La relación entre la memoria del subsuelo y la luz del mundo se aloja en un cordón cortado. La palabra se reduce a ese orificio que remata el hilo de la vida y su costura, a ese hoyo pequeño por el que se filtran los suspiros de los muertos, las insidias de los dioses, los anhelos de los hombres. La palabra, su puntada certera en el centro mismo del tapiz, poco más al norte del origen, en una ruta peligrosa y necesariamente femenina. La palabra es un ombligo que ahonda en la tiniebla buscando la luz, la empuñadura de la daga que culmina el filo tortuoso de la creación, entre el conocimiento y el dolor, entra la profecía y el engaño, entre la ficción de la caverna y el curso de los astros, entre el extinto desmayo del águila y el amor caníbal del arúspice asesino. En ese ombligo délfico se cobija un beso implacable como el tiempo, sabio como el planto inquisitivo de una viola.
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