sábado, 22 de septiembre de 2007

HORTUS CONCLUSUS

Jardines. Jardines privados, acotados. Jardines íntimos, secretos. Lugares donde ser y recluirse, donde esperar y amar, donde hacerse casto y libertino, filósofo y mundano. Lugares del gozo y de la muerte: Melibea consumó en su huerto sus ardores, bajo el rumor complaciente de sus árboles, y más tarde su último suspiro, arrojándose desde el balcón sobre sus parterres simétricamente recortados y dispuestos como un lecho perfumado. El jardín particular es la ventana que se entreabre a las pulsiones más intensas: las luces matizadas, el sutil parlamento de las sombras, las fragancias memoriosas, los emboscados símbolos, el enigma febril de las estatuas. El jardín cerrado: escenario habilitado para el baile supremo de las máscaras.
El hortus conclusus se puebla del personal bestiario de la intimidad, y su planta trasluce el orden personal e intransferible de las victorias demediadas. La piedra o la vegetación pueden cumplir por igual su cometido sugerente o narrativo: lo esencial en el jardín privado es que el ánimo trascienda el mero estilo. Así que el Canopo de Adriano –idealizada, serena y mínima recreación de la ruidosa ciudad egipcia que Estrabón nos describió– me ha parecido siempre uno de los hortus conclusus más perfectos entre todos los posibles, aunque creo que sólo yo le atribuyo ese carácter. De los cuatro elementos canónicos que se requieren en el hortus (cerramiento, vegetación, agua y animales –almas atormentadas añadieron el laberinto–) cumple el Canopo los cuatro, sustituyendo la exuberancia del verde por el gris elocuente de la piedra. Dentro del recinto de la Villa Adriana en Tivoli, el peristilo del Canopo, sostenido por cariátides, preserva con fervor la desgracia de Antínoo; el cocodrilo único, feroz, es guardián y testimonio del dolor perfectamente construido; las aguas del Nilo, aunque turbias, tan pequeñas, anegan cada día la pupila entristecida del emperador.

Ronda el reptil a las doncellas
que ofician su gracia sufragada,
roza sus paños
de nácar enigmático,
de pliegues insensibles
al cieno hecho en escala a su medida.

Dos mil años más tarde, en Escocia, Ian Hamilton Finlay –artista singular donde los haya dentro del ya singular repertorio del siglo XX–, a la manera de un Diógenes sui generis, en lugar de un tonel quiso escoger un jardín por vivienda. Ese jardín se llamó Pequeña Esparta, y Hamilton Finlay fue construyéndolo con dedicación casi obsesiva, morosa y pacientemente, en un terreno de cuatro hectáreas en Stonypath, allí donde antes sólo había una granja abandonada. En Pequeña Esparta serpean flujos de agua que contradicen a Heráclito, brotan puentes y senderos imposibles, templos tomados por la hierba, bancos con poemas inscritos, esculturas de inspiración greco-latina, lápidas cubiertas de epigramas. Es un hortus conclusus consagrado al arte y la belleza, también al tiempo y la melancolía, a la muerte y la denuncia. The world has been empty since the Romans... En Pequeña Esparta vivió Hamilton Finlay durante cuarenta años como un austero e independiente exiliado, apelando a la creación y a la inserción del intelecto en la naturaleza, y ello desde su referencia al Mundo Clásico, también a la Revolución Francesa y a la Segunda Guerra Mundial.
En mi jardín secreto y bien cercado yo también me anudo o me despliego. Encauzo las aguas que destilan las palabras o la música, las surto de nenúfares, de flores disecadas, y conduzco su corriente por las venas del azogue fragmentado que me sirve como estanque. En este espacio crece a veces la maleza y con ella los pequeños animales enfermizos que la habitan. Algunas noches las lechuzas se aproximan a los fuegos que crepitan en la orilla –esa trampa sutil y envenenada cedida a la fuerza por los dioses– para caer vencidas ante el canoro fulgor que contamina. Sin pausa transcurren las horas. En esta parte interior de la cancela. En mi pequeño huerto, mi adormecida luz, mi pesadilla.

