domingo, 26 de diciembre de 2010

MÁS AMIGOS DE ANA

La presentación generosa que me hizo Emilio Pascual.

Una rosa es una rosa, y él lo sabe, y por qué.

Lleva por título La propia habitación; lo firma Ana Rodríguez de la Robla. Nada más abrir la puerta de esta habitación, oyes un endecasílabo: La dignidad conoce extrañas sendas. La literatura también, podríamos añadir a renglón seguido.
Desde Borges sabemos que el mapa ideal es un mapa imposible, es decir, el dibujado a escala 1/1. Tras haber leído este libro, y cuando supe que debía presentarlo, mi primera tentación fue el mapa de Borges. Supuse que la presentación ideal sería una que empezara «La dignidad conoce extrañas sendas», seguir con la excelente memoria de Sancho por «no sé qué de salud y de enfermedad que le enviaba», y por aquí ir discurriendo, hasta acabar, si no en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura», en «Versos de desecho para un réquiem de sombras. Jirones de memoria que renacen a un diario para morir al fin en paz en los ojos de un lector. O tal vez no».
No, tal vez no. Una presentación así, si precisa como descripción, sería excesiva para mapa.
En la casa celeste hay muchas moradas, dijo Jesús de Nazaret. Esta tiene 61; o, si el título exige que solo sea una, será una exposición de 61 cuadros: los títulos orientan o provocan: 9 son victorias, 11 notas a pie, 10 interiores, 13 visitaciones, 9 desperdicios que no lo tienen, y otros 9 espejismos.
Visitaciones, notas, espejismos, victorias, desperdicios, interiores… Parecen estampas de un género híbrido, y son caras distintas de un rico poliedro. Todo el mundo recuerda la anécdota o leyenda de aquellos cuatro visitadores de una pirámide: la describieron sucesivamente como azul, amarilla, blanca y roja: ninguno había tenido la precaución de rodearla para comprobar que cada cara era de un color. Este libro es como aquella pirámide cromática: cada cara quizá es un microcosmos, pero forma parte del vasto mundo de la complejidad. Tan sencillo como un átomo apenas divisible, y tan complejo como el poliedro que los contiene todos.
Empezamos a recorrer la galería. (No salto las victorias, lo verán). Llegamos a las notas a pie. A pie, porque sugieren el destino inferior de alguna página; a pie, porque es preciso llegar a ellas despacio y con sosiego. Y aquí, saltamos de una máscara a otra máscara: de una máscara veneciana al color de las rosas en la oscuridad, para advertir que, cuando la luz se apaga, se nos caen las máscaras del día; o de la reflexión sobre Turandot y el destino de la palabra pasamos al cáncer de garganta de Puccini que no le permitía articular palabra. Una nota sobre el poeta Paul Celan ahogado nos lleva por la corriente del Sena a visitar de puntillas ese querido mundo terrible que fue la primera mitad del siglo XX.
Sesenta y una. Un triple icosaedro de colores, que no ha querido limitarse a ningún género. Las «lúcidas reflexiones» de que habla la cuarta de cubierta se convierten en narraciones sutiles a poco que el lector participe y abra sendas sin transitar. El lector perspicaz hallará una historia apenas esbozada «en la temible soledad de la tienda» del general asirio Holofernes. La descripción de un beso robado en un cuadro de Fragonard se convierte en un cuento con muchas irisaciones y varios posibles finales. Una bella y fina historia es la de aquel Médici Breve —más perspicaz para el ejercicio arbitrario del poder que para prever su propia ruina—, el cual ordenó a Miguel Ángel esculpir una estatua con la nieve de un patio de Florencia. Narración, y no poco hermosa, es el apunte biográfico del músico finalmente salzburgués, Heinrich Ignaz Franz von Biber, que es a la vez músico y octosílabo. Recomiendo leerla oyendo de fondo la chacona de Bach que se allí se cita.
He aquí, pues, un libro de narrativa. No son estas las únicas historias. Ahí está la del cuadro de Vermeer, El arte de la pintura —que, por azar, destino o coincidencia, lleva el mismo título que el manual de Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, con cuyas Meninas se establece espejo y paralelismo—. La del cuadro de Vermeer es una auténtica aventura, casi desde el momento de su concepción, y desde luego por su azaroso viaje hasta llegar al museo en donde ahora se admira. Léanlo y también ustedes se admirarán.
Narrativa, hemos dicho. ¿Pero no será más bien ensayo, pues que se habla de cultura y arte? A un profesor mío le oí decir por primera vez que «cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se sabía». Años después alguien me sugirió, sin asegurarlo, que la frase feliz podría ser de Steiner —«el remilgado Steiner», lo llama nuestra autora en otra parte—. Y miren ustedes por dónde, he tenido que rebasar los 60 años para visitar este libro, y en una de sus visitaciones ser visitado por él con esta línea definitiva: La cultura, el arte, es «lo que queda cuando todo lo demás se olvida, como definía Plutarco». Entre esos momentos que quedan cuando lo demás se olvida hay uno que por sí constituye ya otro cuento: aquel en que el bastón de Lully golpeando su propio pie, «con su excéntrico bastón, semejante a un caduceo», se lleva por delante en fúnebre gradación dedo, pie, pierna y vida, como otro bastón y un gemelo se llevaron el brazo de Valle-Inclán. Y así, el bastón de Lully —el único que osó decir «la música soy yo» ante quien dictaminó que el Estado era Él— entabla correlaciones y paralelismos con la gangrena de Luis XIV, como el nombre de Turandot con el cáncer de garganta de Puccini. Vean cómo se juntan, mezclan y barajan los géneros, las imágenes, los versos diluidos en la prosa.
¿Disolución de los géneros o síntesis de todos? Hay en estas páginas sutiles reflexiones sobre el tiempo, que lo mismo puede verse «como el círculo que el reloj de arena traza en su cambio de sentido», que como la serpiente anual que te deja «otra muesca en el tobillo»; reflexiones sobre el amor, sobre el arte en general, sobre la palabra y la poesía en particular, sobre la pintura, la música, el cine… Hay en cada línea una agudeza especial para sacarle punta a todo; y no solo al lápiz «cuya cháchara es un río devorado entre la selva», y su Paraíso perdido la escritura, sino a cosas cotidianas como la fiebre, a la que es capaz de imaginar como «una dama exquisita que te sirve té y naranjas»; a muebles cotidianos o excepcionales, como esa «cama intacta en plena madrugada», que puede ser síntoma de ausencia o de desastre. El lenguaje y sus espejismos.
Es notable su habilidad para llamarnos la atención sobre los pequeños detalles que dan sentido, cambian el curso u ofrecen la cara menos prevista de la vida. No se pierdan los cordones de los zapatos de Manganelli. Si Cortázar ideó unas instrucciones para dar cuerda al reloj o para subir una escalera, Ana sin decirlo nos las ofrece para atarse los cordones de los zapatos y de paso soltar los de la lengua. Tiene una destreza suprema para la síntesis, como esa película de Bergman resuelta en dos palabras: el dolor, el sombrero.
En una época en que nos abruman libros de tantas páginas, este tiene la dimensión exacta de la poda. «Mεγά βιβλίον μεγά κακόν», dijo el viejo Calímaco, aquel poeta griego para quien «un libro grande es un grande mal». Este no adolece de aquel defecto. Pero no se engañen, no es tan breve como parece.
Se dice que libro que no merece ser leído dos veces no merece ser leído ninguna. Este merece varias. Solo así oirá el lector los ecos que resuenan de un extremo a otro de las páginas. Entras, por ejemplo, en la tercera estampa de Victorias: ves una grieta en la roca titulada «El origen del mundo», y solo ochenta páginas después hallas otro origen del mundo, un cuadro que pintó Gustave Courbet en 1866. (Por cierto, ahí se habla de «punto de fuga», el mismo sintagma que volveremos a oír veinte páginas después a propósito de otro cuadro paralelo de Modigliani). Pero en medio aún encontrarás otro orificio en otra roca, ahora titulada «el ombligo del mundo», y, como no hay casualidades, el texto nos advierte que está situado «un poco más al norte del origen», y que «la palabra se reduce a ese orificio que remata el hilo de la vida». Pero es que páginas atrás nos había dicho que «el discurso es un hilo»; y solo ese hilo pudo sacar a Teseo del Laberinto de Creta y a cada uno de nosotros de nuestra propia habitación o laberinto del alma. El hilo de Ariadna, como una cuerda de laúd bien temperado, resuena en otros ámbitos del libro. Todo él es un tapiz, y hay que estar muy atento para no perderse ningún hilo de la trama.
Ya hemos mencionado —o por mejor decir menciona ella— la escritura. La escritura es evocada en algún lugar como ese duelo desigual entre el tiempo que todo lo destruye, y la voluntad implacable de permanecer. Pues bien, unas páginas más, y en aquella historia de Miguel Ángel y la escultura de nieve —¿recuerdan?— volvemos a ver «el duelo del arte contra el tiempo, de la voluntad inconstante contra la inmutabilidad del sacro lenguaje escriturario». Machado hablaba de distinguir las voces de los ecos, pero en este libro voces y ecos son una misma cosa.
Las voces, los ecos, la música de las esferas, los pájaros en el pentagrama. ¿Lo ven? No es un libro tan breve. Gracián nos recordó en su Criticón que «un grande lector de una obra grande dijo que sola le hallaba una falta, y era el no ser o tan breve que se pudiera tomar de memoria, o tan larga que nunca se acabara de leer». No sé si con el actual descrédito de la memoria este se podría cobijar en ella, pese a su aparente brevedad; pero sí sé que puede durar mucho, porque unas páginas remiten a otras, y así resulta inacabable como el círculo o como el eterno retorno. De mí sé decir que ya lo tengo de huésped permanente en mi mesilla de noche.
Es un libro pleno de hallazgos felices que cualquier escritor envidiaría: Por ejemplo: «Sófocles es el inventor del espejo y del género policiaco». ¿Cuántos lo hemos pensado y no hemos sabido decirlo? Es una muy sagaz lectura del Edipo, ese libro misterioso que siempre nos ha intrigado, y que —de nuevo los ecos— páginas atrás estaba de algún modo preanunciado en la película del coreano Park Chan-Wook. La propia habitación, o la casa celeste, o la galería de los cuadros inquietos. Decir que es un libro muy bien escrito es casi un ofensivo pleonasmo. Utilizando el verso de un amigo mío, me atrevería a decir que su prosa es «envolvente como la mirada de Verónica Lake»; en la verdura de sus eras no late la serpiente sino la sonoridad del endecasílabo, el adjetivo preciso, la paronomasia, como esa de la página 111 [¡también es casualidad!], en que el lector hallará vello púbico, público e impúdico, en ese otro cuento, que no lo tiene, del cuadro de Modigliani, otro que no sabemos si fue pintor, músico o poeta.
Un libro bello por los cuatro costados. Al que no son ajenas las ilustraciones que matizan, completan y perfilan los contornos estrictos de la prosa. Solo le falta para ser perfecto que, al abrir cierta página, se oyera una de las rosas de la corona de Biber. Sé que Jesús [Herrán] lo está estudiando.
¿Recuerdan la primera línea? La dignidad conoce extrañas sendas. La literatura también. Nadie ha sido capaz de definir la literatura. Pero yo tuve un profesor de literatura —aquel de la cultura y el olvido— que, en su sencillez sin pretensiones, se atrevió a afirmar que literatura es «decir cosas bellas bellamente dichas». Si esa definición, aun no siendo esencial como pretendían las de Porfirio, se acerca a la esencia de la cosa, La propia habitación es literatura. Excelente literatura. No se la pierdan.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

