domingo, 18 de noviembre de 2007

DOS MUJERES

Hace escasas horas me afanaba en limpiar las telarañas del desván, sanear carpintería, abrir ventanas, dejar paso a la luz. Todo ello por atraer nuevos invitados con que agasajar a los ya veteranos asiduos de este espacio. Ahí, en el lateral, los recién incorporados han encontrado su acomodo: Andrei y Arseniy Tarkovski, David Oistrakh, Claude Debussy, Richard Hawley, Ingmar Bergman, Madeleine Peyroux, Elliot Smith, Frank Sinatra y Tindersticks.
En ese lugar se ha sentado una mujer, se ofrece al sol. Lleva sombrero pero toma el sol. El sombrero la protege de otra luz: la luz que acecha en el interior de la casa, la luz que habla en las goteras de los grifos, en la madera ajada, en el algodón cansado de las sábanas. La mujer se sienta al sol, se coloca el sombrero y en ese colocarse quiebra el mundo. Un vaso de cristal estalla contra la piedra morosa del suelo. Las esquirlas del vaso, el líquido desbaratado, son un cosmos que se acaba de repente. Acabarse es siempre así. En la piedra candente los despojos brillan: el resplandor fugaz de los finales; el canto del cisne tiene el timbre de un vaso de cristal quebrado. Los ojos de la mujer, bajo el ala del sombrero, dudan. Los despojos son hipnóticos. Retirarlos. No. Pasar página o recrearse en el desmayo del vidrio y del licor, en el rumor que hierve con el milagro del sol.
La mujer, sin embargo, no está sola. La mujer son dos mujeres. Sin cesar se acuerda de la otra, de la actriz que perdió el habla, la que con ella convive, la depositaria de su horror, de su secreto. La otra, la actriz que ya no habla, pero escribe. La mujer del sombrero no puede perdonar a la otra, sus cartas, su escritura; ella no escribe, sólo habla; ella quisiera ser actriz, que sus palabras fueran parte de un guión, pero su guión sólo es su vida, evidente y breve, como su propio cabello.
Para vivir es preciso ser un animal o un dios, dijo Aristóteles. Tal vez un monstruo, un animal que como un dios espera. Entonces la mujer del sombrero va por una escoba y un recogedor y regresa al lugar de la catástrofe y retira los restos ya sin voz. La piedra está mojada por el líquido; seguramente huele a cuanto fue. Un solo cristal grande dormita entre la hierba, ante la puerta de la casa. Ella con su sombrero, con su instinto animal, lo ve, pero se adentra en la hornacina, al acto de esperar, como espera una diosa de arcilla.
La actriz callada merodea afuera. Camina descalza y confiada, aquí, allá. El pie desnudo no sabe de mujeres, de silencios ni de esperas. La mujer, con su sombrero, aguarda. Su oído es su nariz, olisquea en la sombra la señal. El grito. La carne sangra, canta su canción de roja pleitesía, mientras el último fragmento del mundo agonizante se cobra su venganza escuálida. Se cruzan las miradas de las dos mujeres. Por un instante son la misma. El dolor. El sombrero, al fin, sobre la mesa.
Por si quieren saludarlas: en el citado lateral, desván cuarto a la derecha.

domingo, 11 de noviembre de 2007

ALAS DE MARIPOSA

Un año junto a las piedras de la historia, y entonces una hora suena, es la tuya: en el poema, monólogo del sufrimiento y de la noche. Gottfried Benn. Amargo y táctil, sabio. Un poema es una mariposa deshojada; con sus versos como ojos sobrevuela los escombros, el rumor ceniciento de la albada, el comienzo inesperado del otoño en el adiós feroz de los amantes. Tantas piedras, tanta historia, tanta estrada. Y el fragor de una música apagándose. El belvedere se ha cubierto de hojas secas, de palabras que se extinguen como máscaras ahogándose en el limo. La poesía llega tarde, renqueante. Con los guantes en la mano siempre asiste únicamente al vals final –su cadencia sepia y perfumada–, pero asume las exequias y embalsama, exquisita, los cadáveres. La poesía y su vocación sepulturera, primorosa... Sin letanías, sin séquito, sin lágrimas, los cuerpos demediados son objeto digestivo de espectáculo; en la morgue del poeta las estatuas se redimen del olvido: aquí y allá, en las limpias incisiones de la autopsia, se respira la belleza, el vuelo aleve de unas alas de colores asesinos.
Algún día aquellas alas arden, también mueren. Arde la labor de la encajera de las horas; el incendio de su blusa, amarilla como un réquiem; sus agujas se hacen dagas en la piel del bastidor. La encajera es una araña delicada y no lo sabe: en su red las mariposas mutan, se convierten en translúcidos poemas, en monólogos de polvo. La infinita noche de la araña tejedora no declina, el sufrimiento es un encaje minucioso. Quizá un libro.

lunes, 5 de noviembre de 2007

PUNTO DE FUGA

En el Museo d’Orsay de París hay, al menos, dos cuadros que no permiten un tránsito indiferente. Uno de ellos se encuentra en la planta primera del museo y corresponde a la mano del pintor belga Jean Delville, personaje singular más interesado en las traducciones esotéricas del arte que en el arte por sí mismo. Su cuadro, titulado equívocamente La Escuela de Platón, bien puede parecer –y de hecho lo es– la provocativa recreación de una escena de Jesús y sus apóstoles. Los discípulos, en coincidente número de doce, aparecen en torsiones afectadamente voluptuosas, y el presunto Platón responde sin dudar a la tradicional iconografía de Cristo, con olivo incluido a la espalda –dispuesto, por cierto, de tal manera que evoca el madero de la crucifixión y la corona de espinas, o así me lo parece–. El cuadro, de grandes dimensiones (6 x 2,60 metros), fue originalmente concebido como encargo de la Universidad de la Sorbona, pero acabó siendo rechazado por su impudicia y nunca ocupó el lugar que le estaba destinado. Mi acompañante en el Orsay, hombre ya en su cuarentena, viajado y supuestamente curtido en las pérfidas asechanzas del mundo, ciento diez años más tarde del episodio universitario sorbonense, pegó un respingo ante ese lienzo y mostró su desagrado, abandonando la sala con celeridad. He de admitir que la obra transmitía una sensación inquietante, de una belleza repulsiva. A pesar de que, sabiendo de su interés por la Antigüedad, intenté seducir al huido con el taimado título de la obra, su mirada evidenciaba desconfianza y no hubo más opción que encaminarse hacia el trastornado pero aprehensible mundo de Van Gogh. La locura comm’il faut siempre es una garantía.

Ya una hora antes se había producido otro encuentro imprudente. El otro al que al principio hice mención. En una de las salas laterales de la planta baja, recoletamente dispuesto junto a su acceso, se encuentra un cuadro no muy grande, de apenas 45 x 50 centímetros. Se trata del llamado El Origen del Mundo, de Gustave Courbet, lienzo tan bien conocido como poco visto, cuya difusión en la portada de una novela de Jacques Henric, todavía en 1994, fue objeto de censura. Después de pasar por varias manos, y siempre entre misterios y ocultaciones diversas, la tela acabó por expreso capricho en manos de la esposa de Lacan, quien sin embargo terminó por encontrarse incómoda ante los comentarios de sus amigos y de los extravagantes visitantes de su célebre esposo. En 1995 la obra pasa a integrar los fondos del Orsay, aunque en el correspondiente anuncio oficial el Ministro de Cultura francés rehúsa fotografiarse junto al lienzo. Es evidente que El Origen del Mundo, aun a pesar de su título casto y conciliador –ajeno a Courbet, por cierto–, siempre fue una tela magnética y conflictiva; ya en su primera exposición, cuando se preguntó al artista sobre la identidad de la modelo, contestó Courbet con flaubertiana contundencia: “El coño soy yo”. Y es bien probable, dado que su amante reconocida, la irlandesa Joanna Hiffernan, era pelirroja. Courbet, personaje escandaloso y libertino, además de altanero y desafiante, bien podía ser un coño; y hasta la ambarina carne de Correggio que lo enmarcaba, como bien dijo Goncourt.
En Orsay vi El Origen del Mundo muy sesgadamente. Mi acompañante fue presa del mismo rubor que ha teñido la visión de la tela a lo largo de más de siglo y medio. Pero entonces me di cuenta de cuál debió de ser el auténtico título de la obra. Aquel fulgor oscuro de semilla, aquel desván, aquel espejo del ojo que se entrega sin remedio: Punto de fuga, por supuesto.