lunes, 25 de febrero de 2008

DOLOROSA GIOIA

En su bitácora siempre plena de tesoros, rescataba Antonio hace unos días el fragmento de una película del alucinado Werner Herzog, Muerte a cinco voces, viaje fantasmal al escenario de la Italia del siglo XVI en que música, pasión, dolor unen sus pasos. En la cinta la locura mora en frondas y palacios, en calles empedradas en que la truculencia del honor es hábito bajo el que crepitan los sentidos más voraces. El espectro torturado y delirante de la bellísima María d’Avalos clama su nombre mancillado en las estancias desoladas y umbrías, estancias en que sólo la leyenda del príncipe asesino de Venosa hace presagiar algo nefando, algo distante del frescor que empapa las baldosas sonoras con su musgo, que gotea en la herrumbre alojada en los postigos memoriosos. La aventura de Herzog es el eco de unos pasos convocados en la ouija, pasos fascinados por el sexo y el espanto que emparentara Quignard. Bien lejos queda la húmeda, neblinosa recreación del alemán, de aquella otra que hiciera Cortázar –un Cortázar ya cansado, con la Dama soplándole en la nuca– en Clone, con el ábaco en una de sus manos y las cajas chinas en la otra, jugando a los reflejos y a los números fatales en un laberinto perverso en que los cálculos de la Ofrenda Musical de Bach y los madrigales del príncipe Gesualdo conducen a la inexorable perdición. El amor tiene su matemática, también la muerte, y en esa matemática confluyen con la música, la banda sonora de la ruina.
Antonio, con talante generoso, tuvo a bien ilustrar el pasaje de Herzog con un poema mío dedicado al de Venosa, O dolorosa gioia:

Es tan dulce la voz del príncipe asesino
aéreas las notas con dedos deudores
trabadas. No pesan.
Escribe palabras de amor sobre papel pautado
las líneas expectantes son como su propia vida
o incluso la de otros
eternamente largas salpicadas
de compases de ambición muerte o dolor.
Manos notas negras para promesas cándidas
notas derramadas entre el sonar de sangre antigua
cárdenos fragmentos sacrilegio
para otro irrepetible
inmaculado
madrigal.


El dolor y la alegría confundidos fueron moneda de cambio habitual en la vida amorosa de Gesualdo, y sospecho que también las dos caras de su óbolo a la hora del trayecto decisivo de Caronte. El príncipe acabó por invertir tal calderilla en madrigales:

Se vi duol il mio duolo
Voi sola, anima mia,
Potete far que tutto gioia sia
Deh, gradite, il mio ardore
Ch’arderá lieto nel suo fuoco il core,
E quel duol che vi spiace
In me sia gioia, in voi diletto e pace.

(Si te duele mi dolor,
sola tú, alma mía,
puedes hacer que todo sea alegría.
Ay, acepta este mi ardor,
que arderá jubiloso el corazón en este fuego,
y así el dolor que te disgusta
se torne en mí alegría, placer y paz en ti.)

El buen amor es así, doloroso e intenso”, me dice un alma bella, como si tradujera en sus labios sin saberlo los versos delicados de Gesualdo. Pero el dolor puede alcanzar la herida del desdén o del engaño, la intensidad el color de la sangre y de la muerte; la pasión puede llamarse amor u honor. La hermosa María d’Avalos fue repetidamente acuchillada por su esposo, el joven Príncipe de Venosa, y con ella su amante, el Duque de Andria; sus cuerpos fueron abandonados a la puerta del palacio ofendido por el desdoro conyugal y se dice que incluso el cadáver ajado de María fue objeto de necrofilia por parte de un religioso que por allí pasaba. Los escabrosos detalles del proceso (la planificación por parte del príncipe, el ensañamiento, la crueldad), por lo demás inconcluso, no bastaron para cuestionar el derecho del esposo a la reparación infame de su dañada honra. Tras los funestos acontecimientos, el príncipe Gesualdo se retiró a su castillo familiar, volvió a casarse circunstancial e interesadamente con una D’Este y emprendió una vida dedicada al encierro y a la música, sazonada de vez en cuando con incursiones extramatrimoniales –estas al parecer no deshonrosas– de las que obtuvo algún hijo natural. Sus descendientes legítimos murieron prematuramente, y la melancolía y la extravagancia hicieron presa en Gesualdo, que comenzó así a cultivar en sus composiciones su favorito oxímoron: la dolorosa alegría. En agudo dolor y sin ventura acabó sus días, vencido por una penosa enfermedad.

