lunes, 31 de diciembre de 2007

MUDANZAS

A modo de felicitación


Anoche volví a ver El hombre del tren, de Patrice Leconte, esa suerte de lírico western crepuscular que es mucho más que un western, porque añade, entre otros, dos elementos que no están presentes en el género norteamericano tradicional: me refiero a la idea precisa del viaje –viaje explícito en el tiempo, hacia la muerte– y a la idea atisbada del cambio. Los personajes del western convencional se hallan exactamente en la piel en la que quieren estar, pero en El hombre del tren lo que se sugiere es la posibilidad de descubrir esa marca de agua que todos llevamos impresa en algún lugar recóndito de nuestra carne –más adentro, tal vez–, y que es preciso examinar a la luz, por tenue que ésta sea, para perfilarla. En esa marca de agua reside el otro que quizá hemos sido o el que quisiéramos ser si las circunstancias o la cobardía –aleve hermana de la indecisión– no nos disuadieran. Cuando la marca silenciosa se desvela ante la llama frágil, nuestro equipaje cambia; no es fácil –sí improbable– que la ruta de nuestro viaje se altere, pero en la maleta las ropas se trastornan, y las manos tiemblan.
Hay un momento en la película de Leconte que resulta revelador en su extrema sencillez. Milan, el atracador pavoroso e impávido alojado por azar en el caserón decrépito del tierno profesor de poesía Manesquier, jamás ha calzado unas zapatillas. Siempre en tránsito, siempre de paso, Milan conoce sólo la dureza del zapato y del asfalto ardiente de la huida. Manesquier insiste en regalarle un par de pantuflas de cuadros sin usar que guarda en alguno de los miles de cajones de su mansión memoriosa, y Milan, al probárselas y caminar con torpeza con ellas –o "en ellas", que diría Baroja–, abre la puerta de un mundo para él desconocido y enuncia escuetamente: “Me parece que me equivoqué de vida”.
De repente me percaté de que El hombre del tren era una buena película para empezar el año. Elegida por azar, por el simple acicate de volver a disfrutarla, me apetece ahora compartirla aquí y traerla como puente para todos aquellos que en el nuevo año se aventuren a cruzar hacia quienes les esperan en el otro lado de sí mismos. Mi deseo, pues, para vosotros: ATREVEOS A CAMBIAR EN 2008.


Y para los clásicos que quieren empezar el Año Nuevo con música, propongo una alternativa al mohoso concierto vienés televisado de cada año. A pesar de su título, Il trionfo del tempo e del disinganno es el primero a la par que uno de los oratorios más bellos y pletóricos de Haendel. Se estrenó en Roma a comienzos del XVIII, en 1707, bajo la batuta del maestro Arcangelo Corelli, en un periodo en que la ópera, entendida como género profano, estaba prohibida por el Papa. Haendel, no obstante, exhibió su desmedida inteligencia musical –y diplomática– al subrayar en este oratorio los elementos más puramente operísticos, con profusión de arias y recitativos para voces solistas. Si el esplendoroso cuarteto vocal (dos sopranos, contralto y tenor) del Voglio tempo no os emociona en esta interpretación a cargo de Emmanuelle Haïm y Le Concert d'Astrée, con Natalie Dessay, Sonia Prina, Ann Hallenberg y Pavol Breslik como cantantes entregados, entonces es preferible que el tiempo y el desengaño se salgan con la suya.



