jueves, 25 de diciembre de 2008

UNA SOLA VEZ

La paradoja de la repetición está en su olvido. El hallazgo, el temor, la sorpresa, el odio, la seducción, palpitan sólo si exhalan el aroma de lo efímero; deben morir para no morir jamás. En el tránsito de lo único a lo único reiterado –su conversión en animal doméstico– suena una zarabanda letal que transcribe su partitura al pie arenoso de las olas. El lenguaje del mar, también, su caligrafía encadenada y huera, aturde y cautiva una sola vez. Su olor es el olor de la victoria que brilló un día en el campo de batalla. Volver al mar es volver al abrazo de la amante conocida y desdeñosa, como volver al devastado campo de batalla es volver, ya sin laurel, a la conciencia desnuda de lo inerte. El regreso subraya la carne de los hechos, su descomposición. Los infiernos de Orfeo o de Eneas trastabillean ante el error táctico de la reproducción.
Los filólogos, taxidermistas de la comunicación, han acuñado un término para designar, en especial dentro del ámbito de la lengua griega, aunque no exclusivamente, aquellas palabras de las que se tiene una única constancia: un hápax (o un hápax legómenon, “dicho una sola vez”) es aquel vocablo irrepetido que se encuentra en un solo texto como se encuentra un tesoro inesperado en un desván tomado por el polvo. Esas palabras, una vez halladas, no sufren riesgo de extravío. No es su sonido el de las voces más hermosas, no suelen ser sus vestiduras las más evocadoras, pero se tornan en su escasez inolvidables. En ese intercambio encapsulado entre el significado y el ojo se sella un pacto, una complicidad, que es un regalo, como regalo es el paisaje irrepetible contemplado desde la quilla de la barca de Caronte a cambio de ese óbolo –ese también único óbolo– que no retorna nunca.
Esa vez, esa vez sola que ello ocurre, que ello se nombra, es importante. Esa vez sola abate imperios y alza leyendas. Los mitos se nutren de lo que pasó tan sólo un día. Y el dolor. Con motivo de la reciente y afortunada nueva grabación del Dido y Eneas de Henry Purcell, releía aquel pasaje en que Eneas acude a despedirse de la reina de Cartago por verse obligado a partir hacia destinos más gloriosos –aquí, precisamente, la reiteración secular del “varonil” argumento convierte al supuesto héroe en un personajuelo de cartón, algo que no es culpa en absoluto de Purcell–. En esa escena (“Your counsel”) hay una inflexión, un momento fugaz de duda, en que Eneas manifiesta su cambio de parecer, su intención de permanecer junto a la amante desolada, contrariando los "deseos jupiterinos". La respuesta de Dido es digna, deslumbrante:

No, faithless man, thy course pursue;
I’m now resolv’d as well as you.
No repentance shall reclaim
The injur’d Dido’s slighted flame.
For ‘tis is enough, whate’er you now decree,
That you had once a thought of leaving me.

Porque es suficiente, no importa lo que ahora decidas, que hayas pensado abandonarme una sola vez”. Lo que sucede después es de todos conocido.

When I am laid on earth, en versión de Simone Kermes.

domingo, 7 de diciembre de 2008

MONTEVERDI FOR EVER

A pesar de que tan sólo dos lectores se han aventurado a pronunciarse, como les proponía, sobre las dos versiones del monteverdiano Lamento della Ninfa presentadas en la entrada anterior –tres, en realidad, si contamos la que aparece en el pasaje de la película Pont des Arts de Green–, daré aquí para ellos los datos de las versiones en cuestión y desvelaré la relación existente entre dos de ellas, de las que en cierto modo se puede decir que son la misma (es verdad, siempre me guardo un as en la manga).
La versión en que Sarah hace palidecer a su auditorio al completo a excepción del asesino Innombrable es obra de Claire Lefilliâtre (acompañada por Jean-François Novelli, Jan van Elsacker y Arnaud Marzoratti), miembro de Le Poème Harmonique, agrupación que ha grabado recientemente un hermoso montaje en dvd del Cadmus y Hermione de Lully.
En cuanto a las dos versiones que se presentan a continuación, la primera (“la de la vela”) es de Rinaldo Alessandrini, al frente del Concerto Italiano. La soprano es Rossana Bertini, e incluso diré que una de las voces masculinas (contratenor) pertenece a Claudio Cavina. La versión segunda está interpretada por el grupo La Venexiana, a cuya cabeza se encuentran Claudio Cavina y Rossana Bertini. No, no me he equivocado. ¿Qué significa esto?
Claudio y Rossana se dedicaban al bello mundo del madrigal amoroso bajo la dirección de Rinaldo Alessandrini cuando, de repente, descubrieron que pasar del dicho al hecho podía ser más placentero que quedarse en las notas y suspiros de Monteverdi. Para ese entonces habían grabado ya para el sello Naïve (opus 111) el Octavo Libro de Madrigales Guerreros y Amorosos de Claudio Monteverdi con el Concerto Italiano y el amigo Alessandrini (bellísimo disco, por cierto). A los pocos meses, los enamorados Claudio (Cavina) y Rossana decidieron poner pies en polvorosa y dejar colgado a Rinaldo para mejor vivir su ardor (todo esto es un decir, no me hagan caso); pero como no todo iba a ser amor, y donde no hay harina todo es mohína, pues decidieron fundar un nuevo grupo vocal y de paso hicieron polvo con ello a Alessandrini: ese grupo es La Venexiana, nutrido de la mayoría de voces del Concerto Italiano, a quienes arrastraron a la nueva formación. La Venexiana (que lógicamente en poco se diferenciaba en sus primeros tiempos del Concerto Italiano, aunque con posterioridad ha ido incorporando otras bellas voces) ha grabado para el sello Glossa la magnífica integral de libros de madrigales de Monteverdi (y asimismo la imperdible de Gesualdo, de quien se ha hablado también por estos pagos). Y es que, culebrones y cuestiones personales aparte, La Venexiana -que es lo que verdaderamente importa- constituye una referencia inexcusable en el panorama vocal de la música antigua.
Entre las dos versiones media, al menos, la evidente diferencia en el tempo. Las indicaciones de Monteverdi al respecto dejan carta blanca en la interpretación del Lamento della Ninfa; en todo caso, es posible que la versión que aquí se ha recogido de La Venexiana (hay otras en diferentes grabaciones: por ejemplo en La Venexiana Live in Corsica) resulte excesivamente lenta. La interpretación de Claire Lefilliâtre a mí me resulta decididamente hermosa y sensual, aunque la transparencia vocal de Rossana Bertini… Quid faciam?
Por último, si no quieren odiar a la Ninfa para siempre, les recomiendo que no escuchen las versiones de Montserrat Figueras (la mera mención de su nombre me estremece) ni de Natalie Dessay. Les advierto que su audición puede causar daños irreparables en el hemisferio cerebral derecho. Non mi tormenti più. Aquí les dejo el bellísimo texto del madrigal monteverdiano.

Amor, dov'è la fe'che il traditor giurò? Amor, dicea; il ciel mirando il pie fermò. Fa che ritorni il mio amor com'ei pur fu, o tu m'ancidi ch'io non mi tormenti più. Non vo' più ch'ei sospiri se non lontan da me; no, no che i suoi martiri più non dirammi affè. Perchè di lui mi truggo tutt'orgoglioso sta che sì, che sì, se'l fuggo ancor mi pregherà. Se ciglio ha più sereno colei ch'el mio non è, già non rinchiude in seno amor, sì bella fe'! Nè mai sì dolci baci da quella bocca havrà, nè più soavi -ah, taci, taci, che troppo il sa. (Miserella! ah più no, no tanto gel sofrir non può.)
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A cuidarse. Monteverdi for ever.

domingo, 30 de noviembre de 2008

NÈ MAI SÌ DOLCI BACI

Reviso fotografías, organizo recuerdos, desecho vivencias, ensalzo momentos. En este paisaje fui feliz, la lluvia bebía mis pasos con imprecisa ternura en aquel anochecer. Y aquella vista, su imagen redentora capturada con el último, lánguido pestañeo de la luz, junto al Sacré Coeur. Y la bajada y Montmartre y el restaurante con su pérgola y su aroma escondido entre las calles. Y al día siguiente el Pont des Arts, la cita inesperada con la Maga –que no acude, por supuesto– sin papel rayado ni dentífrico ordenado… y un Innombrable. Siempre lo hay, en todo tiempo y lugar.
También lo hay en este otro Pont des Arts, el de Eugène Green. París es la ciudad del abandono, es un pañuelo que se agita en el aire silabeando el adiós entre sus comisuras de algodón. En París el Innombrable se encarga de concertar los desencuentros a la sombra implacable de la música barroca. En todo desamor respira la banda sonora del desastre, su belleza forense y vigilante. Puede ocurrir que todo empiece y termine en Monteverdi. Yo una vez lo supe, como Sarah.