S’io no miro non moro,
Non mirando non vivo;
Pur morto io son, nè son di vita privo,
O miracol d’amore, ah, strana sorte,
Che’l viver non fia vita, e’l morir morte.

(Si no miro no muero,
no mirando, no vivo;
por lo tanto muerto estoy, mas no de vida privado.
Oh milagro de amor, ah, extraña suerte,
en que vivir no me da vida y morir no me da muerte).

Los madrigales de Gesualdo, aparte la notable seducción que han ejercido en los músicos contemporáneos –Stravinsky, Schnittke, Avalos, Sciarrino, Hummel– por sus particulares cromatismo y disonancias, albergan un misterio inquietante, un tormento que exhalan incluso las interpretaciones más pausadas y alejadas del exceso. Las tensas voces de Gesualdo encierran el tenebroso encanto del sinuoso manierismo, su tragedia de rostros y manos imposibles, el gesto afilado de la muerte sentada con sarcasmo ante su rueca. La alegría del príncipe asesino es una daga agazapada como el fatum se agazapa en un cuadro de Holbein, invocando la aritmética infalible de la muerte.

Escuchar Moro, lasso, al mio duolo. Rinaldo Alessandrini, Concerto Italiano.


Boomp3.com

sábado, 23 de febrero de 2008

PREMIO

Morgenrot desde su estimulante bitácora ha tenido a bien otorgar el Premio Arte y Pico a este Hablemos de Victorias, al que con su generosidad habitual ha calificado como “blog exquisito en continente y contenidos”.
Agradezco el premio pero, sobre todo, me apetece expresar mi abrazo y gratitud a Morgenrot por su particular opinión acerca de esta casa.
El premio implica la transcripción de las bases…:

1) Debes elegir 5 blog que consideres sean merecedores de este premio por su creatividad, diseño, material interesante y aporte a la comunidad bloguera, sin importar su idioma.
2) Cada premio otorgado debe tener el nombre de su autor/a y el enlace a su blog para que todos lo visiten.
3) Cada premiado/a, debe exhibir el premio y colocar el nombre y enlace al blog de la persona que la ha premiado.
4) Premiado/a y premiador/a, debe exhibir el enlace de Arte y Pico, para que todos sepan el origen de este premio.
5) Exhibir estas reglas.

…en las cuales me voy a permitir introducir una pequeña variación, en concreto en la primera: mis bitácoras elegidas, todas, se encuentran en la sección Imperdibles del lateral de este espacio. Espero que los lectores las visiten –todas merecen como mínimo café y galletas– y concedan sus propios premios.

domingo, 17 de febrero de 2008

PORCELANA NEGRA

Me pide alguien que le recomiende un libro de “uno de los grandes”: Yasunari Kawabata. Kawabata el esteta, el solitario, el maestro de generaciones, el generoso deudor del Genji Monogatari. Por no caer en la ya obvia y consagrada Lo bello y lo triste ni en la tal vez excesivamente temprana y fresca País de nieve, creo que Mil grullas exhibe destellos de la que será la obra más definitiva, hermosa y fascinante de su autor: La casa de las bellas durmientes.
Entre País de nieve y Mil grullas media una diferencia temporal importante, una veintena larga de años que refuerza la elegancia en la reutilización de determinados recursos y a la vez la diferencia en el planteamiento de una historia. Menciono recursos reutilizados y no me refiero a una reincidencia vulgar, sino a una seña de identidad del escritor de Osaka: la maestría en el empleo de la transparencia, de lo sugerido, de lo nunca consumado; un recurso que llegará a su culmen en La casa de las bellas durmientes, donde los protagonistas son la oscuridad, el sueño y el deseo: tres intangibles sublimes. En el caso de Mil grullas me parece importante destacar su excepción con respecto al modo de narrar habitual de Kawabata. Y es que el gran artesano del silencio nos presenta en esta ocasión una novela sustentada en los recodos –en las inflexiones y las sombras, ese concepto tan intrínsecamente japonés– de un diálogo incesante que ocupa toda su extensión; extraña cosa. O no tanto, tal vez, si pensamos que Mil grullas nació en un comienzo como serial publicado por entregas en la prensa, entre los años 1949 y 1951.
Parece que Mil grullas, en cuanto título, debiera dar la clave –la llave etimológica- de acceso a la novela. Mil grullas remite al anhelo de la perfección estética, a lo volátil del deseo, a la presencia de lo irrealizable. Mil grullas hay en el dibujo del pañuelo de una joven que se desliza como una sombra en una sola aparición por la novela, una joven que encarna un ideal que, aun al alcance de la mano, se deja escapar; quizá por demasiado perfecto, por demasiado imposible. Esta es una de las tesis de la novela y, sin embargo, no parece la principal tras la lectura; antes bien, se antoja un contrapunto tan luminoso como efímero. Porque la obra, en realidad, es una historia sobre el negro, sobre lo cruel, sobre el dolor oscuro, sobre el no estar de los que están, sobre la negra porcelana del tiempo y del deseo más tirano. Kawabata, con su deliciosa –¿perversa?– sutilidad, ha dado otra vuelta de tuerca a Tanizaki, y la oscuridad de la que éste predica su sigilosa belleza, se convierte en aquél en ineludible fatum.
La novela comienza con la visión turbadora y un tanto traumática de una gran mancha negra en el pecho de una mujer. La terrible posibilidad de que esa mujer amamante a un niño, modelando y deformando así su primera visión del mundo, gravita tácitamente sobre toda la novela; y de hecho, la contemplación casual de la mancha por parte del protagonista –Kikuji– siendo niño, pesa sobre su propia concepción de la sensualidad a lo largo de todas las páginas de la obra. Esa mancha se extiende como un designio funesto sobre el comportamiento no sólo de Kikuji, sino del resto de personajes de la historia, incapaces de sobreponerse a la perfidia venenosa que la oscura marca representa.
La misma perfidia se agazapa en los negros tazones de té, testigos mudos del tiempo y de las silentes filigranas amorosas prendidas en los labios de quienes en ellos bebieron. Los tazones están por encima de la muerte, del erotismo y de la vida. Kikuji lo vislumbra hacia el final de la novela: “La vida de mi padre fue sólo una pequeña parte de la vida de un tazón de té”.
La negrura de la laca o de la piel, frente al resplandor iridiscente e irreal del inasible pañuelo de las grullas, sirve de metáfora exquisita a Kawabata para hablar no tanto de la muerte como de los desvanes del mundo, de las sombras que presiden la existencia. Una reflexión serena e inquietante como la serena e inquietante lucidez de una flor recién cortada.