UN BESO AGRADECIDO PARA TODOS

miércoles, 26 de diciembre de 2007

PALABRA DE NIEVE

El caer de la nieve es una forma de escritura que implica su peculiar e indeleble caligrafía. Los albos copos ejercen la divina potestad que se les ha otorgado, la damnatio memoriae de los siglos. En la nieve se da esa paradoja de borrar y escribir en un único acto, ese desafío que los regentes de la Roma del Imperio asumían para sellar su futuro consagrado a la decapitación o al veneno, jamás al olvido. La damnatio memoriae es ocultación más pérfida que la de un palimpsesto; en su labor se encubre otra escritura y otro nombre pero, sobre todo, se embosca el odio y su trazo intelectualmente asesino. Las palabras, para Nietzsche, albergaban el sentimiento muerto de lo que fue y ya no es, y entonces la palabra es un desdén perpetuo, un esfuerzo mórbido. Los copos de nieve son sepultureros desdeñosos de todo cuanto cubren en esa lengua atávica e incontestable de su caída; los cadáveres que aflorarán, tal vez, con la llegada de la primavera.
En la navidad de 1493 Piero II de Medici fantasea en su palacio con la posibilidad de desafiar a la escritura de la nieve. Es deber de los príncipes contrariar los dictados de los dioses, y es ese deber cumplido el signo indicativo de la mortalidad egregia. Nieva sobre Florencia. Piero tiene veintidós años y responde al título de Señor de Florencia desde los veintiuno, aunque su autoridad –escasa– es discutida. El hijo mayor del Magnífico Lorenzo contempla desde la ventana la inusual nevada que asfixia la belleza del patio palaciego. En su indolencia se aburre; no sabe aún que en pocos años habrá de perecer, como aliado del invasor que previamente lo expulsará de la ciudad reinstaurando con ello la República.
Piero piensa en una fiesta, otro espectáculo que acredite su grandeza. En su desatada hybris trama una velada insolentemente excepcional: manda llamar a Miguel Ángel por primera vez a su palacio desde la muerte de Lorenzo, protector señalado del artista, y le encarga que realice una escultura con la nieve acumulada en el patio del palacio, una escultura efímera que iluminará su fiesta. Miguel Ángel tiene diecinueve años, un desproporcionado orgullo y una fama incipiente. Lo que Piero le plantea a Miguel Ángel es el duelo del arte contra el tiempo, de la voluntad inconstante contra la inmutabilidad del sacro lenguaje escriturario. El duelo del hombre contra Dios.
Cuando John Ruskin rememora este episodio, lo lamenta desde una atalaya eminentemente práctica. Traduzco directamente de su Economy of Art (1857): “Muchos de ustedes, tal vez, recuerden que Pietro di Medici encargó en cierta ocasión a Miguel Ángel que modelara una estatua de nieve, y que cumpliera taxativamente el encargo. Debo estar agradecido, y todos tenemos motivo para estarlo, de que le acometiera semejante antojo al indigno príncipe, y ello por el siguiente motivo: Pietro di Medici dio muestra, en un momento específico dentro de una gran época con decidida primacía de las artes, del más perfecto, certero y profundo error que las naciones y los príncipes pueden cometer respecto a los genios confiados a su dirección. Observemos; tenemos aquí al mayor de los genios sujeto a la más estricta obediencia, capaz de demostrar una férrea independencia y sometido, sin embargo, a los deseos de su superior; al mismo tiempo, al más realizado y original de los artistas, capaz de hacer tanto cuanto puede hacer un hombre ante cualquier requerimiento. Y su gobernante, su guía, su superior, le ordena modelar una estatua de nieve, puesta al servicio de la aniquilación, que sea como una caricatura de sí misma y termine por desaparecer de la tierra”. Ruskin señala con acierto la escasa visión a largo plazo del hombre de estado. Por ello la cultura, las artes, “lo que queda cuando todo lo demás se olvida”, como definía Plutarco, nunca constituyen una prioridad en la política.
Miguel Ángel accedió a realizar el encargo. Quién sabe si se enfureció ante tan extravagante propuesta o, tal vez, le agradó el juego de intentar sobreponerse a la Naturaleza, a la que siempre menospreció con sus manos y su obra. La escultura era apenas una huella, pálida memoria escueta, sólo dos días después de su presentación en sociedad. Siete meses más tarde, Piero II de Medici es expulsado de Florencia, incapaz de afrontar el envite de las tropas de Carlos VIII de Francia, y tres meses más tarde aún todos los miembros de la familia Medici se ven obligados a abandonar la ciudad, acatando la damnatio decretada por la impávida grafía de la nieve.

