domingo, 19 de julio de 2009

ESPERA Y ODIO

El arte sucede. Lo decían los teóricos del arte del siglo XIX, lo decían los pintores, lo decía Whistler, en cuyos cuadros apenas nada sucedía. Es la paradoja de las frases célebres: despojadas de contexto, del aliento vivo de los labios que las profirieron, cualquier sucesión de palabras puede antojarse producto del ingenio. El tiempo, la herrumbre, dejan así su pátina heroica sobre una sentencia llamada a iluminar el cursus honorum postrero de los hombres. Sólo ese plazo confiere al arte su ocurrencia, plazo prescrito por los médicos del alma que aspira a ser idea, por los estrictos vigías de lo intelectualmente relevante.
El arte, pues, es un recodo del tiempo, es una espera; y una espera es uno de los escasísimos sucesos que suceden, que merecen ese nombre y no otro. El único cuadro que Whistler alumbró y en el que en verdad sucede algo es precisamente el retrato de una espera: Madre. En el acto de esperar, sólo cabe la respuesta del vacío. Beckett lo sabía muy bien: en esa rebeldía del bumerán que no retorna se aloja la inescrutable dignidad de permanecer en pie con la mano tendida hacia la nada. Una dignidad que, al tiempo, muestra en su reverso el odio en que se fragua. Porque esperar es también, y sobre todo, odiar mansamente, en silencio y sin descanso.
De esa espera y de ese odio se nutre con frecuencia el arte, dejando entonces paso a la venganza. Es así como se adentra el arte en el territorio de las sombras, pagando su peaje al tácito barquero que jamás se agota de esperar. En esa pálida frontera pronuncia su discurso delator el arte, eludiendo la mordaza con que el hombre en su ceguera intenta encubrir sus actos deleznables. Las siniestras criaturas de Bomarzo narran al aire la deformidad de Orsini que este quiso disfrazar de escultórico jardín: “Tu ch’entri qua pon mente / parte a parte / e dimmi poi se tante / maraviglie / sien fatte per inganno / o pur per arte”. Capcioso planteamiento. El negro bostezo del monstruo engulle la aviesa estrategia del duque y desliza en el oído de los visitantes palabras turbadoras de una lengua muerta, sintagmas que flotan como los reflejos estancados de una ciénaga definitiva.
En el palacio lisboeta del marqués de Fronteira hay un Neptuno, una Tetis, un Hefesto, un Príapo. También una serie de azulejos que narran una historia escabrosa que el rey de Portugal quiso acallar; una historia de amor y muerte, una historia de deseos compulsivos caligrafiados a sangre y tinta en el pubis rasurado de una mujer. El marqués de Fronteira acató el deseo real sellando la historia con sus labios, pero encargó la construcción del friso azulejado que burló su compromiso, que desempeñó su palabra de caballero amparándose en la venganza dispensada por un arte enigmático y umbrío. “El parque está poblado de hombres que se suicidan y bailarines que caen. Fue así como el marqués de Fronteira se vengó de la venganza de la señora de Oeiras. Por eso los animales pintados en los azulejos tienen rostro humano. Por eso en las esquinas de las paredes se ven figuras en cuclillas levantando sus faldones y defecando en la sombra”, escribe Quignard.
No. Los monstruos nunca mueren. El arte habla por ellos y hace lo preciso para mantenerlos vivos con su odio de elocuencia seductora, fascinante, envenenada.

sábado, 4 de julio de 2009

AMICITIA





Javi Llamazares grabó estos vídeos en el acto de presentación de La Última Palabra. El sonido en el segundo deja un poco que desear, pero ambos testimonios se deben a la generosidad de Javi.

Semper in debito ob amicitiam suam.