Ese inmenso madrigal es una flor prendida en la solapa perpetua del deseo, es la música que suena cuando una mujer vuelve a casa cada noche tras pasar horas en la mesa oscura de un café, mientras aguarda la epifanía que cambie el curso de sus astros, su deambular silencioso y agostado. Si el hombre apareciera por la puerta del café quedaría sin lágrimas la Ninfa en su lamento, la nieve parisina borraría las huellas del regreso desolado por el puente de metal… En Comme une image, de Agnès Jaoui, la ninfa Lolita que interpreta obsesivamente la plegaria de Monteverdi ante la indiferencia de su padre sólo escapa al desamor subiéndose a un lied de Schubert, como quien se sube a un tren en marcha. Lolita desconoce que se puede escapar del desamor pero no del melancólico veneno del genio de Cremona.
Hoy, 29 de noviembre, se cumplen 365 años de la muerte de Claudio Monteverdi. Esa delicada joya que es el Lamento della Ninfa a cuatro voces, y que forma parte de su Octavo Libro de Madrigales (Guerreros y Amorosos), un lamento que debía interpretarse "al ritmo del corazón, no al de las manos", vio la luz hace exactamente 370 años, cinco antes de la muerte del compositor. La fotografía que ilustra esta entrada la tomé furtivamente –está rigurosamente prohibido hacerlo– en su sepulcro de Venecia, en la octava capilla de la Iglesia de Santa Maria dei Frari. Para homenajear al Maestro en su aniversario les propongo que elijan entre estas dos versiones, bien distintas, o incluso entre estas dos y la que presenta Green en su Pont des Arts. Esta vez no hay trucos: sólo placer.




jueves, 20 de noviembre de 2008

CANCIÓN DE LLUVIA

Aprovecho la canción incesante de estas lluvias para desaparecer por unos días. En el agua se acoge siempre la semilla de una fuga. Les espero al otro lado del espejo. Hasta la vuelta.

martes, 11 de noviembre de 2008

NACIÓ...

... de nuevo este proyecto personal que cada vez es de más gente, y en el que he depositado altas dosis de cariño y emoción. Espero que no resulte cursi: es lo que hay.
Ahí dejo un par de imágenes de la presentación. En la primera, de izquierda a derecha, Jesús Cabezón (colaborador de la revista), Íñigo de la Serna (Alcalde de Santander), servidora (que se decía en tiempos pretéritos), Jesús Alberto Pérez Castaños (artista, ilustrador de la revista), César Torrellas (Concejal de Cultura) y Samuel Ruiz (primer teniente de Alcalde).
Los contenidos de la revista podrán verse aquí en cuanto tenga tiempo de actualizarlos... (indulgencia).


martes, 4 de noviembre de 2008

AND THE WINNER IS...

Llegó al fin la hora de desvelar los detalles sugeridos en el último post, una vez que hemos podido constatar que la gran ganadora de la propuesta ha sido la segunda versión. No obstante, la más famosa aria de La Flauta Mágica del salzburgués genial es precisamente la especialidad de ambas cantantes, por cuya interpretación las dos se han hecho justamente célebres.
En el primer caso, estamos ante una apabullante interpretación de la soprano alemana Diana Damrau. Interpretación apabullante –creo que queda a la vista sobradamente– en lo vocal y en lo dramático. Existe en YouTube otra versión de Damrau vocalmente mejor incluso que la que hemos visto, pero la toma de imagen de esta última era superior, y de ahí la elección. Aunque son muchas las cantantes que se han acercado a esta aria, y no con malos resultados, es obvio que el papel precisa no solamente de una voz de agilísimo cristal (el paradigma de Lucia Popp, que parece que está cantando como los ángeles en una adorable fiesta de cumpleaños), sino también de un temperamento que nos haga recordar ante quién nos encontramos. Algo que, por mi parte, sólo he encontrado en otra gran Reina de la Noche: Edda Moser. Hacer seis fas sobreagudos en staccato y no echarse a reír sino a temblar requiere de un tesón especial, y Damrau lo tiene. Vaya si lo tiene. Hay que ser soprano dramática de coloratura… y además de armas tomar.
En cuanto a nuestra segunda protagonista, se trata de la irrepetible Florence Foster Jenkins (1868-1944), acomodada dama norteamericana que dedicó una parte importante de su vida a los estudios musicales y en particular al canto, ya desde la niñez, aunque se desconozca el nombre y paradero de su maestra. Experta en el staccato matrimonial y sus coloraturas, se las arregló para que su santo marido contribuyera con su hacienda y propiedades al mantenimiento de sus extravagantes aficiones, a pesar de que éste intentó disuadirla repetidamente de cantar en público (desconocemos si se lo consentía en privado). Cuando murieron el padre primero y más tarde la madre de Florence, que eran los principales oponentes a su actividad faríngea, la hija –que contaba ya sesenta años, y que, como es natural, ya se había separado de su marido– se entregó por entero a su gran pasión, ofreciendo recitales con una cierta regularidad. Desoyendo las apreciaciones sarcásticas de los críticos, igual que había desoído previamente las de todos sus familiares más próximos, Florence continuó deleitando con su arte a un número de seguidores creciente. Su noche de gala, y también la de su despedida definitiva, tuvo lugar ¡¡en el Carnegie Hall!! el 25 de octubre de 1944. Justamente un mes después exhalaba su último suspiro, probablemente en paz, por haber hecho realidad la única frase suya que ha llegado hasta nosotros: “La gente puede decir que no sé cantar, pero nadie podrá jamás decir que no canté”. Pues es verdad. Florence Foster Jenkins había colgado el cartel de “no hay billetes” varias semanas antes de la celebración de su recital en el auditorio neoyorkino. Cantó y se la escuchó. Y aún seguimos haciéndolo.
Aquí, un regalo para la curiosidad de Bardamu: en su comentario, se preguntaba cómo sonarían ambas versiones a la vez. Vean, escuchen y degusten:

lunes, 27 de octubre de 2008

CUIQUE SUUM

Aquí dejo dos versiones de Der Hölle Rache, la deslumbrante aria de la Reina de la Noche en La Flauta Mágica de Mozart. Como es sabido, tras un revuelto de champiñón importante en que intervienen Pamina, Sarastro, Tamino y Monostratos, la Reina increpa duramente a su hija Pamina, exigiéndole que mate a Sarastro bajo la amenaza de repudiarla:

Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen,
Tod und Verzweiflung flammet um mich her!
Fühlt nicht durch dich Sarastro
Todesschmerzen,
So bist du meine Tochter nimmermehr.
Verstossen sei auf ewig,
Verlassen sei auf ewig,
Zertrümmert sei'n auf ewig
Alle Bande der Natur
Wenn nicht durch dich!
Sarastro wird erblassen!
Hört, Rachegötter,
Hört der Mutter Schwur!


(¡La furia del infierno hierve en mi corazón
la muerte y la desesperación arden en mí!
Si Sarastro no siente a través de ti
el dolor de la muerte
entonces ya nunca más serás mi hija.
Por siempre te repudiarán,
por siempre te abandonarán,
por siempre se destruirán
todos los vínculos de la naturaleza.
¡si no es a través de ti!
¡Sarastro palidecerá!
¡Oíd, dioses de la furia,
¡oíd el juramento de una madre!)


Les animo a que voten cuál de las dos versiones prefieren. Les aseguro que las dos van muy en serio. En el próximo post desvelaré los detalles pertinentes. No me hagan trampas... y disfruten.





martes, 21 de octubre de 2008

LA OREJA DEL EMPERADOR

Este domingo 26 de octubre se clausura la que sin duda puede calificarse como una de las grandes exposiciones de este año 2008: la dedicada al emperador Adriano en el British Museum de Londres. La exposición es magna por su propósito y sus logros, es magna por el retrato que sabe dibujar de una figura decisiva de la Historia de Occidente, pero es magna también, y en especial para nosotros, por aludir a un personaje que no sólo tenía evidente raigambre hispánica, sino que además hacía gala de ella. En efecto, Adriano, nacido en realidad en Roma (aunque algunas fuentes sugieren Itálica como ciudad natal), procedía de una familia bética, y la acuñación imperial de moneda se recrea en esta cuestión; una de las piezas más hermosas de la exposición del British es un espectacular áureo que presenta la efigie de Adriano en el anverso, y en el reverso una figura femenina con una rama de olivo en la mano, a modo de encarnación de Hispania. Y es que en el olivo está el quid de Adriano, de su ascendencia y de su imperio. El comisario de la exposición, el conservador Thorsten Opper, subraya la ascendencia surhispánica de Trajano, padre adoptivo de Adriano, que hizo de éste su sucesor alterando toda previsión, e igualmente pone énfasis en las raíces parentales del propio Adriano, cuya enriquecida familia no sólo dotó al Senado con varios miembros, sino que además estos mismos y otros de similares intereses y acomodo comenzaron a conformar una nueva elite senatorial bien distinta a la vigente hasta el momento. Y es que los productos mediterráneos, y en particular el aceite, proporcionaron una vida muelle a los béticos y sobre todo a las familias que dominaban el entorno… y pronto mucho más allá del entorno. Esa molicie permitió, a su vez, la excéntrica vida de Adriano –el primer emperador barbado, dicho sea de paso–, su desmedida afición a la caza, sus viajes y su gusto por lo griego –que le valió el apodo de Graeculus–, su tendencia a la literatura, la filosofía, la belleza… en combinación con un imparable cursus honorum y una mano firme en que se aunaron la violencia más implacable… y la ternura homosexual más desbordada: los mil rostros de un andaluz inmortal.
La exposición arranca y muere en la literatura: desde las célebres Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, cuyo manuscrito se exhibe en una vitrina como idea desde la que iniciar el itinerario, hasta los reflexivos versos Animula vagula blandula… atribuidos al emperador, con los que se cierra la muestra, flota en todo el montaje un homenaje a las palabras, también a las de los escritores clásicos, que sirven de lúcida guía por las diferentes secciones de la exposición. Excediendo a la palabra, la imponente presencia de Adriano, representada por los fragmentos de una monumental estatua del emperador de casi cinco metros de altura recientemente hallada en Sagalassos (Turquía): cabeza, brazo y pie hercúleos, que verdaderamente sobrecogen.
Guerrero. Soñador. Visionario. Las diversas facetas del emperador, hasta las más peculiares, se muestran en esculturas varias: la célebre cabeza juvenil en bronce extraída del Támesis en el XIX, además de otras imágenes en las que Adriano aparece bien con atuendo griego, bien desnudo con tocado marcial (y poco imperiales atributos), bien con toda la artillería militar encima y aplastando a un bárbaro de reducido tamaño, bien con gesto implacable, bien meditativo y ya maduro. En todas ellas, una nota común: un peculiar pliegue en el lóbulo de su oreja. Un detalle anatómico que permite especular con una enfermedad coronaria del emperador (es un rasgo frecuente en enfermos de esta categoría), quien, por lo demás, murió de muerte natural, ajeno a dagas y venenos: todo un logro en el Imperio Romano, a pesar de que no estaba personalmente bien considerado, según atestiguan las fuentes.
La exposición explora otros aspectos interesantísimos: la inclinación de Adriano por la arquitectura, incluso por el diseño individual, es uno de ellos. Su huella en la restauración del Panteón se ha perpetuado posteriormente en algunos edificios más que notables: San Pedro del Vaticano, Santa Sofía, Santa María de las Flores, la mezquita Suleimaniye, el frustrado Halle des Volkes de Speer… o la propia cúpula de la Reading Room del British Museum bajo la que, en una suerte de guiño travieso, se custodia la muestra adrianea. También se nos transmite la anécdota según la cual Adriano, al inmiscuirse en una conversación entre Trajano y el arquitecto Apolodoro de Damasco, fue enviado por éste a freír espárragos, o más exactamente “a dibujar a otro lugar sus calabazas”.
Como era de esperar, no falta un delicioso espacio dedicado a la Villa Hadriana en Tívoli, con una magnífica maqueta y un fondo con enormes fotografías retroiluminadas. Desde la Villa Hadriana nos adentramos de forma natural en el universo de Antínoo. Una fascinante escultura del mítico efebo de Bitinia permite explicarse por qué todo un emperador pudo caer de rodillas ante él. Demasiado hermoso para ser de carne y hueso… quién sabe.
Por allí, también, se exhibe la espléndida Copa Warren, con escenas homosexuales explícitas. Y frente a este entorno estrictamente masculino: el honor, la pudicia, la venerabilidad de Vibia Sabina, la esposa de Adriano, deificada a su muerte; la mujer de la que se dice que no llegó a consumar su matrimonio pero que, en cambio, mantenía relaciones lésbicas con alguna que otra amiga.
Entre todo ello, cascos, corazas maravillosamente labradas, vestigios de represión, de liderazgo político-militar y territorial (la ciclópea Muralla de Adriano del 122 que dejaba a los “bárbaros” al otro lado del Imperio), también de afectos paterno-filiales (el precioso camafeo de Trajano y Plotina, los retratos de Marco Aurelio y Lucio Vero niños)… y de reflexión sobre la muerte: un lugar en que reposar (el Castillo de Sant’Angelo) y unas palabras para la posteridad...
Animula vagula blandula
hospes comesque corporis
quae nunc abibis in loca
pallidula rigida nudula
nec ut soles dabis iocos.

