Aquel hombre que apoyaba hace milenios sus manos en la piedra, que dejaba en lo rugoso el contorno de sus dedos y sus palmas con pigmentos carmesí, fue el primero de los poetas. Creyó por mucho tiempo que la bóveda de su caverna era la bóveda celeste, y que las figuras caprichosas que el agua adoptaba al morir en el aire eran estrellas, y que el sol era la grieta lejana por la que manaban la luz mansa que respiraba en su cerebro y las palabras que a oscuras escuchaba. Una suerte de amor circulaba en aquel cielo, otorgaba un curso venerable a aquel sole e l’altre stelle. En la noche, aunque en aquella concavidad de la tierra no hubiera apenas otra cosa que la noche, el hombre encendía una hoguera para diferenciar aquel tramo de tiempo del resplandor del día que jamás llegó a atisbar, y escribía entonces sus poemas, testimonios de su mundo reducido. Le gustaba ver palabras proyectadas por el fuego contra las paredes de la cueva, como el espectador de una revelación inusitada, como asistente admirado ante un mensaje sobrenatural, semejante al enigma de aquel dios del que había oído lejanamente hablar, aquel dios que escribiendo meros trazos en un muro había doblegado el gran poder de un reino infiel. El hombre abrigaba la esperanza, o algo que quizá se parecía y para lo que aún no existía término, de que aquellos fotogramas alumbrados tenían vida más allá de la pared donde las llamas los fijaban, de que aquellos versos no eran tan sólo espejismos o discurso breve de cenizas, así que con afán persistía en su parto de cadáveres, noche tras noche –que era como decir a todas horas–, ataviándolos con entusiasmo para su fúnebre cortejo, para su danza de la muerte en un tablero en blanco y negro; un tablero como una broma, como una abrupta carcajada de los dioses, como un simulacro de sombras condenadas a un jaque sin sentido, porque hasta para perder se necesita carne de verdad y una herida dolorosa por la que poder llorar.
Un día algo ocurrió. Sin saber cómo, el poeta tuvo constancia de su prisión, de su autoengaño, de su escritura apasionadamente inútil. La existencia encadenada y ficticia se le antojó un designio insoportable y cruel. Su encarnizado esfuerzo por salir, por saber, por sentir la caricia destructora del sol que habitaba más allá de la caverna, la sangre de sus venas seccionadas por el ansia y la locura, sus manos restregándose anhelantes en la bóveda: ese fue su último poema, escapado del antro de tinieblas. Un poema que, como la escritura lineal A, los expertos no han logrado aún descifrar.
Un día algo ocurrió. Sin saber cómo, el poeta tuvo constancia de su prisión, de su autoengaño, de su escritura apasionadamente inútil. La existencia encadenada y ficticia se le antojó un designio insoportable y cruel. Su encarnizado esfuerzo por salir, por saber, por sentir la caricia destructora del sol que habitaba más allá de la caverna, la sangre de sus venas seccionadas por el ansia y la locura, sus manos restregándose anhelantes en la bóveda: ese fue su último poema, escapado del antro de tinieblas. Un poema que, como la escritura lineal A, los expertos no han logrado aún descifrar.