jueves, 28 de marzo de 2019

EL CELESTIAL DESENFRENO DE LOS DIOSES

Si hace apenas dos semanas celebrábamos en esta sección la efeméride cuatricentenaria de la delicada sirena veneciana Barbara Strozzi, que probablemente pase en este año muy inadvertida, lo hacíamos situándola en un contexto muy específico: el de un entorno social en que la mujer culta ostentaba en calidad y cantidad un papel preponderante —a pesar de que muchas de las composiciones musicales o literarias de aquellas artistas hoy se hayan perdido—; el de una ciudad que sometida a los vaivenes del acqua alta oscilaba entre la intriga, la exquisitez, la ruina y también la innovación; el de una pléyade de creadores en cuyas manos realmente se palpaba la modernidad.
Si pensamos en la ópera y su origen no cabe duda de que nadie puede apartar de su cabeza a Monteverdi. Pero si pensamos en el avance del género operístico hacia formas más contemporáneas, tanto estilística como temáticamente, es probable que el nombre que con mayor justicia salta a la palestra es el de Francesco Cavalli —sucesor del genio de Cremona en quehacer y plaza (San Marcos) al tiempo que notable maestro en cuyo círculo de discípulas, por cierto, resaltaba el talento de la mencionada Strozzi—. Cavalli nos deja un legado impagable en una Venecia que entre la santidad y la herejía, entre la soberbia serenísima y la asechanza política, entre la máscara y el arco del violín —o el estilete— nos columpia entre emociones que resultaban impensables hasta su llegada. Y es que entre la grave solemnidad recitativa del gran Monteverdi —compositor que, como Bach, no es de este mundo— y la ductilidad cuasibelcantista y acusado mercantilismo del otro gran genio de la ópera barroca —Handel, si es que no contamos a Vivaldi— ocurrió algo. Ese algo absolutamente sorprendente que cabe situar en los dos últimos tercios del siglo XVII se llamó Pier Francesco Cavalli (que ni nació en Venecia ni se llamaba Cavalli, pero adoptó la patria y el nombre de su primer mentor y protector).
Cavalli compuso unas cuantas óperas, de las que se conservan alrededor de una treintena y se han grabado y representado muy pocas, llevándose una de ellas la palma sobre todas las demás: La Calisto. Más allá de que las óperas de Cavalli nos roben más o menos el corazón y exhiban arias totalmente seductoras, sus mayores logros estriban sin duda en la evolución desde el estilo más austero y recitativo del maestro Monteverdi hacia una mayor variedad melódica, con una prevalencia de arias y ariosos sobre el mero recitado, una concesión esencial a la parte dramática de las obras y, last but not least, un gracejo determinante a la hora de abordar los temas de más indiscutida autoridad en esencia, los clásicos de la Antigüedad Clásica—. De modo que Cavalli lo que hace es una transición del mito al lógos —musical y religioso— pero apoyándose en algo muy sano como es, precisamente, la desmitificación (hoy los cursis o los pelmas lo llamarían deconstrucción) o, con más exactitud, con una cesión de protagonismo mucho mayor al lúdico Dionisos que al hierático Apolo.
El tema de La Calisto pudiera parecer sencillo en una lectura superficial, pero realmente no lo es en su desarrollo. Cavalli ofrece una visión hilarante de los conflictos entre dioses y hombres en los diferentes estratos del cielo y de la tierra. En particular, el desavenido matrimonio entre Júpiter y Juno, con Mercurio por el medio ejerciendo de Trotaconventos, es la excusa inicial para mostrarnos a una sarta de personajes plenos de miedos y contradicciones, que mienten sin pudor al tiempo que viven aterrorizados por los resultados de sus inconscientes travesuras. Qué mutable es el alma divina, y cuán más habría de serlo la humana, a imagen y semejanza de aquella. Así que Cavalli juguetea hábilmente con un Júpiter libidinoso que se disfraza