Reviso fotografías, organizo recuerdos, desecho vivencias, ensalzo momentos. En este paisaje fui feliz, la lluvia bebía mis pasos con imprecisa ternura en aquel anochecer. Y aquella vista, su imagen redentora capturada con el último, lánguido pestañeo de la luz, junto al Sacré Coeur. Y la bajada y Montmartre y el restaurante con su pérgola y su aroma escondido entre las calles. Y al día siguiente el Pont des Arts, la cita inesperada con la Maga –que no acude, por supuesto– sin papel rayado ni dentífrico ordenado… y un Innombrable. Siempre lo hay, en todo tiempo y lugar.
También lo hay en este otro Pont des Arts, el de Eugène Green. París es la ciudad del abandono, es un pañuelo que se agita en el aire silabeando el adiós entre sus comisuras de algodón. En París el Innombrable se encarga de concertar los desencuentros a la sombra implacable de la música barroca. En todo desamor respira la banda sonora del desastre, su belleza forense y vigilante. Puede ocurrir que todo empiece y termine en Monteverdi. Yo una vez lo supe, como Sarah.
Ese inmenso madrigal es una flor prendida en la solapa perpetua del deseo, es la música que suena cuando una mujer vuelve a casa cada noche tras pasar horas en la mesa oscura de un café, mientras aguarda la epifanía que cambie el curso de sus astros, su deambular silencioso y agostado. Si el hombre apareciera por la puerta del café quedaría sin lágrimas la Ninfa en su lamento, la nieve parisina borraría las huellas del regreso desolado por el puente de metal… En Comme une image, de Agnès Jaoui, la ninfa Lolita que interpreta obsesivamente la plegaria de Monteverdi ante la indiferencia de su padre sólo escapa al desamor subiéndose a un lied de Schubert, como quien se sube a un tren en marcha. Lolita desconoce que se puede escapar del desamor pero no del melancólico veneno del genio de Cremona.
Hoy, 29 de noviembre, se cumplen 365 años de la muerte de Claudio Monteverdi. Esa delicada joya que es el Lamento della Ninfa a cuatro voces, y que forma parte de su Octavo Libro de Madrigales (Guerreros y Amorosos), un lamento que debía interpretarse "al ritmo del corazón, no al de las manos", vio la luz hace exactamente 370 años, cinco antes de la muerte del compositor. La fotografía que ilustra esta entrada la tomé furtivamente –está rigurosamente prohibido hacerlo– en su sepulcro de Venecia, en la octava capilla de la Iglesia de Santa Maria dei Frari. Para homenajear al Maestro en su aniversario les propongo que elijan entre estas dos versiones, bien distintas, o incluso entre estas dos y la que presenta Green en su Pont des Arts. Esta vez no hay trucos: sólo placer.
También lo hay en este otro Pont des Arts, el de Eugène Green. París es la ciudad del abandono, es un pañuelo que se agita en el aire silabeando el adiós entre sus comisuras de algodón. En París el Innombrable se encarga de concertar los desencuentros a la sombra implacable de la música barroca. En todo desamor respira la banda sonora del desastre, su belleza forense y vigilante. Puede ocurrir que todo empiece y termine en Monteverdi. Yo una vez lo supe, como Sarah.
Ese inmenso madrigal es una flor prendida en la solapa perpetua del deseo, es la música que suena cuando una mujer vuelve a casa cada noche tras pasar horas en la mesa oscura de un café, mientras aguarda la epifanía que cambie el curso de sus astros, su deambular silencioso y agostado. Si el hombre apareciera por la puerta del café quedaría sin lágrimas la Ninfa en su lamento, la nieve parisina borraría las huellas del regreso desolado por el puente de metal… En Comme une image, de Agnès Jaoui, la ninfa Lolita que interpreta obsesivamente la plegaria de Monteverdi ante la indiferencia de su padre sólo escapa al desamor subiéndose a un lied de Schubert, como quien se sube a un tren en marcha. Lolita desconoce que se puede escapar del desamor pero no del melancólico veneno del genio de Cremona.
Hoy, 29 de noviembre, se cumplen 365 años de la muerte de Claudio Monteverdi. Esa delicada joya que es el Lamento della Ninfa a cuatro voces, y que forma parte de su Octavo Libro de Madrigales (Guerreros y Amorosos), un lamento que debía interpretarse "al ritmo del corazón, no al de las manos", vio la luz hace exactamente 370 años, cinco antes de la muerte del compositor. La fotografía que ilustra esta entrada la tomé furtivamente –está rigurosamente prohibido hacerlo– en su sepulcro de Venecia, en la octava capilla de la Iglesia de Santa Maria dei Frari. Para homenajear al Maestro en su aniversario les propongo que elijan entre estas dos versiones, bien distintas, o incluso entre estas dos y la que presenta Green en su Pont des Arts. Esta vez no hay trucos: sólo placer.