martes, 12 de febrero de 2008

FIEBRE

Territorio cálido de soledad. Tras la tempestad viene la calma, o algo que se le parece. Es el calor prestado de la música, de las palabras, cuando son algo más de lo que son divisados desde el lecho, desde el ojo de buey del oscilante camarote. La fiebre es dócil, complaciente; es una dama cortés que sirve té y naranjas al invitado solitario, le da conversación, le lleva al cine, le agasaja con su danza carmesí, su zarabanda cortés pero inflexible que no admite la postergación ni el rechazo.
La fiebre saca a su amante de la historia, del tiempo de los hombres. En el éxtasis suceden balnearios de montaña, artificiales paraísos, novelas inacabadas, cuentos crueles. El retorno de ese viaje deja un cerco, un grito blanco, como la ausencia de una alianza abnegada entre los dedos.

lunes, 4 de febrero de 2008

LOS MISTERIOS DEL HEREJE

El enigma es el hombre. Tras una existencia cumplidamente convencional se oculta las más de las veces el misterio de los cabos sueltos. La memoria que nos libera de la sed, como dice Giorgio Colli, que nos torna dioses sin tiempo en lugar de mortales con las monedas contadas, refulge pálidamente en la superficie de una lápida, pero es la gran ausente de las biografías. Lo convencional es un recurso literario, un ejercicio de estilo patafísico para una prosa sin vestigios aparentes de originalidad. O tal vez se trate de lo que ha apuntado Agamben al trazar perfiles para el genio: ese pájaro posado en el hombro del espíritu, esa lechuza del alma que es el genius, no siempre se lleva bien con los resabios del ego más visible. El genio, pues, sepulta al hombre, jibariza su carne y se refugia en el arcano.
De Heinrich Ignaz Franz von Biber, de quien Juan Manuel Macías me pide unas palabras –no sé si estas le satisfarán–, se sabe poco y lo que se sabe debiera ilustrar más sobre la sombra que sobre el caminante. El octosílabo perfecto de su nombre es un espejismo literario, una ficción borgiana: Biber nació en 1644 como mero Herennicus Pieber –hijo de cazador, bohemio de raíces germanas y filiación latina: un no land’s man zarandeado por musicólogos autriacos y alemanes–, lo que fuera tal vez un heterónimo, un cuerpo apócrifo para la vida cubierto por los jirones desmadejados del arte y sus insomnios. Después todo fue una deserción, un viaje en pos de una tierra prometida. En Salzburgo encontró su acomodo decisivo el músico en quien Bach posara la memoria de sus ojos cincuenta años más tarde, al escribir su impecable Chacona de la Partita Segunda en re menor para violín solo (BWV 1004). Allí, en la ciudad de la sal, murió Biber –ya Von–, acicalándose para su última cita, en los alrededores del inminente y mítico Café Tomaselli; hay quien dice que se sentó en la misma mesa que Mozart, Von Weber, Bernhard o Karajan, pero esto no es posible, porque el Tomaselli tardó aún varios meses en abrir sus puertas a los salzburgueses y a la música.