de diosa Diana para gozar de los favores sexuales de la hermosa y reticente Calisto, con pleno éxito y la consiguiente desesperación de la ninfa, que se cree a la vez casta y lesbiana cuando en realidad se da cuenta de que lo que le pasa es que es un tanto casquivana y ha estado flirteando con quien no debía sin calibrar las consecuencias. A todo esto, de forma paralela, la altiva Diana verdadera permanece inalcanzable a los constantes requerimientos del pastor Endimión, si bien aprovechando un pesado sueño de este consuman una escena amorosa de lo más completita. Calisto por su lado se ve atrapada entre la simpática maraña tejida por Cavalli entre la Diana real y la fingida (el Júpiter donjuanesco) y hace que salte la chispa definitiva cuando Juno con sus hordas acude a poner orden en los desórdenes habituales de su esposo, castigando con furia implacable a la ninfa ultrajada, que se ve así convertida en una Osa. Mientras los dioses ventilan con tal desparpajo sus armarios, una serie de personajes, en unos casos festivos —Pan, el Sátiro, el Centauro…—, en otros más trascendentes —la Eternidad, la Naturaleza, el Destino— contribuyen a dibujar el cuadro completo de unos seres sujetos a la tiranía de los deseos y, por qué no decirlo, de una pérfida libertad, que acaba aflorando al final de la obra como melancólico deus ex machina.
Continuando en su celebración de sus doscientos años, el Teatro Real de Madrid se ha permitido programar una Calisto de lujo. La escenografía de David Alden nos traslada a un Empíreo de neones y psicodelia que al principio nos choca porque no parece lo más previsible ni lo más apropiado; y sin embargo, nos acaba seduciendo, precisamente por captar a la perfección el espíritu lúdico de la ópera original de Cavalli, alejado de innecesarias solemnidades. Animales surreales, dioses esperpénticos, pavas reales terroríficas, ninfas provocadoramente felinas, sátiros irreductibles… nos trasladan a una historia donde la sonrisa nos instala en el centro de la acción avanzándonos que todo aquello hay que tomárselo en serio solo hasta cierto punto.
Por nuestra parte, asistimos al segundo reparto, que de segundo tuvo bien poco a juzgar por el excelente desempeño del elenco. Anne Devin compuso una Calisto entregada, con cuidadísimo fraseo y gran musicalidad, en un papel con muchos entresijos psicológicos; la única lástima fue que Alden no la hiciera subir en término a los cielos, su verdadero y lírico —también merecido— destino final. La otra gran voz de la noche fue sin duda la de Xavier Sabata como Endimión, exquisito contratenor de quien a estas alturas ya poco puede decirse que no se sepa, interpretando alguna de las arias más bellas de la ópera, y que escoltado por las tiorbas de Freimuth y Jacobs resultó verdaderamente sublime. Rachel Jelly fue una Juno resuelta y potente, Steefan Schwaiger resultó apocado y sólido cuando la situación lo requirió. Borja Quiza ofreció un Mercurio de gran capacidad dramática y una bonita voz burlescamente homogénea. Nos gustó también la grata cólera de Juan Sancho como Pan. Y qué decir de Dominique Visse, un Sátiro deliciosamente desvergonzado que nos arrancó más de una carcajada con su caudal canoro pretendida y sabiamente deformado. No citamos la totalidad del elenco por su extensión, pero lo cierto es que todos cumplieron con corrección y a mayores.
Musicalmente, el maestro Bolton supo extraer lo mejor de una reducida representación de la Orquesta Barroca de Sevilla en afortunada confluencia con el Monteverdi Continuo Ensemble (aunque es verdad que el percusionista podía haberse quedado en casa). Fue una auténtica delicia ver en los rostros de director y músicos el seguimiento exhaustivo de cada uno de los pasajes de la obra. Así se escriben las grandes noches, y la Osa Calisto por ello mismo estuvo y está en los cielos.
 