lunes, 10 de diciembre de 2007

PROPIEDAD PRIVADA

Una broma. Un ejercicio egocéntrico. Una exhibición homosexual. Una protesta política. Todas estas interpretaciones y alguna que otra más ha merecido una de las piezas más controvertidas de la historia de la ¿música?: la célebre 4’33’’ de John Cage, consistente, como es sabido, en un silencio que se prolonga aproximadamente –tan sólo es una acotación orientativa, si hemos de seguir los dictados del compositor– durante cuatro minutos y treinta y tres segundos.
Cierto es que para ser una mera broma, Cage se tomó el asunto con gran dedicación, invirtiendo en ello varios años y bastante literatura. La pieza ha conocido cuatro partituras sucesivas –unas pautadas, aunque obviamente sin notación; otras sin pautar– con precisiones distintas en relación con los tiempos y diferente paginación. De la primera de las partituras, que no se conserva, tenemos referencia por su primer intérprete, el pianista David Tudor. El número de páginas que deben pasarse en la interpretación y la propia “escenificación” de la obra pueden alterar la duración propuesta por Cage, en licencia aceptada por el propio compositor, si bien lo habitual suele ser la ejecución con presencia de cronómetro. La obra, en tres movimientos, cabe ser interpretada por un solo instrumento o por una composición de instrumentos. De este modo, se han realizado interpretaciones al piano –como la original de Tudor–, pero también al piano con acompañamiento de “voz”, e incluso por orquesta.
Probablemente el silencio como ausencia de sonido y la oscuridad como ausencia de luz encarnan dos de los conceptos – o “no-conceptos”, si se quiere– más inquietantes en la historia de las ideas y del arte. A ellos hay que añadir la confrontación negro-blanco en tanto no-color frente a suma abstracta de colores. Estos elementos no son ajenos entre sí, y en particular en el ámbito sonoro ya los griegos entendían el término ‘croma’ como sinónimo de ‘timbre’. Goethe teorizó profusamente a este respecto; bien conocida es la formulación de la escala cromática musical que realizó en Zur Farbenlehre.
Aunque en textos diversos y en conferencias que impartió en años y foros previos –en particular desde 1948– ya Cage había mostrado su preocupación por el “problema” del silencio, parece que le propinó un aldabonazo en plena frente la serie White paintings que Robert Rauschenberg expuso en 1951 en el Black Mountain College, y que Cage había tenido oportunidad de contemplar meses antes en el propio estudio del artista. Las pinturas blancas de Rauschenberg no constituían ninguna novedad en lo formal –imposible eludir los trabajos de Malevich realizados un cuarto de siglo antes– pero sí en lo conceptual: la pureza perseguida por el ruso se veía sustituida por la saturación que pretendía el tejano, al incorporar a la brillantez del blanco la acción del polvo depositado o de las sombras involuntarias de los espectadores. Precisamente estos elementos ajenos a la obra que, no obstante, pasan a integrarla de modo inmediato, provocaron la fascinación de Cage.




Fue entonces cuando 4’33’’ acabó de perfilarse. Y nació. Era el verano de 1952. Como el silencio per se no existe más que en tanto concepto, 4’33’’ es una pieza que por fuerza se imbuye del entorno en que tiene lugar. Así pues, cada interpretación de la pieza supone un hito único, dado que nunca es idéntica la interpretación, pero tampoco el ruido ambiental: una sala de conciertos implica intervenciones distintas a las generadas por una ejecución en plena naturaleza o bien a la intemperie en un espacio urbano. El público también actúa como factor distintivo: en unos casos comenta, en otros se ríe… El silencio es inasible, irrepetible.
No pensaban lo mismo los herederos de John Cage, que en 2002 demandaron al grupo musical The Planets a causa del corte A one minute silence incluido en su disco Classical Grafitti, aduciendo que suponía un plagio inadmisible de la ya clásica obra del compositor. El conflicto terminó por arreglarse a golpe de talonario fuera de los tribunales. Desde entonces el silencio, último bastión de la utopía, es propiedad privada.


lunes, 3 de diciembre de 2007

PALCO VACÍO

El amor es una muñeca rota. Ayer vi sus piernas, sus brazos, su cuerpo, desparramados en un escenario grotesco. Y su cabeza en una de las manos del amante; en la otra, los anteojos cegadores de la poesía.
Ernst Theodor Amadeus Hoffmann se entregaba con frecuencia a sustancias sedantes o alucinógenas –morfina, mescalina, alcohol– para aliviar el dolor que le procuraban la progresiva parálisis que había de acabar prematuramente con su vida, a la par que los siniestros tratamientos médicos decimonónicos que en vano buscaban la reanimación de su atrofiada musculación con planchas al rojo vivo. Hoffmann era un melancólico, también un arrebatado, un apasionado, un loco como su propio alter ego, Kreisler, aquel literario inspirador de la diabólica página pianística que Schumann dedicó a su Clara con palabras inquietantes: “Toca mi Kreisleriana a menudo. En algunos movimientos hay ciertamente un amor salvaje, y tu vida y la mía, y cómo eres”.
Por su dolor, por su alucinación, por su pasión, por su tristeza, Hoffmann tuvo esa visión precisa del amor que, salvaje las más de las veces, se despieza esperpénticamente como sólo se despieza un cuerpo autómata presa de salvaje entrega, un cuerpo sin sentido más allá de la ceguera del cálamo poético. Porque el amor es una Olympia rota que vive en un poema y en el siguiente muere, en ese pestañeo que es el paso de una página, el vampírico rasgueo de la pluma en un papel. Ya Hermann Broch nos advirtió contra la poesía como puente hacia la muerte. Coppelius vende poemas como lentes asesinos, anteojos encantados que transforman los despojos desmembrados del amor en los dones exquisitos de una mujer bella, la máscara que, absurda y fragmentada, ha de morir.
Como a Broch cuando aguardaba el digno centro inexistente de la civilización -de Europa-, a Hoffmann se le quedó “el palco vacío” en la espera de un amor como digno centro inexistente de la vida, un amor que fuera todos y el mismo y veraz; un amor que fuera mujer y sobrenatural como una oscura Ligeia, un amor que fuera hombre como un Ganimedes que escancia precisa la bebida, un amor que fuera monstruo como sólo un poema puede serlo… y que sólo en monstruo, desvencijado autómata, se le quedó entre sus cuartillas.
Mientras la Olympia de Hoffmann muere en escena al compás de las notas de Offenbach, se desatan las risas sórdidas del público. El poeta abandona la sala con su ficción quebrada entre las manos. El palco sigue, otra noche más, vacío.