Progresivamente fue Biber escalando puestos en la consideración imperial: Leopoldo I le obsequia con un collar de oro por la ejecución de las excepcionales sonatas para violín que un siglo más tarde conmocionaron a Charles Burney (“De todos los intérpretes de violín del último siglo, Biber parece haber sido el mejor y sus solos son los más difíciles y llenos de gracia que puedan encontrarse en cualquier música del mismo período que yo haya visto”, Historia General de la Música, 1776), obtiene en su cuarentena el anhelado título de Kapellmeister en la corte salzburguesa y a quince años de su muerte es ennoblecido como Biber von Bibern por el emperador, al tiempo que se le procura sustanciosa asignación crematística y doméstica (vino, pan y leña). Capas sucesivas para el corazón de la cebolla.
En todo ese tiempo, rodeado por la música en sus detalles más nimios –su esposa se apellidaba Weiss y una de sus hijas se llamó Anna Magdalena–, el compositor alumbró sus Misterios del Rosario (se calcula que en la década de los 70, alrededor de los 30 años de edad) y perdió a siete de sus once hijos, quizá dos de las claves más interesantes de su vida, en lo profesional y en lo personal. ¿Cómo afronta un padre, Herennicus Pieber, aun en los finales del siglo XVII, la partida definitiva de siete de sus vástagos? La religión debió de suponer un consuelo: Biber y su esposa pertenecían a sendas hermandades activas en Salzburgo. Sin embargo, la religiosidad de Biber (de la que tal vez provengan sus impostados Franz e Ignaz) resultó ser harto peculiar, y ello cristalizó precisamente en sus Misterios del Rosario, que supone una obra bien lejana de los presupuestos católicos del momento.
El Rosario es, por su etimología, un jardín o conjunto de rosas; en su significación religiosa, cada Ave María recitado implica una rosa de ese jardín, que se corta para ofrecerla a la Virgen. La rosa… que es con probabilidad la flor más plena de paganos significados amorosos de la civilización occidental: heterodoxa celebración virginal. Por lo demás, los Misterios del Rosario no presentan afección a las formas tradicionales de la música litúrgica. Quizá la scordatura característica del quehacer biberiano (esa forma de poder interpretar lo ininterpretable violentando las cuerdas del violín), junto a la sucesión de preludios, zarabandas, gigas o gavotas, sean los elementos que dotan de espectacular y atemporal osadía la deslumbrante obra ¿religiosa? del compositor bohemio. A ello habría que añadir la sensación etérea, remisa al corsé ritual, que respira en los Misterios, ligereza que pudiera responder a las veleidades del intérprete de no ser por el exacto orden formal que en realidad subyace a la composición. Una suerte de inusitada lucha entre eros y thánatos, entre dolor y placer, entre libertad y contención. ¿Cómo es posible?
Pero los Misterios, a la par, lo son también por las oscuras preocupaciones matemáticas que en ellos se detectan. Al igual que las geometrías de Spinoza inundaron los cuadros de Vermeer, la aritmética de Leibniz se agazapa en el Rosario biberiano: las 496 notas de La Anunciación encarnan uno de los números paradigmáticos de la perfección y en la sonata de La Resurrección se contabilizan 33 notas (edad del óbito de Cristo) en el bajo inicial de la composición. No en vano afirmaba el amigo Gottfried de la música que era exercitium arithmeticæ occultum nescientis se numerare animi (“ejercicio oculto de aritmética del alma, que no sabe hacer el cálculo por sí misma”).
¿Algo más que “mera música”? Herennicus Pieber, el hábil y enmascarado hereticus, nos está escamoteando la respuesta y nos la ofrece cifrada con indescriptible belleza. Hagan juego.

Escuchar La Anunciación (Sonata I). Versión: Odile Edouard, violín barroco; Freddy Eichelberger, órgano; Alain Gervreau, violonchelo; Pascale Boquet, tiorba; Angélique Mauillon, arpa. Sello K617.


Pueden comparar con la versión ya clásica de Reinhard Goebel, Phoebe Carrai, Konrad Junghänel y Andreas Spring, que se encuentra editada en el sello Archiv, y que les presento aquí: