domingo, 30 de marzo de 2008

RUECA POÉTICA

El discurso es un hilo. La rueca se devana en un suspiro con que tejer antídotos, conjuros contra la erosión del tiempo. Cuando la palabra está vedada o no es posible únicamente resta el hilo y su mensaje minucioso, la tela que filtra un rayo de luz en el desván oscuro del silencio, el tapiz que puede ser también heraldo de la vergüenza y de la muerte. “La tela es un lenguaje puro”, decía Roland Barthes, quizá mirando hacia los clásicos, concibiendo en el arcano la pureza.
La rueca o el telar son armas de mujer, el instrumento en que tañer su música sombría, la tabla muda de la salvación en el piélago monstruoso; el varón, abstraído por el enfático fragor del lógos y la guerra, las desdeña. Sólo el cobarde aspira a hilar, el temeroso. Sólo el poeta –que en latín encubre sexo de mujer, como mujer era por fuerza la vate visionaria.
El poema se transforma en una malla, en una trampa, en una piedra aleve que a su vez –los griegos lo sabían– es un escándalo. A Heracles le alcanzó el escándalo de su tropiezo, su obstáculo nel mezzo del cammin, al entregarse a la rueca de Ónfale, a su labor de hilo femíneo, al desordenado poema de sus sábanas calientes y bordadas. La hermosa reina lidia le arrebató la maza y la piel del león nemeo y a cambio le entregó la poesía, la facultad de decir en el mutismo turbio de los gineceos. La sabiduría brota a menudo desde el miedo, o de la humillación; el filósofo es un hombre que vive en el terror, una mujer disfrazada y temblorosa.
El discurso, pues, es hilo, y el hilo es fuego lógico arrebatado a los dioses que confían. El lenguaje arde en la rueca y así expugna el laberinto del rey Minos con su ovillo iluminado o quiebra el toque de queda del verbo viril empapelando el gineceo, sus celdas, con consignas encendidas que instan a la rebelión. Scherezade se subleva en el oriente y teje historias; Clitemnestra se subleva en occidente y teje alfombras. Ambas coquetean con madejas sustraídas a la muerte, ambas –ellas son dos, ellas son todas las mujeres– saben que el silencio es el precio puesto a sus palabras. Ambas son arañas y asesinas en potencia. Tal vez poetas. Su verbo es una sierpe, daga letal, un rayo breve. Littera victrix.