domingo, 18 de noviembre de 2007

DOS MUJERES

Hace escasas horas me afanaba en limpiar las telarañas del desván, sanear carpintería, abrir ventanas, dejar paso a la luz. Todo ello por atraer nuevos invitados con que agasajar a los ya veteranos asiduos de este espacio. Ahí, en el lateral, los recién incorporados han encontrado su acomodo: Andrei y Arseniy Tarkovski, David Oistrakh, Claude Debussy, Richard Hawley, Ingmar Bergman, Madeleine Peyroux, Elliot Smith, Frank Sinatra y Tindersticks.
En ese lugar se ha sentado una mujer, se ofrece al sol. Lleva sombrero pero toma el sol. El sombrero la protege de otra luz: la luz que acecha en el interior de la casa, la luz que habla en las goteras de los grifos, en la madera ajada, en el algodón cansado de las sábanas. La mujer se sienta al sol, se coloca el sombrero y en ese colocarse quiebra el mundo. Un vaso de cristal estalla contra la piedra morosa del suelo. Las esquirlas del vaso, el líquido desbaratado, son un cosmos que se acaba de repente. Acabarse es siempre así. En la piedra candente los despojos brillan: el resplandor fugaz de los finales; el canto del cisne tiene el timbre de un vaso de cristal quebrado. Los ojos de la mujer, bajo el ala del sombrero, dudan. Los despojos son hipnóticos. Retirarlos. No. Pasar página o recrearse en el desmayo del vidrio y del licor, en el rumor que hierve con el milagro del sol.
La mujer, sin embargo, no está sola. La mujer son dos mujeres. Sin cesar se acuerda de la otra, de la actriz que perdió el habla, la que con ella convive, la depositaria de su horror, de su secreto. La otra, la actriz que ya no habla, pero escribe. La mujer del sombrero no puede perdonar a la otra, sus cartas, su escritura; ella no escribe, sólo habla; ella quisiera ser actriz, que sus palabras fueran parte de un guión, pero su guión sólo es su vida, evidente y breve, como su propio cabello.
Para vivir es preciso ser un animal o un dios, dijo Aristóteles. Tal vez un monstruo, un animal que como un dios espera. Entonces la mujer del sombrero va por una escoba y un recogedor y regresa al lugar de la catástrofe y retira los restos ya sin voz. La piedra está mojada por el líquido; seguramente huele a cuanto fue. Un solo cristal grande dormita entre la hierba, ante la puerta de la casa. Ella con su sombrero, con su instinto animal, lo ve, pero se adentra en la hornacina, al acto de esperar, como espera una diosa de arcilla.
La actriz callada merodea afuera. Camina descalza y confiada, aquí, allá. El pie desnudo no sabe de mujeres, de silencios ni de esperas. La mujer, con su sombrero, aguarda. Su oído es su nariz, olisquea en la sombra la señal. El grito. La carne sangra, canta su canción de roja pleitesía, mientras el último fragmento del mundo agonizante se cobra su venganza escuálida. Se cruzan las miradas de las dos mujeres. Por un instante son la misma. El dolor. El sombrero, al fin, sobre la mesa.
Por si quieren saludarlas: en el citado lateral, desván cuarto a la derecha.