domingo, 12 de octubre de 2008

AMORE

Va a ser verdad que el amor es una casa. Una casa levantada tan sólo para ocultar una pared, una pared tan sólo, una pared en la que están escritos los grafemas de una historia, la historia de un amor trazada con una mano en el aire suspendida, en el aire una mano como una sonrisa felina que se disuelve poco a poco, una mano como la que turbó a Belasar en Babilonia con su enigma, la mano y su caligrafía que entregó la ciudad entre ciudades a los persas y a los medos.
En esa pared todo está inscrito y el centinela amor vino después, a rematar su faena de arquitecto de las ruinas, cuando el fresco amor en la pared ya estaba muerto, a levantar paredes, otras, el resto de paredes postergadas por la pasión y su escritura febril, alucinada. En el amor siempre hay un antes y un después, igual que hay un edén y hay un infierno, igual que hay un cordel sobre el vacío y un vacío. Va a ser verdad que el amor es una casa, una casa que se sueña y que no existe sino cuando anochece en el amor, una casa que es túmulo donde honrar y custodiar cenizas, cenizas de una pasión que ardía sin tiempo de buscarse un techo. Siempre el amor que arde se consume a la intemperie.
Pienso en estas cosas leyendo a Manganelli, el autor de cordones malabares. Quiso Amore venir hasta mis manos en tiempo de ventisca, como un testimonio escéptico y sin embargo herido. Dice el italiano: “En las paredes de la iglesia fueron pintados grandes frescos. Me gusta pensar que los frescos son más antiguos que la iglesia. De entre todos, una figura especialmente me aflige y dolorosamente me consuela. Es una figura de espaldas, alta, cándida, guerrera, alada acaso, un ángel. He buscado el punto exterior de la iglesia correspondiente a la figura del ángel. Y dado que no hay allí rostro, he llegado a la conclusión de que la iglesia fue construida precisamente para borrar el rostro del ángel. En verdad, el único indicio que tengo yo de algún coloquio nuestro, de un estar juntos, es precisamente este negarme su rostro”.
La casa que al amor cobija es urna funeraria, iglesia simulada para un altar hereje. Y el amor: sólo un ángel que se extingue, atrapado en un muro embadurnado de albayalde. El amor es semilla y herbicida, es latido y mausoleo, un rostro vuelto. Amor le llaman, por ceguera, vesania o cobardía.

domingo, 28 de septiembre de 2008

UT PICTURA POESIS

Vuelvo a ver El Contrato del Dibujante, una de esas piruetas cinematográficas de Peter Greenaway por las que no ha pasado el tiempo, a pesar de contar con un cuarto de siglo a sus espaldas. Tal vez el secreto de su supervivencia radique en la esencia dramática de la película, exagerada y deliciosamente dialógica, con un vestuario hiperbólico y elocuente hasta el delirio. El Contrato del Dibujante sólo apela a los artificios cinematográficos en pos de la belleza, del horizonte impoluto hacia el que miran los personajes, buscándose desde la hojarasca sonora de la incertidumbre; todo lo demás, como la vida, es puro teatro.
En El Contrato, Greenaway, partiendo de un presupuesto horaciano –desarrollado en su célebre Epistula ad Pisones–, plantea la dualidad entre la percepción de la realidad en sí misma, despojada de cualquier contaminación externa o íntima, frente a la percepción en la que participa el conocimiento, que por fuerza se puebla de sombras acechantes. Quedarse en la mera superficie es placentero y rutinario como un atardecer, como el tintineo de las botellas en la cesta del repartidor cotidiano de la leche: el repartidor y el sol viven su tragedia en la indiferencia callada y liviana del mundo. Por el contrario, mirar con los ojos del conocimiento significa situarse en el camino engañoso de Tebas, someterse al dictado venenoso de una esfinge y –como bien sugiere Platón– adoptar la implantada visión de la memoria: sus lentes ahumados que enfocan por igual las victorias y la muerte.
El afamado dibujante Mr. Neville recibe el encargo sinuoso, por parte de la esposa y la hija de Mr. Herbert, de realizar una docena de dibujos de la mansión señorial a modo de regalo para el hacendado ausente. Mr. Herbert jamás llega a disfrutar del presente, porque muere asesinado en el camino de regreso. Neville, que peca por igual de jactancia y de ambición –es un personaje adicto a la hybris más tópicamente clásica– presume de ser capaz de plasmar la realidad absoluta en sus dibujos sin necesidad de apelar al conocimiento. Para ello dispone una inmovilidad petrificada en los doce escenarios elegidos para el retrato: no debe haber presencia humana ni vestigio alguno de ella ni alteración de ninguno de los elementos de la escena. Se inicia el cumplimiento del contrato, que acaba por resultar leonino. En los días siguientes, cuando Neville pretende rematar sus retratos, todo ha mutado sutilmente: un balcón está abierto donde se hallaba cerrado, una escalera surge donde antes no estaba, una camisa sustituye a una sábana secada al sol, objetos femeninos aparecen languideciendo entre los setos. La cuadrícula implacable de Neville amenaza con desmoronarse. Y el dibujante acepta el tour de force: recoge los cambios díscolos en sus dibujos, rompiendo su propia norma inamovible. Neville ignora que en el camino trazado entre realidad y conocimiento se cruza un puente que se quema. Neville no se percata de que asiste descubierto a un baile de máscaras en el que todos portan, salvo él, daga y antifaz.
Ut pictura poesis, decía el venusino. La poesía es también una fiesta de disfraces, de personajes que se emboscan en los recodos de una cuadrícula versal para saltar sobre el poeta. En el acto ingenuo que desafía a la inercia, en la ruptura de la cubierta apacible de los días, late algo que se aproxima a la verdad. En todo ballo in maschera hay un traidor minúsculo dispuesto a cercenar el espejismo del gran salón engalanado. Ese traidor es dibujante o poeta.
Cuando Neville, al fin, advierte el defecto enorme de su arte, sus conspiradores le abrasan los ojos con el fuego de una antorcha: guiño a la paradoja edípica de la luz que canta su albada en lo oscuro, como una dama amante y al mismo tiempo solitaria. Neville podría entonces, sólo entonces, trazar su dibujo más perfecto o escribir incluso un buen poema. Pero entonces, también entonces, lo matan. La ceguera es la premisa del poeta que verdaderamente quiere serlo; así ha sido siempre desde Homero. El arte encuentra su razón más honda en la tiniebla: lo que es no está a la vista. Y exponerlo a la luz tiene su riesgo.

viernes, 19 de septiembre de 2008

LA MANZANA...


... O EL PECADO

Como se ve, es una mera cuestión de alejamiento y perspectiva.

LOS TRABAJOS...


... Y LAS NOCHES


Recital en el Instituto Cervantes de Londres y fiesta posterior. Aunque no lo parezca, se les echó de menos...

miércoles, 13 de agosto de 2008

MEMENTO

Venecia es un pez, escribe Tiziano Scarpa. El escritor serenísimo, que traza un itinerario sinestésico de su ciudad en deliciosas páginas, alude al perfil de la bella en el mapa. Un pez colosal tendido en el fondo, dice. Seguramente sin pensarlo, Scarpa ha dado con otra identidad más epidérmica. Además de respirar calladamente bajo la densidad humanizada de sus aguas, la superficie de Venecia es lujosa, es una fiesta cuajada de lentejuelas seductoras y minúsculas. Mi recuerdo de la ciudad, de su tacto, es aún untuoso y brillante, como la piel de un rodaballo en el mercado, al sol de la mañana.
Lamento no haber encontrado este libro en mi camino hace unos meses. Sus palabras, ahora, no son más que un reflejo inasible, el balanceo de una góndola entregada a la deriva bajo el Puente cruel de los Suspiros. Me hubiera gustado ver ese capitel descrito por Scarpa, en la columna séptima del Palazzo Ducale, frente a la Biblioteca Marciana, su historia de amor y muerte: la pareja que se encuentra, se ama, procrea y acaba inesperadamente por enterrar su fruto. El hijo habido de ese amor se extingue con la intensidad de una metáfora. Los padres lloran. Me atrevo a pensar que no sabemos si lloran por él o por ellos. La mors inmatura del pequeño es un testamento apócrifo, la paletada de tierra sobre el féretro de una pasión inútil. La carnalidad es tantas veces un animal bifronte, un baile desolado, una danza de la muerte en una ciudad hermosa, bajo una noche sin luna.
Capiteles… y máscaras. Habla Scarpa de la moréta, una máscara estrictamente femenina consistente en un óvalo de terciopelo negro con orificios sólo para los ojos. Se sujetaba sin cintas, había que morder una especie de pomo, un botón proyectado hacia dentro, a la altura de la boca. De esta manera, las mujeres que se la ponían se veían obligadas a callar. No me ofendo. Es más: sonrío. De nuevo, como con su ciudad-pez, Scarpa es capaz de suscitarme un sentimiento paralelo. Memento. Siempre he pensado que escribir poesía se parecía bastante a eso: atisbar entre rendijas con los dientes apretados. La moréta. Un poema.

jueves, 7 de agosto de 2008

EL ARTE DE LA FUGA

El arte de la fuga es inversamente proporcional al arte del discurso. El fracaso de una fuga se evidencia en el hilo de Ariadna de la escritura, en la constelación verbal que, como el suicida sus palabras últimas, deja tras de sí el huido en la atávica esperanza de no fundirse sin retorno en el vacío. Acaso huir no sea más que el grito aterido de un náufrago a merced del oleaje, la llamada de atención sobre la carta final abandonada falsamente en el buró, quién sabe si el terror a la fragilidad del mundo escrito como antesala de la nada engastada en el mundo real. Un pavor semejante acometió a Magris al descender a los infiernos y dejar allí a su Eurídice, temeroso de regresarla a la ágrafa banalidad de esta otra orilla desde el cadáver exquisito balanceado por su Verde Agua.

*

La fuga, si no es arte, responde a la persecución, al destierro, al auto de fe. La fuga puede ser una corona de espinas entretejida en el tapiz tembloroso de la culpa. El inquisidor exige la cremación de la escritura delatora sin saber que la palabra nunca arde: sólo arde su cantor. E pur si muove. El inquisidor, obsesionado con la pureza impostada del fuego, ignora que la damnatio memoriae exige la escritura para ser letal y epifánica al tiempo, en un acto caníbal en que sólo unas palabras pueden redimir de otras, devorándolas con ensañada pulcritud.

*

En el principio no fue el verbo, sino la tachadura, esa rature que según Cabrera Infante anida en la literatura, como si en el hecho de escribir –o no sólo– la muerte precediera por fuerza a la vida. Todo lo demás en esa dama bifronte es litter: desperdicios. Al escritor fugado y execrado se le amputa el brazo, se le priva del cálamo, se le queman sus manuscritos, sus cartas. Al escritor fugado y execrado sólo le queda mirar hacia atrás, como un Orfeo paralizado nel mezzo del camin. Pero bajo la lengua esconde siempre su pastilla de cianuro, el libre albedrío de su divina tachadura.

lunes, 28 de julio de 2008

CURSUS HONORUM

Si algo sorprende de la civilización oriental, y de modo extraordinariamente gráfico en el cine, es el exacerbado sentido del honor y, con frecuencia en relación con él, la interiorización de la culpa, que desemboca en una catástrofe serena como forma de catártica limpieza y de justicia cósmica. En el occidente actual las películas o la literatura sobre el honor no existen. No pienso en el honor carpetovetónico de Don García ante su rey, ni pienso tampoco en el dudoso honor que preside las familias consagradas al crimen y al expolio. En esta parte del mundo el honor de andar por casa responde a la pregunta “¿qué dirán?” –cosas de la nietzscheana y obsoleta moral del camello–, pero donde nace el sol la cuestión es “¿cómo me veo?”. Y es que el honor auténtico, como la procesión, va por dentro. Algo difícil de entender por estos pagos, más acostumbrados a la demonización y al sacrificio de un culpable que siempre se halla afuera, bien visible, que a la comprensión y extirpación de la falta que habita en el corazón o el intelecto.
Pensaba esto mientras veía esa cinta del director coreano Kim Ki-duk, Samaria, también traducida para occidente como Samaritan Girl, aunque en realidad hay más de un samaritano en la película. Samaritana es la adolescente que redime a los hombres a los que lúdicamente se entrega antes de acabar defenestrándose; samaritana es su amiga y joven celestina, que renuncia a la equívoca, liminar devoción hacia su compañera, y que visita después a todos los clientes por ella aborrecidos para devolverles su dosis de placer y dinero en un herético via crucis de estaciones definidas en una agenda escolar; samaritano es el padre que, aun pagando con su propia destrucción, busca la asimilación y la expiación del delito en cada uno de los hombres que mancillan a su hija.
El judío detectaba en el samaritano un poso de rebelde paganismo que le incomodaba. Por ese poso le despreciaba y marginaba. En ese poso latía el honor como una medusa que arrastrara la corriente, una medusa que sobrevivió al cataclismo del Peloponeso y a la agonía etimológica de su civilización. Foucault hablaba de ese espíritu de resistencia griego en que alentaba “una verdad sin poder frente a un poder sin verdad”. Esa verdad insobornable hace del torturado Edipo –hacia él mira Foucault– uno de los personajes con más honor de la literatura de todo tiempo y lugar. Edipo ha devenido absurdo en el ajado ideario contemporáneo de occidente y a cambio un referente en la savia que corre por las venas del código oriental del ser. Pocos Edipos habrá más convincentes y al tiempo más incomprendidos que el Dae-Su trazado con maestría irrepetible por Park Chan-Wook. Esa gran tragedia clásica que es Old Boy causó estupefacción en los espectadores europeos, que no entendían por qué alguien se culpa por ver lo que no debió ver y por decir lo que no debió decir, por qué alguien busca la razón de lo que sabe que no querría saber, por qué alguien se arranca los ojos o la lengua por un horror que va mucho más allá de un mero hecho nefando, pues el horror está dentro de sí. Con razón Szentkuthy se despedía de Europa en su Renacimiento Negro, agitando el pañuelo como Antonio al despedir Alejandría.
El honor es una moneda ambivalente, es un ácido confuso que corroe sin discernir. El honor es un bumerán que nunca vuelve. En la persecución y defensa del honor los humanos pierden la vida o se pierden a sí mismos. No hay opción. La fruta del honor y la de la sabiduría penden de la misma rama, que vista desde lejos traza el perfil indomeñable del patíbulo. El mordisco, su conquista de dientes y saliva, sabe a menudo a una victoria efímera; la pulcra caligrafía con que se escribe a conciencia el ars moriendi.

sábado, 5 de julio de 2008

ACQUA ALTA

Algunas ciudades y algunas mujeres tienen en común el misterio que Ovidio deslizaba en su Ars amandi. Que el amante no vea los frascos desparramados sobre el tocador: el artificio embellece siempre que se mantenga en secreto. Amantes y viajeros son la misma cosa: arqueólogos alucinados en la noche y al alba asesinos en serie. En sus primeras horas la ciudad se torna una mujer astuta, se guarda del instinto animal del soñador despierto. El hombre es un dios cuando sueña y un poeta indigno en la vigilia. Con cantos de hechicera la ciudad encubre sus maniobras algo tristes de boudoir, los afeites indulgentes con su belleza ajada, las desnudeces sucesivas de su piel capeada por los años. Aquí y allá las huellas, ante la mirada cóncava de lares y penates. Los cercos de humedad son palabras maculadas que afloran a los labios cárdenos del tiempo, un discurso venenoso de cónyuge cobarde, la venganza enquistada de un beso que fue de amor un día y ahora ofrece el tacto y el sabor del óxido en su lengua.
En esa descomposición y en ese odio la ciudad levanta su reflejo airado, su identidad a merced del acqua alta. Sólo en las aguas –también en el amor más terso e imposible– nada es y nada se destruye. La ficción del lienzo que se agita es una presa etérea y codiciada; su memoriosa perfección, su seducción de réquiem. El viajero vaga por los canales tremolantes como un saqueador de tumbas, sin saber que el objeto de su expolio es la ceniza perfumada de los días.
La barca regresa y se detiene, ya sin pasajero ni equipaje. Su quilla oscura aguarda el tintineo de un óbolo, otro más, para sajar de nuevo el espejismo ondulado de las aguas.

viernes, 27 de junio de 2008

BOUDOIR

Yo no puedo darte más. Salinas lo decía. No soy más que lo que soy. Un pronombre solitario que te tiembla con mesura en la linde de la boca. Algo de carne, hemoglobina. El horizonte trabajado por tu vista cuando quieres soñar que estoy al otro lado que eres tú. Después desaparezco en tu falda, en tus tacones, en el cepillo que te acaricia dulcemente el pelo, en tu olor, en la blusa que te pones al abandonar la habitación, al dejar este espacio en el que soy no más que sólo esto, pero esto que te basta mientras tu ropa aguarda, con soltura, que le llegue el turno de ser yo. Y siempre llega ese momento y te quedas sin quedarte entre mis manos y todo vuelve al comienzo y al final, a la hora en que me llamas y me dices lo que me tienes que decir, y cuanto soy es entonces suficiente. Yo no puedo darte más. No soy más que lo que soy. Salvo ese instante único en que somos y nos damos un poema. Este poema. Tú y yo.

miércoles, 18 de junio de 2008

ENIGMA Y DUELO

Turandot es una pasión inútil, un reflejo inacabado, un perpetuo signo de interrogación. La partida de Giacomo Puccini privó de carne mortal a la princesa china y le dejó tan sólo un nombre como un arma, como un grito más allá de los hombres y los siglos, y una pregunta sempiterna como escudo. Turandot es centinela de una única palabra, aduanera de incursiones frustradas de antemano, frontera de viajes sin billete ni destino. Turandot requisa vidas, abre expedientes, coquetea con la muerte consciente de que el mundo se reduce a una palabra sola, a un golpe seco de tijeras en la rueca del decir. No hay amor en esa mujer, escribiría Kertész. Pero no. No hay amor en ese nombre.
Turandot. Ese nombre, el propio nombre, es un espejo insoportable. La tinta de su caligrafía es un líquido y negro descensus auerni, un pasaje desalmado a los dominios de la sombra. Allí, en aquellos campos del color de la ceniza, moran mujeres antiguas, mujeres para las que la carne fue una entrega, y tras la entrega fue la nada. O la guerra. La nada. Allí, en aquellos campos del color de la ceniza, ve Turandot el curso de la Historia, sus grafemas torneados de nombres pronunciados y acabados. Entre saber un nombre y pronunciarlo va un abismo; el mismo que entre el crimen imaginado y su consumación.
El nombre de la princesa china es la llave y la condena. En realidad, siempre la llave es la condena. Las puertas no están hechas para abrirse. Turandot es la llave y la condena, es la puerta y es la nada al otro lado de los goznes, es el enigma alevoso y su respuesta. No hay ni puede haber amor en la mujer que asesina con su nombre.
El príncipe Calaf posee su identidad pero la guarda, con celo y masculina presunción. Su nombre es su salvoconducto, su atisbo de un pacto, carne de trato donde el trato no es posible. Su nombre es la gallina ciega de los tiempos: lo normal. Turandot es en cambio la poesía, es la carta robada de Poe, es la daga encima de la mesa, es la muerte a los ojos de todos y sabiéndolo nadie: la coherencia hasta sus consecuencias últimas entre el haz y el envés del óbolo final.
Calaf se traviste en vil prestidigitador, en mago de baja estofa. No hay dignidad en él; tal vez amor, no dignidad. Del duelo de esgrima lingüística y letal entre Calaf y Turandot, entre la dictadura normativa del tiempo y el eterno retorno de la sinrazón poética, Puccini prefrió situarse al margen. La partida quedó en tablas y Puccini fue enterrado en Bruselas, víctima de un cáncer de garganta que no le permitía articular palabra.

sábado, 24 de mayo de 2008

EXILIO


Las máscaras aguardan en el limo
su turno de fulgores apagados.

jueves, 8 de mayo de 2008

CUERDAS PARALELAS

El tiempo y el sueño son dos paralelas que en el infinito se aman. Ambas se nutren del déjà vu, ambas están pobladas de victorias, de saqueos, de ruinas, de hierba crecida en el campo de batalla del desastre conocido. Ni el tiempo ni el sueño se valen del lenguaje para narrar su curso: el fragor de la lucha y de sus héroes se concentra bajo los párpados cerrados; el aedo, para cantar hazañas, no conoce otro bordón que el caos en que se despereza la voluptuosa poesía: esa moneda corriente –la poesía– entre ciegos que desconocen el lenguaje de los hombres.
Entre el tiempo y el sueño han transcurrido estos días, lejos de la escritura, cerca de la tierra. En ese tránsito la serpiente anual me ha dejado otra muesca en el tobillo; su confusión es su venganza, su rito es un ciclo, su reptar me acrecienta la edad y las dudas; en sus colmillos se aloja la juventud que huye, y su mordida es el trópaion que hincaban los antiguos en el teatro hospitalario de sus crímenes: la lanza de las horas que desafía a la brisa cruenta de abril, el lasciate ogni speranza que desliza su cicuta con discurso mudo por debajo de mis ropas, mientras desciendo veloz a la morada del vacío.
Como la nívea Venus de Delvaux, he dormido un sueño de arquitrabes imposibles, de suelo ajedrezado, de noche asesinada; mi muerte se ha cruzado en mi camino mientras me dirigía engalanada a la ópera en Venecia. Mi canapé violeta custodiaba palimpsestos que descifraba mi cabeza. Todo eso ocurrió mientras dormía, o quizá esté a punto de ocurrir. He despertado presa de mi propia voz, de la música rota de sus cuerdas paralelas. Un año más. Palabras en mi lengua. Y los ojos bien abiertos.

martes, 15 de abril de 2008

EL OMBLIGO DEL MUNDO

La relación entre la memoria del subsuelo y la luz del mundo se aloja en un cordón cortado. La palabra se reduce a ese orificio que remata el hilo de la vida y su costura, a ese hoyo pequeño por el que se filtran los suspiros de los muertos, las insidias de los dioses, los anhelos de los hombres. La palabra, su puntada certera en el centro mismo del tapiz, poco más al norte del origen, en una ruta peligrosa y necesariamente femenina. La palabra es un ombligo que ahonda en la tiniebla buscando la luz, la empuñadura de la daga que culmina el filo tortuoso de la creación, entre el conocimiento y el dolor, entra la profecía y el engaño, entre la ficción de la caverna y el curso de los astros, entre el extinto desmayo del águila y el amor caníbal del arúspice asesino. En ese ombligo délfico se cobija un beso implacable como el tiempo, sabio como el planto inquisitivo de una viola.
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domingo, 6 de abril de 2008

EL ORIGEN DEL MUNDO

Coloca la Pitia el trípode sobre la grieta que femínea y feraz hiende la tierra. La grieta alumbra un lenguaje mineral, balbuceos inconexos para el mundo, signos sujetos al cetro caprichoso del desorden. De la grieta mana también la poesía, la llama que titila en la caverna, en su lecho de roca, silabeando arcanos, dioses inmutables, el sino de los días por llegar, la música del tiempo. Rastrojos, pecios, barro con que la Pitia teje su canción, sus versos venenosos y traidores, la ambición sin tregua de los reyes, la esperanza indesmayable de los míseros. La adivina en su sede pare hexámetros; la grieta vaginal se expande y secreta sus fluidos escandidos. Cruzando el río destruirás un gran imperio, ha dicho. Creso, el tuyo, aún no lo sabes, y cruzarás el río, y al morir apresarás el sentido final de las palabras, conocerás, mientras fenece Lidia entera.
Es hermosa la mentira, es hermoso el poema apolíneo en su misterio. No. No es hermosa la mentira, es hermosa la tiniebla, en realidad, su tachadura. El poema es una mujer que aguarda a oscuras, entre sábanas, bajo un dosel, tras los opacos velos de la lengua. Apartando el velo llegarás a ella, podrás poner tu mano sobre ella, y ella hablará desde la poderosa entraña de la tierra: y al hablar cimbreará la Pitia su serpiente, su pitón entre los labios, la vate te dará su vaticinio, la poeta; te cantará la luz y te abrirá la muerte, te ceñirá su corona de laurel: la gran victoria.

Aquí los temblores de la tierra, el impactante origen del mundo: El Caos, de Jean-Féry Rebel, en versión de Marc Minkowski con Les Musiciens du Louvre.


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domingo, 30 de marzo de 2008

RUECA POÉTICA

El discurso es un hilo. La rueca se devana en un suspiro con que tejer antídotos, conjuros contra la erosión del tiempo. Cuando la palabra está vedada o no es posible únicamente resta el hilo y su mensaje minucioso, la tela que filtra un rayo de luz en el desván oscuro del silencio, el tapiz que puede ser también heraldo de la vergüenza y de la muerte. “La tela es un lenguaje puro”, decía Roland Barthes, quizá mirando hacia los clásicos, concibiendo en el arcano la pureza.
La rueca o el telar son armas de mujer, el instrumento en que tañer su música sombría, la tabla muda de la salvación en el piélago monstruoso; el varón, abstraído por el enfático fragor del lógos y la guerra, las desdeña. Sólo el cobarde aspira a hilar, el temeroso. Sólo el poeta –que en latín encubre sexo de mujer, como mujer era por fuerza la vate visionaria.
El poema se transforma en una malla, en una trampa, en una piedra aleve que a su vez –los griegos lo sabían– es un escándalo. A Heracles le alcanzó el escándalo de su tropiezo, su obstáculo nel mezzo del cammin, al entregarse a la rueca de Ónfale, a su labor de hilo femíneo, al desordenado poema de sus sábanas calientes y bordadas. La hermosa reina lidia le arrebató la maza y la piel del león nemeo y a cambio le entregó la poesía, la facultad de decir en el mutismo turbio de los gineceos. La sabiduría brota a menudo desde el miedo, o de la humillación; el filósofo es un hombre que vive en el terror, una mujer disfrazada y temblorosa.
El discurso, pues, es hilo, y el hilo es fuego lógico arrebatado a los dioses que confían. El lenguaje arde en la rueca y así expugna el laberinto del rey Minos con su ovillo iluminado o quiebra el toque de queda del verbo viril empapelando el gineceo, sus celdas, con consignas encendidas que instan a la rebelión. Scherezade se subleva en el oriente y teje historias; Clitemnestra se subleva en occidente y teje alfombras. Ambas coquetean con madejas sustraídas a la muerte, ambas –ellas son dos, ellas son todas las mujeres– saben que el silencio es el precio puesto a sus palabras. Ambas son arañas y asesinas en potencia. Tal vez poetas. Su verbo es una sierpe, daga letal, un rayo breve. Littera victrix.

domingo, 23 de marzo de 2008

MÚSICA Y SEMILLA

El 3 de diciembre de 1917 la galerista Berthe Weill cruzaba, entre risas y también imprecaciones de los transeúntes, desde el 50 de la parisina Rue Taitbout hacia la comisaría de policía que se hallaba justo enfrente de su espacio de arte; Berthe Weill cruzaba la calle por indicación expresa del Comisario, y cruzaba con una mueca que oscilaba entre la sorpresa y la sonrisa. En el escaparate de Chez Berthe se exhibía un desnudo, salido de los pinceles de un artista italiano que en aquella muestra paladeó la única y efímera exposición individual que realizó en toda su vida. El Comisario instó a Berthe Weill a retirar inmediatamente el desnudo de la comunal contemplación y a someter al ostracismo al resto de desnudos que se albergaban en el interior de la galería, unos treinta entre lienzos, dibujos y grabados, so pena de su requisa forzosa. En la surrealista conversación entre los dos personajes, que recrea Klaus Honnef en El arte como negocio, se desliza la clave que causó el escándalo entre los viandantes de la Rue Taitbout: el vello púbico –más público de lo debido, al parecer– que exhibía sin complejos la dama del cuadro en cuestión. Aquella sombra oscura adormecida sobre la encendida, impensable roja piel de una mujer, quebraba el ideal asexuado de la ebúrnea carne femenina. El vello impúdico era la conciencia del invicto ángel caído, de la mortalidad del mundo, el punto de fuga de una existencia apacible, el Maelstrom del que se emerge no más viejo pero sí más sabio.
Léopold Zborowski, marchante y poeta, fue quien impulsó la frustrada muestra de Modigliani en la galería de Berthe Weill, una galería en la que ya habían expuesto Matissse, Picasso o Derain. Weill, movida por la piedad hacia el entusiasta marchante y el artista empobrecido, acabó comprando por pocos francos a Zborowski cinco de aquellos desnudos anatematizados para su colección particular. Uno de ellos se vendió por más de 27 millones de dólares en 2003.
Zborowski, como buen poeta, estaba fascinado por el peculiar discurso de la carne intensamente carmesí de los cuadros del Cisne de Livorno; el hondo, cósmico, primigenio lenguaje de aquella epidermis inusualmente tintada, debió de parecerle un poema inacabado trazado por la mano de los siglos. A Modigliani el arcano lenguaje de la poesía y la literatura no le era ajeno. Además de su vínculo amical con Zborowski, había mantenido relaciones amorosas con Anna Akhmatova, Eleonora Duse o Beatrice Hastings, todas ellas ligadas al ejercicio o al cultivo de las letras, y a Amedeo se le podía ver por las tabernas recitando a Rimbaud y D’Annunzio (con quien compartía los versos y también a la Duse).
Y sin embargo, en los desnudos de Modigliani se me antoja que hay más música que poesía. Hay quien dice que la música es femenina, más persistente que la memoria y al menos tan inmediata como el mundo. Los cuerpos de mujer de Modigliani son violines memoriosos y elocuentes, más allá de la semejanza formal obvia entre sus curvas con que fantaseó Man Ray. De la carne roja y caldeada de un violín sobre una sábana –carne roja de un desnudo en el orden caótico de un lecho– emerge una sacra melodía inaprensible que remite al origen, a un principio de vida que calma la instintiva sed del hombre, a un territorio recoleto donde las palabras aún no son, porque las palabras–dice Agamben– son la antesala de la muerte.
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La música es anterior al lenguaje del mismo modo que la luz precede a la tiniebla o la vida al óbito o la mujer al varón –mal que le pese a la iconografía cristiana– o el agua a la clepsidra. En los cuerpos tenuemente iluminados de Amedeo se aloja el resplandor de la caverna, el mito insatisfecho de la tierra. El monte bruno custodiado entre las piernas femeninas es ese puente del violín en que febril se gesta una sonata: la música de la semilla, del ser y de la huida.
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Versión para violín solo de la Tocata y Fuga en re menor de J. S. Bach, por Andrew Manze.


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viernes, 14 de marzo de 2008

PARTIDA

Estaré ausente unos días. Partir en busca del pasado, del sonar antiguo de los mismos pasos en otra ruta que se torna siempre idéntica. Nos hallamos al acecho en cada viaje. Cada kilómetro una pérdida, un misterio. Esa extraña forma de encontrarnos. Hasta el regreso.

jueves, 6 de marzo de 2008

PALLIDA VICTRIX

En el lecho revuelto se cobija el orden. El orden de la vida que no extravía su curso, el orden de la noche en la luna fatal del tocador, el orden de las manos posadas en los frascos, posadas en el libro, en el interruptor que frágil rompe el hilo que une la luz y la tiniebla. La perfección de una cama intacta en plena madrugada canta una taimada letanía del desastre o de la ausencia, la serenata de un tiempo que es ajeno y, a veces, distante. La colcha impoluta, la almohada sin huellas, balancean su clepsidra con sarcasmo, como la Pitia destila el veneno de su verso augur entre los labios. Esa elocuencia luminosa, amenazante, del vacío, de lo oscuro. El vaticinio del lecho solitario, de la adivina insolente y enigmática, son un acto preterido y consumado que mira hacia el presente del futuro, un duelo de espejos enfrentados en que el reflejo de uno es la muerte y resurrección del otro, su multiplicación sin fin. El pasado nunca nos lega la ausencia de lo que fue, sino el peso de lo que hoy no es ni será nunca, esa línea horizontal perfecta, fractal, insoportable. En esa línea, en ese lecho blanco, se rompe el mundo, su cubierta serena y apacible, su locura.
La cama inmaculada es una llave cuya cerradura se ha perdido; su puerta evanescente. Del otro lado está la casa, oculta y verdadera, decía Borges. Sólo hay que penetrar esa morada nueva, con esa llave cuya lengua es de signos que se trazan en la arena.

lunes, 25 de febrero de 2008

DOLOROSA GIOIA

En su bitácora siempre plena de tesoros, rescataba Antonio hace unos días el fragmento de una película del alucinado Werner Herzog, Muerte a cinco voces, viaje fantasmal al escenario de la Italia del siglo XVI en que música, pasión, dolor unen sus pasos. En la cinta la locura mora en frondas y palacios, en calles empedradas en que la truculencia del honor es hábito bajo el que crepitan los sentidos más voraces. El espectro torturado y delirante de la bellísima María d’Avalos clama su nombre mancillado en las estancias desoladas y umbrías, estancias en que sólo la leyenda del príncipe asesino de Venosa hace presagiar algo nefando, algo distante del frescor que empapa las baldosas sonoras con su musgo, que gotea en la herrumbre alojada en los postigos memoriosos. La aventura de Herzog es el eco de unos pasos convocados en la ouija, pasos fascinados por el sexo y el espanto que emparentara Quignard. Bien lejos queda la húmeda, neblinosa recreación del alemán, de aquella otra que hiciera Cortázar –un Cortázar ya cansado, con la Dama soplándole en la nuca– en Clone, con el ábaco en una de sus manos y las cajas chinas en la otra, jugando a los reflejos y a los números fatales en un laberinto perverso en que los cálculos de la Ofrenda Musical de Bach y los madrigales del príncipe Gesualdo conducen a la inexorable perdición. El amor tiene su matemática, también la muerte, y en esa matemática confluyen con la música, la banda sonora de la ruina.
Antonio, con talante generoso, tuvo a bien ilustrar el pasaje de Herzog con un poema mío dedicado al de Venosa, O dolorosa gioia:

Es tan dulce la voz del príncipe asesino
aéreas las notas con dedos deudores
trabadas. No pesan.
Escribe palabras de amor sobre papel pautado
las líneas expectantes son como su propia vida
o incluso la de otros
eternamente largas salpicadas
de compases de ambición muerte o dolor.
Manos notas negras para promesas cándidas
notas derramadas entre el sonar de sangre antigua
cárdenos fragmentos sacrilegio
para otro irrepetible
inmaculado
madrigal.


El dolor y la alegría confundidos fueron moneda de cambio habitual en la vida amorosa de Gesualdo, y sospecho que también las dos caras de su óbolo a la hora del trayecto decisivo de Caronte. El príncipe acabó por invertir tal calderilla en madrigales:

Se vi duol il mio duolo
Voi sola, anima mia,
Potete far que tutto gioia sia
Deh, gradite, il mio ardore
Ch’arderá lieto nel suo fuoco il core,
E quel duol che vi spiace
In me sia gioia, in voi diletto e pace.

(Si te duele mi dolor,
sola tú, alma mía,
puedes hacer que todo sea alegría.
Ay, acepta este mi ardor,
que arderá jubiloso el corazón en este fuego,
y así el dolor que te disgusta
se torne en mí alegría, placer y paz en ti.)

