La ausencia de mirada la ha hecho resistente al tiempo. Sólo mirar nos instala en la conciencia de las horas, en la perfidia de los días. Mejor es no mirar, destrozarse con fíbulas los ojos si es preciso. Caminar, en cambio, es dar a luz, es crear la vida. Igual que el agua vive, porque nunca se detiene. Por eso las huellas de Niké son huellas húmedas y mojada está su ropa: los vientos del Egeo no la afectan. El agua que le corre por las piernas es gozo, es testimonio sensual de alumbramiento, de horizonte.
Los fogonazos de las cámaras interrumpen por momentos lo eterno de su sueño. Luciérnagas fugaces en el cielo de los párpados cerrados. Qué desidia. La superestrella bosteza y sus alas se despliegan más aún; arrojan sombra sobre su propia sombra, desdibujan el curso sinuoso de su estela.
Su cabeza, en algún lugar del Ática, descansa, y sus labios de mármol sonríen: lejos quedaron Salamina, Antíoco, incluso Phitokritos de Rodas (único hombre que le llegó a poner la mano encima). Ella es la única. Ella es la Victoria.