domingo, 11 de noviembre de 2007

ALAS DE MARIPOSA

Un año junto a las piedras de la historia, y entonces una hora suena, es la tuya: en el poema, monólogo del sufrimiento y de la noche. Gottfried Benn. Amargo y táctil, sabio. Un poema es una mariposa deshojada; con sus versos como ojos sobrevuela los escombros, el rumor ceniciento de la albada, el comienzo inesperado del otoño en el adiós feroz de los amantes. Tantas piedras, tanta historia, tanta estrada. Y el fragor de una música apagándose. El belvedere se ha cubierto de hojas secas, de palabras que se extinguen como máscaras ahogándose en el limo. La poesía llega tarde, renqueante. Con los guantes en la mano siempre asiste únicamente al vals final –su cadencia sepia y perfumada–, pero asume las exequias y embalsama, exquisita, los cadáveres. La poesía y su vocación sepulturera, primorosa... Sin letanías, sin séquito, sin lágrimas, los cuerpos demediados son objeto digestivo de espectáculo; en la morgue del poeta las estatuas se redimen del olvido: aquí y allá, en las limpias incisiones de la autopsia, se respira la belleza, el vuelo aleve de unas alas de colores asesinos.
Algún día aquellas alas arden, también mueren. Arde la labor de la encajera de las horas; el incendio de su blusa, amarilla como un réquiem; sus agujas se hacen dagas en la piel del bastidor. La encajera es una araña delicada y no lo sabe: en su red las mariposas mutan, se convierten en translúcidos poemas, en monólogos de polvo. La infinita noche de la araña tejedora no declina, el sufrimiento es un encaje minucioso. Quizá un libro.

lunes, 5 de noviembre de 2007

PUNTO DE FUGA

En el Museo d’Orsay de París hay, al menos, dos cuadros que no permiten un tránsito indiferente. Uno de ellos se encuentra en la planta primera del museo y corresponde a la mano del pintor belga Jean Delville, personaje singular más interesado en las traducciones esotéricas del arte que en el arte por sí mismo. Su cuadro, titulado equívocamente La Escuela de Platón, bien puede parecer –y de hecho lo es– la provocativa recreación de una escena de Jesús y sus apóstoles. Los discípulos, en coincidente número de doce, aparecen en torsiones afectadamente voluptuosas, y el presunto Platón responde sin dudar a la tradicional iconografía de Cristo, con olivo incluido a la espalda –dispuesto, por cierto, de tal manera que evoca el madero de la crucifixión y la corona de espinas, o así me lo parece–. El cuadro, de grandes dimensiones (6 x 2,60 metros), fue originalmente concebido como encargo de la Universidad de la Sorbona, pero acabó siendo rechazado por su impudicia y nunca ocupó el lugar que le estaba destinado. Mi acompañante en el Orsay, hombre ya en su cuarentena, viajado y supuestamente curtido en las pérfidas asechanzas del mundo, ciento diez años más tarde del episodio universitario sorbonense, pegó un respingo ante ese lienzo y mostró su desagrado, abandonando la sala con celeridad. He de admitir que la obra transmitía una sensación inquietante, de una belleza repulsiva. A pesar de que, sabiendo de su interés por la Antigüedad, intenté seducir al huido con el taimado título de la obra, su mirada evidenciaba desconfianza y no hubo más opción que encaminarse hacia el trastornado pero aprehensible mundo de Van Gogh. La locura comm’il faut siempre es una garantía.

Ya una hora antes se había producido otro encuentro imprudente. El otro al que al principio hice mención. En una de las salas laterales de la planta baja, recoletamente dispuesto junto a su acceso, se encuentra un cuadro no muy grande, de apenas 45 x 50 centímetros. Se trata del llamado El Origen del Mundo, de Gustave Courbet, lienzo tan bien conocido como poco visto, cuya difusión en la portada de una novela de Jacques Henric, todavía en 1994, fue objeto de censura. Después de pasar por varias manos, y siempre entre misterios y ocultaciones diversas, la tela acabó por expreso capricho en manos de la esposa de Lacan, quien sin embargo terminó por encontrarse incómoda ante los comentarios de sus amigos y de los extravagantes visitantes de su célebre esposo. En 1995 la obra pasa a integrar los fondos del Orsay, aunque en el correspondiente anuncio oficial el Ministro de Cultura francés rehúsa fotografiarse junto al lienzo. Es evidente que El Origen del Mundo, aun a pesar de su título casto y conciliador –ajeno a Courbet, por cierto–, siempre fue una tela magnética y conflictiva; ya en su primera exposición, cuando se preguntó al artista sobre la identidad de la modelo, contestó Courbet con flaubertiana contundencia: “El coño soy yo”. Y es bien probable, dado que su amante reconocida, la irlandesa Joanna Hiffernan, era pelirroja. Courbet, personaje escandaloso y libertino, además de altanero y desafiante, bien podía ser un coño; y hasta la ambarina carne de Correggio que lo enmarcaba, como bien dijo Goncourt.
En Orsay vi El Origen del Mundo muy sesgadamente. Mi acompañante fue presa del mismo rubor que ha teñido la visión de la tela a lo largo de más de siglo y medio. Pero entonces me di cuenta de cuál debió de ser el auténtico título de la obra. Aquel fulgor oscuro de semilla, aquel desván, aquel espejo del ojo que se entrega sin remedio: Punto de fuga, por supuesto.

