lunes, 31 de diciembre de 2007

MUDANZAS

A modo de felicitación


Anoche volví a ver El hombre del tren, de Patrice Leconte, esa suerte de lírico western crepuscular que es mucho más que un western, porque añade, entre otros, dos elementos que no están presentes en el género norteamericano tradicional: me refiero a la idea precisa del viaje –viaje explícito en el tiempo, hacia la muerte– y a la idea atisbada del cambio. Los personajes del western convencional se hallan exactamente en la piel en la que quieren estar, pero en El hombre del tren lo que se sugiere es la posibilidad de descubrir esa marca de agua que todos llevamos impresa en algún lugar recóndito de nuestra carne –más adentro, tal vez–, y que es preciso examinar a la luz, por tenue que ésta sea, para perfilarla. En esa marca de agua reside el otro que quizá hemos sido o el que quisiéramos ser si las circunstancias o la cobardía –aleve hermana de la indecisión– no nos disuadieran. Cuando la marca silenciosa se desvela ante la llama frágil, nuestro equipaje cambia; no es fácil –sí improbable– que la ruta de nuestro viaje se altere, pero en la maleta las ropas se trastornan, y las manos tiemblan.
Hay un momento en la película de Leconte que resulta revelador en su extrema sencillez. Milan, el atracador pavoroso e impávido alojado por azar en el caserón decrépito del tierno profesor de poesía Manesquier, jamás ha calzado unas zapatillas. Siempre en tránsito, siempre de paso, Milan conoce sólo la dureza del zapato y del asfalto ardiente de la huida. Manesquier insiste en regalarle un par de pantuflas de cuadros sin usar que guarda en alguno de los miles de cajones de su mansión memoriosa, y Milan, al probárselas y caminar con torpeza con ellas –o "en ellas", que diría Baroja–, abre la puerta de un mundo para él desconocido y enuncia escuetamente: “Me parece que me equivoqué de vida”.
De repente me percaté de que El hombre del tren era una buena película para empezar el año. Elegida por azar, por el simple acicate de volver a disfrutarla, me apetece ahora compartirla aquí y traerla como puente para todos aquellos que en el nuevo año se aventuren a cruzar hacia quienes les esperan en el otro lado de sí mismos. Mi deseo, pues, para vosotros: ATREVEOS A CAMBIAR EN 2008.


Y para los clásicos que quieren empezar el Año Nuevo con música, propongo una alternativa al mohoso concierto vienés televisado de cada año. A pesar de su título, Il trionfo del tempo e del disinganno es el primero a la par que uno de los oratorios más bellos y pletóricos de Haendel. Se estrenó en Roma a comienzos del XVIII, en 1707, bajo la batuta del maestro Arcangelo Corelli, en un periodo en que la ópera, entendida como género profano, estaba prohibida por el Papa. Haendel, no obstante, exhibió su desmedida inteligencia musical –y diplomática– al subrayar en este oratorio los elementos más puramente operísticos, con profusión de arias y recitativos para voces solistas. Si el esplendoroso cuarteto vocal (dos sopranos, contralto y tenor) del Voglio tempo no os emociona en esta interpretación a cargo de Emmanuelle Haïm y Le Concert d'Astrée, con Natalie Dessay, Sonia Prina, Ann Hallenberg y Pavol Breslik como cantantes entregados, entonces es preferible que el tiempo y el desengaño se salgan con la suya.