El buen amor es así, doloroso e intenso”, me dice un alma bella, como si tradujera en sus labios sin saberlo los versos delicados de Gesualdo. Pero el dolor puede alcanzar la herida del desdén o del engaño, la intensidad el color de la sangre y de la muerte; la pasión puede llamarse amor u honor. La hermosa María d’Avalos fue repetidamente acuchillada por su esposo, el joven Príncipe de Venosa, y con ella su amante, el Duque de Andria; sus cuerpos fueron abandonados a la puerta del palacio ofendido por el desdoro conyugal y se dice que incluso el cadáver ajado de María fue objeto de necrofilia por parte de un religioso que por allí pasaba. Los escabrosos detalles del proceso (la planificación por parte del príncipe, el ensañamiento, la crueldad), por lo demás inconcluso, no bastaron para cuestionar el derecho del esposo a la reparación infame de su dañada honra. Tras los funestos acontecimientos, el príncipe Gesualdo se retiró a su castillo familiar, volvió a casarse circunstancial e interesadamente con una D’Este y emprendió una vida dedicada al encierro y a la música, sazonada de vez en cuando con incursiones extramatrimoniales –estas al parecer no deshonrosas– de las que obtuvo algún hijo natural. Sus descendientes legítimos murieron prematuramente, y la melancolía y la extravagancia hicieron presa en Gesualdo, que comenzó así a cultivar en sus composiciones su favorito oxímoron: la dolorosa alegría. En agudo dolor y sin ventura acabó sus días, vencido por una penosa enfermedad.

S’io no miro non moro,
Non mirando non vivo;
Pur morto io son, nè son di vita privo,
O miracol d’amore, ah, strana sorte,
Che’l viver non fia vita, e’l morir morte.

(Si no miro no muero,
no mirando, no vivo;
por lo tanto muerto estoy, mas no de vida privado.
Oh milagro de amor, ah, extraña suerte,
en que vivir no me da vida y morir no me da muerte).

Los madrigales de Gesualdo, aparte la notable seducción que han ejercido en los músicos contemporáneos –Stravinsky, Schnittke, Avalos, Sciarrino, Hummel– por sus particulares cromatismo y disonancias, albergan un misterio inquietante, un tormento que exhalan incluso las interpretaciones más pausadas y alejadas del exceso. Las tensas voces de Gesualdo encierran el tenebroso encanto del sinuoso manierismo, su tragedia de rostros y manos imposibles, el gesto afilado de la muerte sentada con sarcasmo ante su rueca. La alegría del príncipe asesino es una daga agazapada como el fatum se agazapa en un cuadro de Holbein, invocando la aritmética infalible de la muerte.

Escuchar Moro, lasso, al mio duolo. Rinaldo Alessandrini, Concerto Italiano.


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sábado, 23 de febrero de 2008

PREMIO

Morgenrot desde su estimulante bitácora ha tenido a bien otorgar el Premio Arte y Pico a este Hablemos de Victorias, al que con su generosidad habitual ha calificado como “blog exquisito en continente y contenidos”.
Agradezco el premio pero, sobre todo, me apetece expresar mi abrazo y gratitud a Morgenrot por su particular opinión acerca de esta casa.
El premio implica la transcripción de las bases…:

1) Debes elegir 5 blog que consideres sean merecedores de este premio por su creatividad, diseño, material interesante y aporte a la comunidad bloguera, sin importar su idioma.
2) Cada premio otorgado debe tener el nombre de su autor/a y el enlace a su blog para que todos lo visiten.
3) Cada premiado/a, debe exhibir el premio y colocar el nombre y enlace al blog de la persona que la ha premiado.
4) Premiado/a y premiador/a, debe exhibir el enlace de Arte y Pico, para que todos sepan el origen de este premio.
5) Exhibir estas reglas.

…en las cuales me voy a permitir introducir una pequeña variación, en concreto en la primera: mis bitácoras elegidas, todas, se encuentran en la sección Imperdibles del lateral de este espacio. Espero que los lectores las visiten –todas merecen como mínimo café y galletas– y concedan sus propios premios.

domingo, 17 de febrero de 2008

PORCELANA NEGRA

Me pide alguien que le recomiende un libro de “uno de los grandes”: Yasunari Kawabata. Kawabata el esteta, el solitario, el maestro de generaciones, el generoso deudor del Genji Monogatari. Por no caer en la ya obvia y consagrada Lo bello y lo triste ni en la tal vez excesivamente temprana y fresca País de nieve, creo que Mil grullas exhibe destellos de la que será la obra más definitiva, hermosa y fascinante de su autor: La casa de las bellas durmientes.
Entre País de nieve y Mil grullas media una diferencia temporal importante, una veintena larga de años que refuerza la elegancia en la reutilización de determinados recursos y a la vez la diferencia en el planteamiento de una historia. Menciono recursos reutilizados y no me refiero a una reincidencia vulgar, sino a una seña de identidad del escritor de Osaka: la maestría en el empleo de la transparencia, de lo sugerido, de lo nunca consumado; un recurso que llegará a su culmen en La casa de las bellas durmientes, donde los protagonistas son la oscuridad, el sueño y el deseo: tres intangibles sublimes. En el caso de Mil grullas me parece importante destacar su excepción con respecto al modo de narrar habitual de Kawabata. Y es que el gran artesano del silencio nos presenta en esta ocasión una novela sustentada en los recodos –en las inflexiones y las sombras, ese concepto tan intrínsecamente japonés– de un diálogo incesante que ocupa toda su extensión; extraña cosa. O no tanto, tal vez, si pensamos que Mil grullas nació en un comienzo como serial publicado por entregas en la prensa, entre los años 1949 y 1951.
Parece que Mil grullas, en cuanto título, debiera dar la clave –la llave etimológica- de acceso a la novela. Mil grullas remite al anhelo de la perfección estética, a lo volátil del deseo, a la presencia de lo irrealizable. Mil grullas hay en el dibujo del pañuelo de una joven que se desliza como una sombra en una sola aparición por la novela, una joven que encarna un ideal que, aun al alcance de la mano, se deja escapar; quizá por demasiado perfecto, por demasiado imposible. Esta es una de las tesis de la novela y, sin embargo, no parece la principal tras la lectura; antes bien, se antoja un contrapunto tan luminoso como efímero. Porque la obra, en realidad, es una historia sobre el negro, sobre lo cruel, sobre el dolor oscuro, sobre el no estar de los que están, sobre la negra porcelana del tiempo y del deseo más tirano. Kawabata, con su deliciosa –¿perversa?– sutilidad, ha dado otra vuelta de tuerca a Tanizaki, y la oscuridad de la que éste predica su sigilosa belleza, se convierte en aquél en ineludible fatum.
La novela comienza con la visión turbadora y un tanto traumática de una gran mancha negra en el pecho de una mujer. La terrible posibilidad de que esa mujer amamante a un niño, modelando y deformando así su primera visión del mundo, gravita tácitamente sobre toda la novela; y de hecho, la contemplación casual de la mancha por parte del protagonista –Kikuji– siendo niño, pesa sobre su propia concepción de la sensualidad a lo largo de todas las páginas de la obra. Esa mancha se extiende como un designio funesto sobre el comportamiento no sólo de Kikuji, sino del resto de personajes de la historia, incapaces de sobreponerse a la perfidia venenosa que la oscura marca representa.
La misma perfidia se agazapa en los negros tazones de té, testigos mudos del tiempo y de las silentes filigranas amorosas prendidas en los labios de quienes en ellos bebieron. Los tazones están por encima de la muerte, del erotismo y de la vida. Kikuji lo vislumbra hacia el final de la novela: “La vida de mi padre fue sólo una pequeña parte de la vida de un tazón de té”.
La negrura de la laca o de la piel, frente al resplandor iridiscente e irreal del inasible pañuelo de las grullas, sirve de metáfora exquisita a Kawabata para hablar no tanto de la muerte como de los desvanes del mundo, de las sombras que presiden la existencia. Una reflexión serena e inquietante como la serena e inquietante lucidez de una flor recién cortada.

martes, 12 de febrero de 2008

FIEBRE

Territorio cálido de soledad. Tras la tempestad viene la calma, o algo que se le parece. Es el calor prestado de la música, de las palabras, cuando son algo más de lo que son divisados desde el lecho, desde el ojo de buey del oscilante camarote. La fiebre es dócil, complaciente; es una dama cortés que sirve té y naranjas al invitado solitario, le da conversación, le lleva al cine, le agasaja con su danza carmesí, su zarabanda cortés pero inflexible que no admite la postergación ni el rechazo.
La fiebre saca a su amante de la historia, del tiempo de los hombres. En el éxtasis suceden balnearios de montaña, artificiales paraísos, novelas inacabadas, cuentos crueles. El retorno de ese viaje deja un cerco, un grito blanco, como la ausencia de una alianza abnegada entre los dedos.

lunes, 4 de febrero de 2008

LOS MISTERIOS DEL HEREJE

El enigma es el hombre. Tras una existencia cumplidamente convencional se oculta las más de las veces el misterio de los cabos sueltos. La memoria que nos libera de la sed, como dice Giorgio Colli, que nos torna dioses sin tiempo en lugar de mortales con las monedas contadas, refulge pálidamente en la superficie de una lápida, pero es la gran ausente de las biografías. Lo convencional es un recurso literario, un ejercicio de estilo patafísico para una prosa sin vestigios aparentes de originalidad. O tal vez se trate de lo que ha apuntado Agamben al trazar perfiles para el genio: ese pájaro posado en el hombro del espíritu, esa lechuza del alma que es el genius, no siempre se lleva bien con los resabios del ego más visible. El genio, pues, sepulta al hombre, jibariza su carne y se refugia en el arcano.
De Heinrich Ignaz Franz von Biber, de quien Juan Manuel Macías me pide unas palabras –no sé si estas le satisfarán–, se sabe poco y lo que se sabe debiera ilustrar más sobre la sombra que sobre el caminante. El octosílabo perfecto de su nombre es un espejismo literario, una ficción borgiana: Biber nació en 1644 como mero Herennicus Pieber –hijo de cazador, bohemio de raíces germanas y filiación latina: un no land’s man zarandeado por musicólogos autriacos y alemanes–, lo que fuera tal vez un heterónimo, un cuerpo apócrifo para la vida cubierto por los jirones desmadejados del arte y sus insomnios. Después todo fue una deserción, un viaje en pos de una tierra prometida. En Salzburgo encontró su acomodo decisivo el músico en quien Bach posara la memoria de sus ojos cincuenta años más tarde, al escribir su impecable Chacona de la Partita Segunda en re menor para violín solo (BWV 1004). Allí, en la ciudad de la sal, murió Biber –ya Von–, acicalándose para su última cita, en los alrededores del inminente y mítico Café Tomaselli; hay quien dice que se sentó en la misma mesa que Mozart, Von Weber, Bernhard o Karajan, pero esto no es posible, porque el Tomaselli tardó aún varios meses en abrir sus puertas a los salzburgueses y a la música.