lunes, 29 de octubre de 2007

EL ÚLTIMO SUSPIRO

Por exigencias profesionales –un libro de traducciones de epitafios latinos próximo a aparecer y una conferencia inminente de lo más animado, ambientada en el sin par optimista dominio de los que ya han pagado a Caronte su moneda– me he visto sumergida en estos días en aquella ocupación que como nadie describió Quevedo: “Escucho con mis ojos a los muertos”. Los antiguos sabían bien que la otra vida, la que existe más allá de la muerte, hay que trabajársela en ésta, a poder ser por escrito y en piedra. Nada en ningún mundo existe hasta que no se escribe. Heidegger lo iluminó gráficamente: “La relación esencial entre muerte y lenguaje aparece como en un relámpago”. Las palabras sustituyen al rostro cuando éste ya se ha ido, e incluso el nombre escueto en su defecto –si no media mayor inspiración– cumple discretamente la tarea. Orestes, por pluma de Eurípides, lo tenía muy claro: “Mi cuerpo me es ajeno; sólo el nombre no me ha abandonado”.
Un amigo a quien aprecio me ha pedido saber más acerca de estos textos, conocidos en la terminología académica como Carmina Latina Epigraphica. Su peculiaridad, lo que los diferencia del resto de epitafios legados por el mundo clásico, está precisamente en su prénom: Carmina. Se trata, pues, de inscripciones versificadas. El hecho de ser inscripciones, y por consiguiente textos públicos –a la vista de todos–, tampoco es baladí. Ya subrayó el placentero Giorgio Colli en memorable ensayo las implicaciones del lenguaje literario que se vuelve visible y cotidiano.
Aunque las hay de muchos temas, las inscripciones de contenido funerario son seguramente las más atractivas. Su tono suele tender hacia lo emocional y lo solemne, casi como norma de estilo, pero no faltan ejemplos en que el humor o la amargura o el ingenio o el testimonio sorprendente –y en todos los casos, la personalidad más propia de su autor– se adueñan del texto, convirtiéndolo en una auténtica delicia. Junto al tono, también es esclarecedora en los poemas la recurrencia a ciertos tópoi propios: la apelación al viandante –derivada de la situación topográfica de los cementerios en el mundo antiguo (muertos y enfermos, en inquietante y mutua compañía, permanecían al borde de los caminos, a la espera del consejo o la lectura amable del viajero ocasional)–, el lamento ante la mors inmatura y su tiranía impredecible…
Dejo aquí una breve muestra de mis traducciones, que no poseen otro sabor que el de sus íntimos paisajes. Que sean tumba o tesoro, que hablen o callen, como sugería Valéry, siguiendo de su capricho los dictados...

Testimonio de una bella aniquilada por la envidia de los dioses…:

Artibus ingenuis cura perdocta suarum,
sortita egregium corporis omne decus,
non dum bis septem plenis praerepta sub annis
hac Corale casta condita sede iacet.
Ludite felices, patitur dum uita, puellae:
saepe et formosas fata sinistra ferunt.

A instancia de los suyos diestra en nobles
habilidades, hermosa en extremo,
arrebatada sin haber cumplido
los catorce, aquí yace la casta
Coral, en sede a ella dedicada.
Sed felices, muchachas, si la vida
lo permite: no es raro que las bellas
hayan de soportar hados nefastos.

… frente a la autosuficiencia de la mujer liberada:

Haec est quae uixsit semper natura proba.
Clientes habui multos, locum hoc unum optinui mihi.
Itaque quoad aetatem uolui exsegi meam.
Nemine unquam debui, uixsi quom fide.
Ossa dedi Terrae, corpus Volchano dedidi,
ego ut suprema mortis mandata edidi.

Aquí reposa la que con dulzura
vivió siempre. Amantes conté muchos,
mas este lugar fue cuanto obtuve.
Cierto es que hilé mi vida como quise;
nunca nada debí a nadie, viví
según la lealtad me aconsejó. Di
mis huesos a la Tierra, y a Vulcano
el cuerpo le entregué al llegar la hora
de acatar el dictado de la muerte.

Aquí el tacaño posesivo (abominable combinación, por cierto)…:

Quicumque legis titulum iuuenis, quoi sua carast
auro parce nimis uincire lacertos.
Illa licet collo laqueatos inliget artus
et roget ut meritis praemia digna ferat,
uestitu indulge, splendentem supprime cultum:
sic praedo hinc aberit, neque adulter erit.
Nam draco comsumpsit domina speciosus ab artus
infixumque uiro uolnus perpetuumque dedit.