PARA ESCUCHAR


Francesco Cavalli: L’amore innamorato. Christina Pluhar, dir. Sopranos: Hana Blažíková y Nuria Rial. L’Arpeggiata. 2 CD. Erato, 2015.
A pesar de que podríamos recomendar la versión existente de René Jacobs de La Calisto, teniendo en cuenta que aún no existe un registro que se pueda calificar de definitivo por razones diversas, nos atrevemos a recomendar este delicioso disco que contiene algunas de las arias más hermosas de varias de las óperas de Francesco Cavalli: La Calisto, La Didone, L’Ormindo, Artemisia... Instrumentación vertiginosa, voces en verdad maravillosas y un repertorio seductor hacen de este disco uno de esos cedés disfrutables que vuelven con frecuencia suma al reproductor.

sábado, 23 de marzo de 2019

EXPECTACIONES DISMINUIDAS

La nueva programación del Palacio de Festivales ha llegado esta temporada salpicada de una serie de expectativas que en un principio parecían satisfactorias y por el momento, muy al contrario que en el célebre título de Dickens —Great Expectations—, se están viendo un tanto disminuidas.
Ocurrió la pasada jornada, dedicada a las músicas del Nuevo Mundo de Patricia Petibon, que en realidad sufrimos músicas sin ton ni son, más atentas —a pesar de los esfuerzos técnicos e instrumentalmente valiosos de La Cetra Barockorchester Basel— a las bufonadas de la cantante francesa que a un merecido y esperado mejor desempeño. De aquello salimos alicaídos y con la idea de una casual velada mediocre, algo de lo que ningún auditorio está libre; pero he aquí que esta noche se nos vuelve a caer un mito demasiado importante como para tomárselo a la ligera. Me refiero a la versión de El corazón de las tinieblas del polaco Joseph Conrad, una obra sustancial en la vida de su autor, que lo transformó radicalmente en múltiples aspectos, y en la nuestra, pues su búsqueda —de la verdad y de la esencia del mal—, su siniestro personaje principal y su reivindicación ético-moral es un autentico referente en nuestra cultura literaria —e incluso cinematográfica, gracias a esa cinta maestra llamada Apocalypse Now—; obra de la que nos ha ofrecido su peculiar versión y dirección Darío Facal.
Tengo la impresión de que la maestría de la obra de Conrad es empleada benignamente por Facal como método para llamar la atención sobre un genocidio brutal que se ha venido ocultando durante décadas por motivos económicos y políticos —las atrocidades incalificables de Leopoldo II de Bélgica, aparte de exterminar a diez millones de congoleños, pusieron la primera piedra para el expolio del marfil, del caucho, de los minerales tecnológicos, de los abusos insoportables de las farmacéuticas… por no mencionar la cantidad de intereses espurios que siguen explotando en aquella tierra maldita la mayoría de países europeos—. Facal pone también el dedo en la llaga en una cuestión interesante: cómo el método de ejecución de tales atrocidades —muertes, castigos corporales implacables, desfiguraciones, amputaciones de manos y pies a los congoleños esclavizados— se traducía en sutilezas en el mundo occidental: el marfil obtenido con tan infames procedimientos se empleaba en realizar deliciosas figuras decorativas o las teclas de los pianos más sublimes. 
En este sentido, aparte de otros recursos dramatúrgicos, el director parte por un lado de la típica contraposición entre civilización y barbarie —escenificada en los pasajes del Génesis y la expulsión del Paraíso, en la contraposición del refinado estilo de vida occidental con el forzosamente salvaje de los indígenas y sus músicas y sonidos respectivos (piano y percusión)— y de la exposición de una serie de textos de autores diversos (Montaigne, Lévi, Diderot, Nietzsche, Sade, Solzhenitsyn…) en los que se plantea la no siempre grata realidad dual del ser humano: un ser en el que confluyen las personalidades de víctima y verdugo simultáneamente, o un ser que puede justificar las acciones más infrahumanas en pro de un bien superior.
Así pues, la propuesta de Facal logra éxito en su propósito —que apoya además gráficamente con proyecciones de retratos de Leopoldo II o Conrad y, sobre todo, de decenas de congoleños reales, encadenados y torturados—, pero no acierta tanto en lo que se suponía que nos prometía la obra: El corazón de las tinieblas. No me parece mal que un director quiera hacer un planteamiento didáctico a partir de una obra ajena, pero eso es algo que siempre debe advertirse al espectador incauto. Las explicaciones iniciales —parcas, por lo demás— acerca de quiénes fueron Leopoldo II o Conrad son totalmente prescindibles. La sucesión de rótulos finales en que se amalgaman sin pausa las diferentes consecuencias de la expansión colonizadora de los belgas —et alii—, entremezclando cuestiones bélicas, políticas, económicas y éticas en absoluto anacronismo precipita y hace caótico un final que mereció ser más meditado y mejor. Las aspiraciones cinematográficas y/o documentales suelen lastrar las obras de teatro. Es algo que ocurre cada vez con más frecuencia y esta no ha sido una excepción: proyecciones y amplificación de sonido cayeron en el exceso y nos alejaron de las tablas.
En suma, la traducción al drama de El corazón de las tinieblas se nos quedó corta como obra per se, con desigualdades notables en el ritmo —un inicio con saltos incoherentes y un final interminable— y una ausencia de palpación de ese sórdido «horror» que Conrad tan bien nos transmite, a pesar de los contrastes de iluminación diseñados por Manolo Ramírez y los esfuerzos de los actores, más o menos correctos en su desempeño.