Progresivamente fue Biber escalando puestos en la consideración imperial: Leopoldo I le obsequia con un collar de oro por la ejecución de las excepcionales sonatas para violín que un siglo más tarde conmocionaron a Charles Burney (“De todos los intérpretes de violín del último siglo, Biber parece haber sido el mejor y sus solos son los más difíciles y llenos de gracia que puedan encontrarse en cualquier música del mismo período que yo haya visto”, Historia General de la Música, 1776), obtiene en su cuarentena el anhelado título de Kapellmeister en la corte salzburguesa y a quince años de su muerte es ennoblecido como Biber von Bibern por el emperador, al tiempo que se le procura sustanciosa asignación crematística y doméstica (vino, pan y leña). Capas sucesivas para el corazón de la cebolla.
En todo ese tiempo, rodeado por la música en sus detalles más nimios –su esposa se apellidaba Weiss y una de sus hijas se llamó Anna Magdalena–, el compositor alumbró sus Misterios del Rosario (se calcula que en la década de los 70, alrededor de los 30 años de edad) y perdió a siete de sus once hijos, quizá dos de las claves más interesantes de su vida, en lo profesional y en lo personal. ¿Cómo afronta un padre, Herennicus Pieber, aun en los finales del siglo XVII, la partida definitiva de siete de sus vástagos? La religión debió de suponer un consuelo: Biber y su esposa pertenecían a sendas hermandades activas en Salzburgo. Sin embargo, la religiosidad de Biber (de la que tal vez provengan sus impostados Franz e Ignaz) resultó ser harto peculiar, y ello cristalizó precisamente en sus Misterios del Rosario, que supone una obra bien lejana de los presupuestos católicos del momento.
El Rosario es, por su etimología, un jardín o conjunto de rosas; en su significación religiosa, cada Ave María recitado implica una rosa de ese jardín, que se corta para ofrecerla a la Virgen. La rosa… que es con probabilidad la flor más plena de paganos significados amorosos de la civilización occidental: heterodoxa celebración virginal. Por lo demás, los Misterios del Rosario no presentan afección a las formas tradicionales de la música litúrgica. Quizá la scordatura característica del quehacer biberiano (esa forma de poder interpretar lo ininterpretable violentando las cuerdas del violín), junto a la sucesión de preludios, zarabandas, gigas o gavotas, sean los elementos que dotan de espectacular y atemporal osadía la deslumbrante obra ¿religiosa? del compositor bohemio. A ello habría que añadir la sensación etérea, remisa al corsé ritual, que respira en los Misterios, ligereza que pudiera responder a las veleidades del intérprete de no ser por el exacto orden formal que en realidad subyace a la composición. Una suerte de inusitada lucha entre eros y thánatos, entre dolor y placer, entre libertad y contención. ¿Cómo es posible?
Pero los Misterios, a la par, lo son también por las oscuras preocupaciones matemáticas que en ellos se detectan. Al igual que las geometrías de Spinoza inundaron los cuadros de Vermeer, la aritmética de Leibniz se agazapa en el Rosario biberiano: las 496 notas de La Anunciación encarnan uno de los números paradigmáticos de la perfección y en la sonata de La Resurrección se contabilizan 33 notas (edad del óbito de Cristo) en el bajo inicial de la composición. No en vano afirmaba el amigo Gottfried de la música que era exercitium arithmeticæ occultum nescientis se numerare animi (“ejercicio oculto de aritmética del alma, que no sabe hacer el cálculo por sí misma”).
¿Algo más que “mera música”? Herennicus Pieber, el hábil y enmascarado hereticus, nos está escamoteando la respuesta y nos la ofrece cifrada con indescriptible belleza. Hagan juego.

Escuchar La Anunciación (Sonata I). Versión: Odile Edouard, violín barroco; Freddy Eichelberger, órgano; Alain Gervreau, violonchelo; Pascale Boquet, tiorba; Angélique Mauillon, arpa. Sello K617.


Pueden comparar con la versión ya clásica de Reinhard Goebel, Phoebe Carrai, Konrad Junghänel y Andreas Spring, que se encuentra editada en el sello Archiv, y que les presento aquí:



lunes, 28 de enero de 2008

UN DIARIO

En estos días me ovillo en la canción de hilo que devana un animal extraño: se trata de un Diario. El libro ha llegado hasta mis manos como sirena adormecida, varada en cualquier playa, maltrecha por el fluir de las mareas; sirena escriba de epístolas caligrafiadas con amor y sin destino, sirena de cabellos devorados de sargazos y de labios cercados por tonadas mudas que no llegaron a extraviar a navegante alguno. El Diario es baja lira con que tañe la música feroz que acecha en los mástiles vacíos; la música, también, del niño que finge la muerte -como cuenta DeLillo que hicieron en su infancia Thomas Bernhard y Thelonius Monk- atrincherado en un oscuro camarote embestido por el sonar de las olas memoriosas.
Las palabras de un Diario circundan al lector con la presión suntuosa de la liga en una media negra de mujer, su elocuencia demorándose en el muslo poderoso, descendiendo hasta el tacón, la aguja en que la pierna desafiante se entrega, al fin, y se desmaya. Los recuerdos de un Diario se recrean en la carne que palpan, que recorren, y a la vez nos dan la espalda, como el hombre que se aleja para siempre en la cadencia sepia de su abrigo, robando en su maleta el eco de unos pasos, de unos besos de carmín en una blusa agonizante en el confín del vestidor.
Naturaleza muerta, hermosura entomológica de mariposa inmóvil, traspasada, sufriente. Aquella imagen forense de Buñuel. El escritor es el muerto en su escritura, dejó dicho Foucault. Las escamas fechadas, clasificadas y ordenadas del Diario desgranan una piel confusa y dolorosamente demudada, la piel que en su abandono deja a un ser en carne viva alanceada por el sol –ese sol que quema y saja, como abrasa el fulgor secreto de un poema– para nacer en otras alas, otro vuelo: el que ahora se custodia con sagrado temblor entre mis dedos.

domingo, 20 de enero de 2008

BLANCO Y NEGRO

Los confines son previsibles, calculables, numéricos, también capciosos, como una estadística, que encierra en sus fórmulas el error y su envés –algo parecido a la posibilidad de que exista la verdad, y sobre todo de que sea mensurable–. El paisaje que se abarca con la vista bien puede ser un tablero de ocho por ocho, una prosecución de casillas en blanco y negro, como ojos abiertos y cerrados que se alternan. El tablero es un enigma no resuelto, una cortina entreabierta: de no haber verja palpable, las casillas podrían ser no sesenta y cuatro, sino ochenta y una o cien o ciento veintidós o un múltiplo simplemente impronunciable, como la cantidad de grano que obtuviera Sissa de su rey. El tablero es un pedazo infinitesimal del mundo, es un destello fractal de una sucesión que podría ser interminable –nunca eterna–, es una pesadilla que Escher se apresura a destruir derribando los límites y transformándolos en pájaros, castillos, figuras mitológicas que se pierden en el no dejar de ser.
Por esa utopía inacabadamente misteriosa que aun siendo no acaba de hallar su lugar, el número es la muerte y el tablero su emisario más perverso. El tablero es la escala del amante que con peldaños contados piensa alcanzar en breve el rostro amado y en cambio ve cómo a un solo paso se aleja su gesto cuando interviene la guadaña aleatoria de la Dama. El tablero es la promesa de un combate perdido de antemano. Lo sabía Jorge Manrique al poner su vida en él. Lo sabrá más tarde el hidalgo Antonius Blok al jugar su primera y última partida de ajedrez. Lo supo antes que ambos el Rey Sabio: su postrer libro, escrito poco antes de morir, fue el Libro del axedrez et tablas… Quizá incluso ya pensaba en ello el césar cuando dijo “la muerte está echada”; siempre he creído que la confusión convencional de la m por la s no puede ser más que el apócrifo de un fascinante escriba usurpador…
Según Hegel, el hombre es el animal que reúne en sí las cualidades de la muerte y la palabra. Die Fähigkeit des Todes… La muerte decretada por los números evita la adquisición de reflejos condicionados en el hombre (es decir: la indiferencia ante lo que no es preciso adivinar) con la ficción cruel del tablero y su taimada cháchara. En ese diálogo –albus nigro lupus– el jugador (el prisionero, le llamaría Omar Khayyam) ensaya estrategias, aperturas, defensas invariablemente reiteradas. El final de la conversación es de todos conocido.