LOS AMIGOS DE ANA

El lujo que siempre ha sido contar con Regino como amigo se demuestra en cosas como esta:

Resulta bien difícil para mí hablar de Ana Rodríguez de la Robla con unos mínimos de objetividad. Porque yo a Ana la quiero mucho, porque tengo muchas razones para deberle un largo agradecimiento, y porque hubo un día en el que el mundo, entre otros criterios, se dividió entre quienes le abrieron los brazos a Leo desde el primer segundo, reconociendo su magia y mi felicidad, y quienes decidieron mirar para otro lado, tal vez porque sólo les sirves como amigo cuando eres más desgraciado que ellos. Leo se enamoró de Ana de inmediato, de su sonrisa franca, de su lengua sarcástica, tan afilada como sus deslumbrantes tacones.
Pero es que además me gusta cómo escribe, su lenguaje rico y musical, su despierta inteligencia, la elegancia de sus párrafos, la cultura infinita que exhibe y que le ha ganado algunas inquinas porque siempre es difícil aceptar que otra personas te saque tres cuerpos en la carrera hacia las nubes.
Así que la objetividad comienza al decir que acaba de editar un nuevo libro, en el que bajo el título de La propia habitación recoge pequeños fogonazos de inteligencia, inclasificables, que rozan a veces el poema en prosa para convertirse en observación certera o reflexión exquisita sobre el mundo, el arte y la carne. Continúa aclarando que el libro ha sido editado por Valnera Literaria, y termina constatando que mañana se presenta en el Ateneo de Santander, a partir de las 20:00.
A partir de ahí, sólo puedo escribir que su libro me gusta, que me gusta mucho, y que me interesan sus reflexiones lúcidas y nunca gratuitas. Que viajar de la mano de Ana para mirar un cuadro o escuchar con oídos más atentos una nueva obra de música, que leer desde sus ojos ese viejo o nuevo libro, es desbrozar los misterios de la creación y sonreír sin aviso previo con su certera pluma.
Sí, ya lo sé. En este mundo que se está consagrando al "especialista", a ese sobre el que bromeaba Ortega definiéndolo como "el que lo sabe todo de nada", chirría que una mujer como Ana de la Robla se atreva a hincar el diente en campos tan diversos, encantados de poder sorprenderla en uno de sus escasísimos renuncios. Pero Ana es de la estirpe humanista, incapaz de negarse a un placer o renunciar a una sola de las ventanas que su espíritu abierto necesita para seguir respirando.
Y por eso su habitación, tan privada, tan propia, es también la habitación de muchos.