UN BESO AGRADECIDO PARA TODOS

miércoles, 26 de diciembre de 2007

PALABRA DE NIEVE

El caer de la nieve es una forma de escritura que implica su peculiar e indeleble caligrafía. Los albos copos ejercen la divina potestad que se les ha otorgado, la damnatio memoriae de los siglos. En la nieve se da esa paradoja de borrar y escribir en un único acto, ese desafío que los regentes de la Roma del Imperio asumían para sellar su futuro consagrado a la decapitación o al veneno, jamás al olvido. La damnatio memoriae es ocultación más pérfida que la de un palimpsesto; en su labor se encubre otra escritura y otro nombre pero, sobre todo, se embosca el odio y su trazo intelectualmente asesino. Las palabras, para Nietzsche, albergaban el sentimiento muerto de lo que fue y ya no es, y entonces la palabra es un desdén perpetuo, un esfuerzo mórbido. Los copos de nieve son sepultureros desdeñosos de todo cuanto cubren en esa lengua atávica e incontestable de su caída; los cadáveres que aflorarán, tal vez, con la llegada de la primavera.
En la navidad de 1493 Piero II de Medici fantasea en su palacio con la posibilidad de desafiar a la escritura de la nieve. Es deber de los príncipes contrariar los dictados de los dioses, y es ese deber cumplido el signo indicativo de la mortalidad egregia. Nieva sobre Florencia. Piero tiene veintidós años y responde al título de Señor de Florencia desde los veintiuno, aunque su autoridad –escasa– es discutida. El hijo mayor del Magnífico Lorenzo contempla desde la ventana la inusual nevada que asfixia la belleza del patio palaciego. En su indolencia se aburre; no sabe aún que en pocos años habrá de perecer, como aliado del invasor que previamente lo expulsará de la ciudad reinstaurando con ello la República.
Piero piensa en una fiesta, otro espectáculo que acredite su grandeza. En su desatada hybris trama una velada insolentemente excepcional: manda llamar a Miguel Ángel por primera vez a su palacio desde la muerte de Lorenzo, protector señalado del artista, y le encarga que realice una escultura con la nieve acumulada en el patio del palacio, una escultura efímera que iluminará su fiesta. Miguel Ángel tiene diecinueve años, un desproporcionado orgullo y una fama incipiente. Lo que Piero le plantea a Miguel Ángel es el duelo del arte contra el tiempo, de la voluntad inconstante contra la inmutabilidad del sacro lenguaje escriturario. El duelo del hombre contra Dios.
Cuando John Ruskin rememora este episodio, lo lamenta desde una atalaya eminentemente práctica. Traduzco directamente de su Economy of Art (1857): “Muchos de ustedes, tal vez, recuerden que Pietro di Medici encargó en cierta ocasión a Miguel Ángel que modelara una estatua de nieve, y que cumpliera taxativamente el encargo. Debo estar agradecido, y todos tenemos motivo para estarlo, de que le acometiera semejante antojo al indigno príncipe, y ello por el siguiente motivo: Pietro di Medici dio muestra, en un momento específico dentro de una gran época con decidida primacía de las artes, del más perfecto, certero y profundo error que las naciones y los príncipes pueden cometer respecto a los genios confiados a su dirección. Observemos; tenemos aquí al mayor de los genios sujeto a la más estricta obediencia, capaz de demostrar una férrea independencia y sometido, sin embargo, a los deseos de su superior; al mismo tiempo, al más realizado y original de los artistas, capaz de hacer tanto cuanto puede hacer un hombre ante cualquier requerimiento. Y su gobernante, su guía, su superior, le ordena modelar una estatua de nieve, puesta al servicio de la aniquilación, que sea como una caricatura de sí misma y termine por desaparecer de la tierra”. Ruskin señala con acierto la escasa visión a largo plazo del hombre de estado. Por ello la cultura, las artes, “lo que queda cuando todo lo demás se olvida”, como definía Plutarco, nunca constituyen una prioridad en la política.
Miguel Ángel accedió a realizar el encargo. Quién sabe si se enfureció ante tan extravagante propuesta o, tal vez, le agradó el juego de intentar sobreponerse a la Naturaleza, a la que siempre menospreció con sus manos y su obra. La escultura era apenas una huella, pálida memoria escueta, sólo dos días después de su presentación en sociedad. Siete meses más tarde, Piero II de Medici es expulsado de Florencia, incapaz de afrontar el envite de las tropas de Carlos VIII de Francia, y tres meses más tarde aún todos los miembros de la familia Medici se ven obligados a abandonar la ciudad, acatando la damnatio decretada por la impávida grafía de la nieve.

lunes, 10 de diciembre de 2007

PROPIEDAD PRIVADA

Una broma. Un ejercicio egocéntrico. Una exhibición homosexual. Una protesta política. Todas estas interpretaciones y alguna que otra más ha merecido una de las piezas más controvertidas de la historia de la ¿música?: la célebre 4’33’’ de John Cage, consistente, como es sabido, en un silencio que se prolonga aproximadamente –tan sólo es una acotación orientativa, si hemos de seguir los dictados del compositor– durante cuatro minutos y treinta y tres segundos.
Cierto es que para ser una mera broma, Cage se tomó el asunto con gran dedicación, invirtiendo en ello varios años y bastante literatura. La pieza ha conocido cuatro partituras sucesivas –unas pautadas, aunque obviamente sin notación; otras sin pautar– con precisiones distintas en relación con los tiempos y diferente paginación. De la primera de las partituras, que no se conserva, tenemos referencia por su primer intérprete, el pianista David Tudor. El número de páginas que deben pasarse en la interpretación y la propia “escenificación” de la obra pueden alterar la duración propuesta por Cage, en licencia aceptada por el propio compositor, si bien lo habitual suele ser la ejecución con presencia de cronómetro. La obra, en tres movimientos, cabe ser interpretada por un solo instrumento o por una composición de instrumentos. De este modo, se han realizado interpretaciones al piano –como la original de Tudor–, pero también al piano con acompañamiento de “voz”, e incluso por orquesta.
Probablemente el silencio como ausencia de sonido y la oscuridad como ausencia de luz encarnan dos de los conceptos – o “no-conceptos”, si se quiere– más inquietantes en la historia de las ideas y del arte. A ellos hay que añadir la confrontación negro-blanco en tanto no-color frente a suma abstracta de colores. Estos elementos no son ajenos entre sí, y en particular en el ámbito sonoro ya los griegos entendían el término ‘croma’ como sinónimo de ‘timbre’. Goethe teorizó profusamente a este respecto; bien conocida es la formulación de la escala cromática musical que realizó en Zur Farbenlehre.
Aunque en textos diversos y en conferencias que impartió en años y foros previos –en particular desde 1948– ya Cage había mostrado su preocupación por el “problema” del silencio, parece que le propinó un aldabonazo en plena frente la serie White paintings que Robert Rauschenberg expuso en 1951 en el Black Mountain College, y que Cage había tenido oportunidad de contemplar meses antes en el propio estudio del artista. Las pinturas blancas de Rauschenberg no constituían ninguna novedad en lo formal –imposible eludir los trabajos de Malevich realizados un cuarto de siglo antes– pero sí en lo conceptual: la pureza perseguida por el ruso se veía sustituida por la saturación que pretendía el tejano, al incorporar a la brillantez del blanco la acción del polvo depositado o de las sombras involuntarias de los espectadores. Precisamente estos elementos ajenos a la obra que, no obstante, pasan a integrarla de modo inmediato, provocaron la fascinación de Cage.