Joven que lees esta inscripción y tienes
una mujer a la que amar: no ciñas
más sus brazos de oro con pulseras.
Si aun enjoyada se cuelga de tu cuello
y te ruega que premies con regalos
sus virtudes, procura no atenderla.
Ocúpate tan solo de sus ropas
y evita todo ornato aparatoso,
pues de este modo lograrás que eluda
al tiempo el adulterio y la rapiña.
Ve que a su dueña una valiosa alhaja
la muerte le causó, y a su marido
le infligió este dolor hondo y perpetuo.


… que no desmerece del tacaño capcioso y cutre (variante del anterior):

Si pro uirtute et animo fortunam habuissem
magnificum monimentum hic aedificassem tibi.
Nunc quoniam omnes mortui idem sapimus, satis est.

Si más fortuna que valor y arrojo
poseyera, aquí tumba magnífica
tendrías. Mas quizá te baste ésta
pues, de muertos, igual sentimos todos.

Para quienes piensan que en materia de gustos horizontales no todo está escrito:

Eo cupidius perpoto in monumento meo,
quod durmiendum et permanendum heic est mihi.

Con placer en mi tumba me pervierto,
que en ella para siempre moro y duermo.

Ejemplo de noble estoico:

Seu stupor est huic studio siue est insania nomen,
omnis ab hac cura leuata mea est.
Monumentum apsolui et impensa mea,
amica Tellus ut det hospitium ossibus,
quod omnes rogant sed felices impetrant.
Nam quid egregium quidue cupiendum est magis
quam ube lucem libertatis acceperis,
lassam senectae spiritum ibi deponere?
Quod innocentis signum est maximum.

Si llamarse debe estupidez este
mi esfuerzo, o bien locura, es cuidado
del que ahora me hallo libre. Elevé
este sepulcro a mis expensas, para
que amistosa la Tierra cobijara
mis huesos, deseo de todo hombre
que sólo alcanzan los afortunados.
Pues, ¿qué existe más digno o deseable
que, ya cansado, deponer el hálito
final de tu vejez en el lugar
donde te iluminó la libertad?
¡Qué señal tan excelsa de virtud!

Y por último... lo cortés no quita lo valiente:

Bene ualeas, quisquis es qui me salutas.

Vete con bien
quienquiera que seas tú
que me saludas.



Salud.

