento de orden filosófico acerca de las posibilidades del nombrar, sino que llega hasta un aspecto tan obvio –y tan significativo al tiempo– como el del propio idioma de expresión. A pesar de su innata facilidad para las lenguas, a pesar de sus viajes y estancias por media Europa, la asunción dolorosa del alemán como lengua conscientemente elegida resulta una muestra específicamente reveladora; muestra inequívoca de ese “no dejar de dialogar nunca con las fuentes oscuras” que Celan propugnó en algún ensayo suyo. Sólo ahí cabe rastrear el porqué del alemán convulso que respira en los versos del rumano, ese alemán tan desestructurado y sufriente que hacía afirmar metafóricamente a Georges Steiner que “toda la poesía de Celan es traducción al alemán”.
Signos febriles y frágiles. Arte estremecido para hilvanar, según el decir de Michaux, una “experiencia solitaria y patética”.