Si hace apenas dos semanas celebrábamos en
esta sección la efeméride cuatricentenaria de la
delicada
sirena veneciana Barbara Strozzi, que probablemente pase en este año muy inadvertida,
lo hacíamos situándola en un contexto muy específico: el de un entorno social
en que la mujer culta ostentaba en calidad y cantidad un papel preponderante —a
pesar de que muchas de las composiciones musicales o literarias de aquellas
artistas hoy se hayan perdido—; el de una ciudad que sometida a los vaivenes
del acqua alta oscilaba entre la intriga, la exquisitez, la ruina y también
la innovación; el de una pléyade de creadores en cuyas manos realmente se
palpaba la modernidad.
Si pensamos en la ópera y su origen no cabe
duda de que nadie puede apartar de su cabeza a Monteverdi. Pero si pensamos en
el avance del género operístico hacia formas más contemporáneas, tanto
estilística como temáticamente, es probable que el nombre que con mayor justicia
salta a la palestra es el de Francesco Cavalli —sucesor del genio de Cremona en
quehacer y plaza (San Marcos) al tiempo que notable maestro en cuyo círculo de
discípulas, por cierto, resaltaba el talento de la mencionada Strozzi—. Cavalli
nos deja un legado impagable en una Venecia que entre la santidad y la herejía,
entre la soberbia serenísima y la asechanza política, entre la máscara y el
arco del violín —o el estilete— nos columpia entre emociones que resultaban
impensables hasta su llegada. Y es que entre la grave solemnidad recitativa del
gran Monteverdi —compositor que, como Bach, no es de este mundo— y la
ductilidad cuasibelcantista y acusado mercantilismo del otro gran genio de la
ópera barroca —Handel, si es que no contamos a Vivaldi— ocurrió algo. Ese algo
absolutamente sorprendente que cabe situar en los dos últimos tercios del siglo
XVII se llamó Pier Francesco Cavalli (que ni nació en Venecia ni se llamaba
Cavalli, pero adoptó la patria y el nombre de su primer mentor y protector).
Cavalli compuso unas cuantas óperas, de las
que se conservan alrededor de una treintena y se han grabado y representado muy
pocas, llevándose una de ellas la palma sobre todas las demás: La Calisto.
Más allá de que las óperas de Cavalli nos roben más o menos el corazón y
exhiban arias totalmente seductoras, sus mayores logros estriban sin duda en la
evolución desde el estilo más austero y recitativo del maestro Monteverdi hacia
una mayor variedad melódica, con una prevalencia de arias y ariosos sobre el
mero recitado, una concesión esencial a la parte dramática de las obras y,
last but not least, un gracejo determinante a la hora de abordar los temas de
más indiscutida autoridad —en esencia, los clásicos
de la Antigüedad Clásica—. De modo que Cavalli lo que hace es una transición
del mito al lógos —musical y religioso— pero apoyándose en algo muy sano como
es, precisamente, la desmitificación (hoy los cursis o los pelmas lo llamarían
deconstrucción) o, con más exactitud, con una cesión de protagonismo mucho mayor
al lúdico Dionisos que al hierático Apolo.
El tema de La Calisto pudiera parecer
sencillo en una lectura superficial, pero realmente no lo es en su desarrollo.
Cavalli ofrece una visión hilarante de los conflictos entre dioses y hombres en
los diferentes estratos del cielo y de la tierra. En particular, el desavenido
matrimonio entre Júpiter y Juno, con Mercurio por el medio ejerciendo de Trotaconventos,
es la excusa inicial para mostrarnos a una sarta de personajes plenos de miedos
y contradicciones, que mienten sin pudor al tiempo que viven aterrorizados por los
resultados de sus inconscientes travesuras. Qué mutable es el alma divina, y
cuán más habría de serlo la humana, a imagen y semejanza de aquella. Así que
Cavalli juguetea hábilmente con un Júpiter libidinoso que se disfraza de diosa
Diana para gozar de los favores sexuales de la hermosa y reticente Calisto, con
pleno éxito y la consiguiente desesperación de la ninfa, que se cree a la vez
casta y lesbiana cuando en realidad se da cuenta de que lo que le pasa es que
es un tanto casquivana y ha estado flirteando con quien no debía sin calibrar
las consecuencias. A todo esto, de forma paralela, la altiva Diana verdadera permanece inalcanzable
a los constantes requerimientos del pastor Endimión, si bien aprovechando un
pesado sueño de este consuman una escena amorosa de lo más completita. Calisto por
su lado se ve atrapada entre la simpática maraña tejida por Cavalli entre la
Diana real y la fingida (el Júpiter donjuanesco) y hace que salte la chispa
definitiva cuando Juno con sus hordas acude a poner orden en los desórdenes
habituales de su esposo, castigando con furia implacable a la ninfa ultrajada,
que se ve así convertida en una Osa. Mientras los dioses ventilan con tal desparpajo
sus armarios, una serie de personajes, en unos casos festivos —Pan, el Sátiro,
el Centauro…—, en otros más trascendentes —la Eternidad, la Naturaleza, el
Destino— contribuyen a dibujar el cuadro completo de unos seres sujetos a la tiranía
de los deseos y, por qué no decirlo, de una pérfida libertad, que acaba
aflorando al final de la obra como melancólico deus ex machina.