domingo, 23 de marzo de 2008

MÚSICA Y SEMILLA

El 3 de diciembre de 1917 la galerista Berthe Weill cruzaba, entre risas y también imprecaciones de los transeúntes, desde el 50 de la parisina Rue Taitbout hacia la comisaría de policía que se hallaba justo enfrente de su espacio de arte; Berthe Weill cruzaba la calle por indicación expresa del Comisario, y cruzaba con una mueca que oscilaba entre la sorpresa y la sonrisa. En el escaparate de Chez Berthe se exhibía un desnudo, salido de los pinceles de un artista italiano que en aquella muestra paladeó la única y efímera exposición individual que realizó en toda su vida. El Comisario instó a Berthe Weill a retirar inmediatamente el desnudo de la comunal contemplación y a someter al ostracismo al resto de desnudos que se albergaban en el interior de la galería, unos treinta entre lienzos, dibujos y grabados, so pena de su requisa forzosa. En la surrealista conversación entre los dos personajes, que recrea Klaus Honnef en El arte como negocio, se desliza la clave que causó el escándalo entre los viandantes de la Rue Taitbout: el vello púbico –más público de lo debido, al parecer– que exhibía sin complejos la dama del cuadro en cuestión. Aquella sombra oscura adormecida sobre la encendida, impensable roja piel de una mujer, quebraba el ideal asexuado de la ebúrnea carne femenina. El vello impúdico era la conciencia del invicto ángel caído, de la mortalidad del mundo, el punto de fuga de una existencia apacible, el Maelstrom del que se emerge no más viejo pero sí más sabio.
Léopold Zborowski, marchante y poeta, fue quien impulsó la frustrada muestra de Modigliani en la galería de Berthe Weill, una galería en la que ya habían expuesto Matissse, Picasso o Derain. Weill, movida por la piedad hacia el entusiasta marchante y el artista empobrecido, acabó comprando por pocos francos a Zborowski cinco de aquellos desnudos anatematizados para su colección particular. Uno de ellos se vendió por más de 27 millones de dólares en 2003.
Zborowski, como buen poeta, estaba fascinado por el peculiar discurso de la carne intensamente carmesí de los cuadros del Cisne de Livorno; el hondo, cósmico, primigenio lenguaje de aquella epidermis inusualmente tintada, debió de parecerle un poema inacabado trazado por la mano de los siglos. A Modigliani el arcano lenguaje de la poesía y la literatura no le era ajeno. Además de su vínculo amical con Zborowski, había mantenido relaciones amorosas con Anna Akhmatova, Eleonora Duse o Beatrice Hastings, todas ellas ligadas al ejercicio o al cultivo de las letras, y a Amedeo se le podía ver por las tabernas recitando a Rimbaud y D’Annunzio (con quien compartía los versos y también a la Duse).
Y sin embargo, en los desnudos de Modigliani se me antoja que hay más música que poesía. Hay quien dice que la música es femenina, más persistente que la memoria y al menos tan inmediata como el mundo. Los cuerpos de mujer de Modigliani son violines memoriosos y elocuentes, más allá de la semejanza formal obvia entre sus curvas con que fantaseó Man Ray. De la carne roja y caldeada de un violín sobre una sábana –carne roja de un desnudo en el orden caótico de un lecho– emerge una sacra melodía inaprensible que remite al origen, a un principio de vida que calma la instintiva sed del hombre, a un territorio recoleto donde las palabras aún no son, porque las palabras–dice Agamben– son la antesala de la muerte.
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La música es anterior al lenguaje del mismo modo que la luz precede a la tiniebla o la vida al óbito o la mujer al varón –mal que le pese a la iconografía cristiana– o el agua a la clepsidra. En los cuerpos tenuemente iluminados de Amedeo se aloja el resplandor de la caverna, el mito insatisfecho de la tierra. El monte bruno custodiado entre las piernas femeninas es ese puente del violín en que febril se gesta una sonata: la música de la semilla, del ser y de la huida.
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Versión para violín solo de la Tocata y Fuga en re menor de J. S. Bach, por Andrew Manze.


Boomp3.com

viernes, 14 de marzo de 2008

PARTIDA

Estaré ausente unos días. Partir en busca del pasado, del sonar antiguo de los mismos pasos en otra ruta que se torna siempre idéntica. Nos hallamos al acecho en cada viaje. Cada kilómetro una pérdida, un misterio. Esa extraña forma de encontrarnos. Hasta el regreso.

jueves, 6 de marzo de 2008

PALLIDA VICTRIX

En el lecho revuelto se cobija el orden. El orden de la vida que no extravía su curso, el orden de la noche en la luna fatal del tocador, el orden de las manos posadas en los frascos, posadas en el libro, en el interruptor que frágil rompe el hilo que une la luz y la tiniebla. La perfección de una cama intacta en plena madrugada canta una taimada letanía del desastre o de la ausencia, la serenata de un tiempo que es ajeno y, a veces, distante. La colcha impoluta, la almohada sin huellas, balancean su clepsidra con sarcasmo, como la Pitia destila el veneno de su verso augur entre los labios. Esa elocuencia luminosa, amenazante, del vacío, de lo oscuro. El vaticinio del lecho solitario, de la adivina insolente y enigmática, son un acto preterido y consumado que mira hacia el presente del futuro, un duelo de espejos enfrentados en que el reflejo de uno es la muerte y resurrección del otro, su multiplicación sin fin. El pasado nunca nos lega la ausencia de lo que fue, sino el peso de lo que hoy no es ni será nunca, esa línea horizontal perfecta, fractal, insoportable. En esa línea, en ese lecho blanco, se rompe el mundo, su cubierta serena y apacible, su locura.
La cama inmaculada es una llave cuya cerradura se ha perdido; su puerta evanescente. Del otro lado está la casa, oculta y verdadera, decía Borges. Sólo hay que penetrar esa morada nueva, con esa llave cuya lengua es de signos que se trazan en la arena.