viernes, 27 de junio de 2008

BOUDOIR

Yo no puedo darte más. Salinas lo decía. No soy más que lo que soy. Un pronombre solitario que te tiembla con mesura en la linde de la boca. Algo de carne, hemoglobina. El horizonte trabajado por tu vista cuando quieres soñar que estoy al otro lado que eres tú. Después desaparezco en tu falda, en tus tacones, en el cepillo que te acaricia dulcemente el pelo, en tu olor, en la blusa que te pones al abandonar la habitación, al dejar este espacio en el que soy no más que sólo esto, pero esto que te basta mientras tu ropa aguarda, con soltura, que le llegue el turno de ser yo. Y siempre llega ese momento y te quedas sin quedarte entre mis manos y todo vuelve al comienzo y al final, a la hora en que me llamas y me dices lo que me tienes que decir, y cuanto soy es entonces suficiente. Yo no puedo darte más. No soy más que lo que soy. Salvo ese instante único en que somos y nos damos un poema. Este poema. Tú y yo.

miércoles, 18 de junio de 2008

ENIGMA Y DUELO

Turandot es una pasión inútil, un reflejo inacabado, un perpetuo signo de interrogación. La partida de Giacomo Puccini privó de carne mortal a la princesa china y le dejó tan sólo un nombre como un arma, como un grito más allá de los hombres y los siglos, y una pregunta sempiterna como escudo. Turandot es centinela de una única palabra, aduanera de incursiones frustradas de antemano, frontera de viajes sin billete ni destino. Turandot requisa vidas, abre expedientes, coquetea con la muerte consciente de que el mundo se reduce a una palabra sola, a un golpe seco de tijeras en la rueca del decir. No hay amor en esa mujer, escribiría Kertész. Pero no. No hay amor en ese nombre.
Turandot. Ese nombre, el propio nombre, es un espejo insoportable. La tinta de su caligrafía es un líquido y negro descensus auerni, un pasaje desalmado a los dominios de la sombra. Allí, en aquellos campos del color de la ceniza, moran mujeres antiguas, mujeres para las que la carne fue una entrega, y tras la entrega fue la nada. O la guerra. La nada. Allí, en aquellos campos del color de la ceniza, ve Turandot el curso de la Historia, sus grafemas torneados de nombres pronunciados y acabados. Entre saber un nombre y pronunciarlo va un abismo; el mismo que entre el crimen imaginado y su consumación.
El nombre de la princesa china es la llave y la condena. En realidad, siempre la llave es la condena. Las puertas no están hechas para abrirse. Turandot es la llave y la condena, es la puerta y es la nada al otro lado de los goznes, es el enigma alevoso y su respuesta. No hay ni puede haber amor en la mujer que asesina con su nombre.
El príncipe Calaf posee su identidad pero la guarda, con celo y masculina presunción. Su nombre es su salvoconducto, su atisbo de un pacto, carne de trato donde el trato no es posible. Su nombre es la gallina ciega de los tiempos: lo normal. Turandot es en cambio la poesía, es la carta robada de Poe, es la daga encima de la mesa, es la muerte a los ojos de todos y sabiéndolo nadie: la coherencia hasta sus consecuencias últimas entre el haz y el envés del óbolo final.
Calaf se traviste en vil prestidigitador, en mago de baja estofa. No hay dignidad en él; tal vez amor, no dignidad. Del duelo de esgrima lingüística y letal entre Calaf y Turandot, entre la dictadura normativa del tiempo y el eterno retorno de la sinrazón poética, Puccini prefrió situarse al margen. La partida quedó en tablas y Puccini fue enterrado en Bruselas, víctima de un cáncer de garganta que no le permitía articular palabra.