Continuando en su celebración de sus
doscientos años, el Teatro Real de Madrid se ha permitido programar una Calisto
de lujo. La escenografía de David Alden nos traslada a un Empíreo de neones y
psicodelia que al principio nos choca porque no parece lo más previsible ni lo
más apropiado; y sin embargo, nos acaba seduciendo, precisamente por captar a
la perfección el espíritu lúdico de la ópera original de Cavalli, alejado de
innecesarias solemnidades. Animales surreales, dioses esperpénticos, pavas
reales terroríficas, ninfas provocadoramente felinas, sátiros irreductibles…
nos trasladan a una historia donde la sonrisa nos instala en el centro de la
acción avanzándonos que todo aquello hay que tomárselo en serio solo hasta
cierto punto.
Por nuestra parte, asistimos al segundo reparto, que de segundo
tuvo bien poco a juzgar por el excelente desempeño del elenco. Anne Devin compuso una
Calisto entregada, con cuidadísimo fraseo y gran musicalidad, en un papel con
muchos entresijos psicológicos; la única lástima fue que Alden no la hiciera
subir en término a los cielos, su verdadero y lírico —también merecido— destino
final. La otra gran voz de la noche fue sin duda la de Xavier Sabata como
Endimión, exquisito contratenor de quien a estas alturas ya poco puede decirse
que no se sepa, interpretando alguna de las arias más bellas de la ópera, y que
escoltado por las tiorbas de Freimuth y Jacobs resultó verdaderamente sublime.
Rachel Jelly fue una Juno resuelta y potente, Steefan Schwaiger resultó apocado
y sólido cuando la situación lo requirió. Borja Quiza ofreció un Mercurio de
gran capacidad dramática y una bonita voz burlescamente homogénea. Nos gustó
también la grata cólera de Juan Sancho como Pan. Y qué decir de Dominique
Visse, un Sátiro deliciosamente desvergonzado que nos arrancó más de una
carcajada con su caudal canoro pretendida y sabiamente deformado. No citamos la
totalidad del elenco por su extensión, pero lo cierto es que todos cumplieron
con corrección y a mayores.
Musicalmente, el maestro Bolton supo
extraer lo mejor de una reducida representación de la Orquesta Barroca de
Sevilla en afortunada confluencia con el Monteverdi Continuo Ensemble (aunque
es verdad que el percusionista podía haberse quedado en casa). Fue una
auténtica delicia ver en los rostros de director y músicos el seguimiento
exhaustivo de cada uno de los pasajes de la obra. Así se escriben las grandes
noches, y la Osa Calisto por ello mismo estuvo y está en los cielos.
PARA ESCUCHAR
Francesco
Cavalli: L’amore innamorato. Christina Pluhar, dir. Sopranos: Hana Blažíková
y Nuria Rial. L’Arpeggiata. 2 CD. Erato, 2015.
A pesar de que podríamos recomendar la
versión existente de René Jacobs de La Calisto, teniendo en cuenta que aún no
existe un registro que se pueda calificar de definitivo por razones diversas,
nos atrevemos a recomendar este delicioso disco que contiene algunas de las
arias más hermosas de varias de las óperas de Francesco Cavalli: La Calisto,
La Didone, L’Ormindo, Artemisia... Instrumentación vertiginosa, voces en
verdad maravillosas y un repertorio seductor hacen de este disco uno de esos
cedés disfrutables que vuelven con frecuencia suma al reproductor.