viernes, 14 de septiembre de 2007

CRISTAL AZUL

Hace unos días volvía a ver Azul, ese retrato en carne viva de la soledad que presenta con su delicadeza habitual Krysztof Kieslowski –uno de mis imprescindibles–. El polaco ha señalado ese vacío como nadie en sus películas, ese vacío que no es tal en realidad, porque el solitario –el solitario que lo está tras una pérdida, tras una huida, tras cualquier acto que implique cercenar esa materia continua que antes no era soledad– se esfuerza en rodearse de lo que añora, de lo que fue, de lo que le hace daño: un sonido, una apurada taza de café. Estar de pie en mitad de las estatuas. La soledad, entonces, va irremisiblemente unida al dolor, pero no al dolor obvio de la ausencia sino, bien al contrario, al del exceso: es el dolor del horror vacui; un dolor que convierte al que está solo en el menos solo de los hombres, inmerso en una selva barroca y asfixiante, terrible y enigmática, como la dibujara Baudelaire. La soledad, así, no es otra cosa que un oxímoron tedioso, un pájaro de vuelo circular y reiterado… y también, desde Kieslowski, un cristal azul y desvalido.
La soledad, la soledad azul, está proscrita. Es una lacra, es repulsiva. Hay quien ha dicho, con fortuna, que ostenta el rostro de la culpa. El sistema indica que debemos ser felices, animales sonrientes y siempre acompañados; que debemos bailar la siniestra zarabanda cuyo ritmo marcan nuestros pasos previamente dirigidos. Caminar es bailar por pura inercia; vivir, un pas de deux prefabricado. La soledad nos salva de este espanto. En su cristal azul –ese breve simulacro de la muerte– brilla el exceso de pasión, pero también algo que se parece a la verdad. Apartando la hojarasca y el fragor de los escombros surge la mirada transparente, el perfil de todo aquello que, no estando solos, no podemos ver. La senda tortuosa que conduce a Tebas. La mentira, la duda o el error. Y el libro en blanco de los días por venir.
La soledad nos torna más tristes y más lúcidos. Más libres.

viernes, 7 de septiembre de 2007

PRINCIPIOS Y FINALES

Ya decía Valle-Inclán que “las cosas no son como son sino como las recordamos”. Esa distancia entre el ser y el recordar es el pantanoso territorio donde todo ocurre y donde todo se resuelve: esa oscura trastienda agazapada a la vuelta de una puerta o –las más de las veces– al otro lado de una tela miserable. En aquel rincón absurdo y sucio se teje y se desteje la historia y sus recodos, y nunca nos percatamos del curso feraz de la labor; hasta que un día, cansados de caminar entre las piedras, cegados por un reflejo insólito, nos sentamos en una banqueta sumisa y fijamos la vista en lo sombrío, en el ángulo callado y hacendoso. Más allá del cortinaje, deshilachado y vil, sollozan las palabras, las imágenes, las cenizas de los días. Es el envés de los recuerdos, es el azogue perverso que transverbera el corazón. Es el final del principio. La memoria se convierte en un consuelo; o una daga.
Con la locura del lenguaje baila el hombre sobre todas las cosas”. Nietzsche sabía que el lenguaje es el más sutil de los espejismos y el más eficaz de los venenos, que lo escrito no sólo permanece, sino que también daña, y ese dolor nunca termina porque la tinta lo hace inmune al tiempo y la belleza. Cuando el baile orgiástico de sílabas termina y la locura se disipa como alcohol evaporado con el fuego, sólo resta el resplandor febril de la carnicería; y el hedor, como un heraldo agraz de los escombros. El lenguaje se convierte en la mortaja del recuerdo, en obediente profetisa del final. Cartas, conversaciones, promesas… Cristales que estallan en puñales diminutos. Palabras que dejan sólo un breve poso de óxido en los labios.