Fue entonces cuando 4’33’’ acabó de perfilarse. Y nació. Era el verano de 1952. Como el silencio per se no existe más que en tanto concepto, 4’33’’ es una pieza que por fuerza se imbuye del entorno en que tiene lugar. Así pues, cada interpretación de la pieza supone un hito único, dado que nunca es idéntica la interpretación, pero tampoco el ruido ambiental: una sala de conciertos implica intervenciones distintas a las generadas por una ejecución en plena naturaleza o bien a la intemperie en un espacio urbano. El público también actúa como factor distintivo: en unos casos comenta, en otros se ríe… El silencio es inasible, irrepetible.
No pensaban lo mismo los herederos de John Cage, que en 2002 demandaron al grupo musical The Planets a causa del corte A one minute silence incluido en su disco Classical Grafitti, aduciendo que suponía un plagio inadmisible de la ya clásica obra del compositor. El conflicto terminó por arreglarse a golpe de talonario fuera de los tribunales. Desde entonces el silencio, último bastión de la utopía, es propiedad privada.


lunes, 3 de diciembre de 2007

PALCO VACÍO

El amor es una muñeca rota. Ayer vi sus piernas, sus brazos, su cuerpo, desparramados en un escenario grotesco. Y su cabeza en una de las manos del amante; en la otra, los anteojos cegadores de la poesía.
Ernst Theodor Amadeus Hoffmann se entregaba con frecuencia a sustancias sedantes o alucinógenas –morfina, mescalina, alcohol– para aliviar el dolor que le procuraban la progresiva parálisis que había de acabar prematuramente con su vida, a la par que los siniestros tratamientos médicos decimonónicos que en vano buscaban la reanimación de su atrofiada musculación con planchas al rojo vivo. Hoffmann era un melancólico, también un arrebatado, un apasionado, un loco como su propio alter ego, Kreisler, aquel literario inspirador de la diabólica página pianística que Schumann dedicó a su Clara con palabras inquietantes: “Toca mi Kreisleriana a menudo. En algunos movimientos hay ciertamente un amor salvaje, y tu vida y la mía, y cómo eres”.
Por su dolor, por su alucinación, por su pasión, por su tristeza, Hoffmann tuvo esa visión precisa del amor que, salvaje las más de las veces, se despieza esperpénticamente como sólo se despieza un cuerpo autómata presa de salvaje entrega, un cuerpo sin sentido más allá de la ceguera del cálamo poético. Porque el amor es una Olympia rota que vive en un poema y en el siguiente muere, en ese pestañeo que es el paso de una página, el vampírico rasgueo de la pluma en un papel. Ya Hermann Broch nos advirtió contra la poesía como puente hacia la muerte. Coppelius vende poemas como lentes asesinos, anteojos encantados que transforman los despojos desmembrados del amor en los dones exquisitos de una mujer bella, la máscara que, absurda y fragmentada, ha de morir.
Como a Broch cuando aguardaba el digno centro inexistente de la civilización -de Europa-, a Hoffmann se le quedó “el palco vacío” en la espera de un amor como digno centro inexistente de la vida, un amor que fuera todos y el mismo y veraz; un amor que fuera mujer y sobrenatural como una oscura Ligeia, un amor que fuera hombre como un Ganimedes que escancia precisa la bebida, un amor que fuera monstruo como sólo un poema puede serlo… y que sólo en monstruo, desvencijado autómata, se le quedó entre sus cuartillas.
Mientras la Olympia de Hoffmann muere en escena al compás de las notas de Offenbach, se desatan las risas sórdidas del público. El poeta abandona la sala con su ficción quebrada entre las manos. El palco sigue, otra noche más, vacío.