domingo, 21 de octubre de 2007

PENITENCIA Y MISTERIO

Cuando el año pasado estuve en Viena, cuatro fueron los principales acicates instigadores de mi viaje: un concierto de la Filarmónica con Julian Rachlin como solista –Concierto para violín núm. 2 de Schostakovich y Cuarta Sinfonía de Brahms– en la Golden Saal del mítico Musikverein; pasear la Viena fin de siècle y la Heldenplatz y sus alrededores, con sus cafés donde se habían sentado Hofmannsthal, Zweig, Wittgenstein y compañía; y –admito mi debilidad– probar la también mítica tarta de chocolate Sacher. El cuarto de los estímulos era de índole visual: tener frente por frente uno de los cuadros más fascinantes de la Historia del Arte, salido de los pinceles de Johannes Vermeer de Delft, El Arte de la Pintura, custodiado en el Kunsthistorisches Museum.
Así debiera saber escribir yo, –se decía Bergotte– que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo, el detalle que con tanta ciencia y tanto refinamiento pintó un artista desconocido para siempre, identificado apenas bajo el nombre de Vermeer...”. De este modo hablaba Bergotte por cálamo de Marcel Proust, refiriéndose al cuadro Vista de Delft. El peculiar empleo del amarillo, junto con el de los grises y azules, encandiló no sólo a Proust, sino específicamente a Van Gogh. Ya en el siglo XX, alguien cuyo nombre en este instante no recuerdo ha afirmado que Vermeer supone la realización de Montaigne en imágenes.
Deambulé por el Kunsthistorisches Museum con placer. Es un museo exquisito en disposición y fondos, e incluso en la propia exhibición de las obras. Pero no conseguía dar con El Arte de la Pintura. Me cercioré de que no me había equivocado, de que el cuadro figuraba en la colección de aquel museo, de que no se había desplazado por ninguna exposición temporal. Y entonces, al fin, lo encontré. En un pasillo marginal y de laberíntico acceso, casi aislado del resto de la colección, allí estaba aquel fulgor contenido en apenas un metro cuadrado de enigmática sabiduría. Tan sólo seis o siete años después de que Velázquez decidiera autoinvitarse al taller de ejecución de sus Meninas en forma de pálido ejercicio voyeurista, Vermeer se involucra por vez primera y última en la realización de una obra, su obra mayor, sin duda la que más quiso. Vermeer, el artista muerto en la indigencia, aparece en El Arte de la Pintura ataviado con galas refinadas, elegante –aun de espaldas al espectador– en ese lienzo que le acompañó durante el resto de su vida, sorteando la codicia de compradores ocasionales y perpetuos acreedores; ese lienzo que, incluso más allá del óbito del artista, quiso su viuda preservar simulando una venta ficticia para eludir la labor de riguroso albacea de Antón van Leeuwenhoek, reconocido fabricante de microscopios –quien, como parece lógico, tenía un ojo muy fino–.
¿Por qué una obra maestra semejante, una obra iconológicamente sembrada de atractivos misterios, una obra salvaguardada por su creador y allegados con fervor, una obra de un pintor excepcional y unánimemente considerado por la crítica y los amantes del arte, una obra que constituye un privilegio impagable por el mero hecho de ser la más importante de un exiguo catálogo de apenas treinta y seis piezas, se veía relegada en un museo como el Kunsthistorisches de Viena, de una evidente inteligencia en su concepción? A los secretos más íntimos de El Arte de la Pintura se sumaba ese destino extraño y sombrío, ese silencio de los ojos impuesto como una penitencia. Era evidente que El Arte de la Pintura purgaba algún castigo, pero ¿cuál era la naturaleza del pecado cometido?
Pocos lienzos exhalan un aura semejante de ventana indiscreta. Obras espléndidas y pródigas en interrogantes –me viene a la memoria ese otro lienzo impactante de mi especial predilección: Los Embajadores, de Holbein, tratado con mimo en la National Gallery, por no mencionar a las mismísimas Meninas– no permiten al espectador asomarse al abismo interior del artista. De El Arte de la Pintura sabemos por Phillip Steadman que se localiza en el propio estudio del pintor y que retrata su espacio valiéndose del artificio de la cámara oscura; la silla que aparece en primer plano invitando al curioso a sentarse y espiar la escena tras un cortinaje existió en realidad, y las baldosas en el suelo –esas baldosas cuya comercialización dio fama a la ciudad de Delft– eran las baldosas que cada mañana pisaba Vermeer. El rostro de Clío, con los atributos designados por la Iconología de Cesare Ripa, es el de una de las hijas del pintor, y en la mesa del estudio se aprecia una máscara funeraria de significado hoy inaprensible pero sin duda palpable. La luz que ilumina la escena –esa “luz de agua” de la que ha hablado con agudeza John Berger– proviene de la misma vidriera coloreada que antes iluminó a La Mujer Escribiendo una Carta o a La Muchacha del Vaso de Vino.
Hablando del cuadro y sus circunstancias con un cultísimo amigo poeta que ha visto transcurrir una parte importante de su vida en Viena, este me confió que el Embajador de España en Austria le advirtió de un pasado ominoso y aún no enterrado de El Arte de la Pintura, vinculado a la memoria del nazismo. El velo de la intriga comenzaba a rasgarse.
Con interés reconstruí la azarosa e increíble trayectoria de la magnética pintura. Una vez que, pese a los esfuerzos de Catharina Bolnes, esposa del artista, El Arte de la Pintura abandonó definitivamente el seno de la familia Vermeer, parece que el lienzo pasó a integrar, hacia comienzos del XVIII, la colección del Barón Gerard van Swieten. Por aquel entonces la obra de Vermeer no era apreciada en exceso, y sin saberse con certeza cuándo, la autoría del lienzo se comenzó a atribuir a un coetáneo del de Delft, Pieter de Hooch, bastante más valorado. Esta apócrifa autoría se confirmó con una firma falsa de Hooch superpuesta sobre la de Vermeer; la ficción fue puesta de manifiesto a mediados del siglo XIX por Thoré Bürger, aplicado estudioso del pintor al que se debe la identificación de todos sus lienzos –incluyendo algunos que, como después se ha sabido, en realidad no provenían de su mano–. En ese tiempo la pintura había sido ya adquirida por el Conde Czernin, auténtico mecenas de las artes que acrecentó la estimación del lienzo hasta el extremo de que, a su fallecimiento –en los años 30 del siglo XX–, estaba tasado en un millón de schilling. El heredero de la obra, Jarimir Czernin, intentó venderla inmediatamente. Compradores no faltaban, anhelantes de una pieza que empezaba a rodearse de una leyenda carismática; sin embargo, la legislación austriaca, que designó el legado Czernin como ente patrimonial indivisible, frustró la operación.
Pero… en 1939 Jarimir Czernin recibió la visita de Hans Posse, marchante de compras particular de Adolf Hitler. Hitler estaba verdaderamente encaprichado por el cuadro, aunque no se mostraba dispuesto a pagar los ya dos millones de reichmarks que pedía Czernin. El Conde intentó cerrar la transacción con un comerciante hamburgués, pero topó con la prohibición expresa del staff austriaco de sacar el cuadro de Viena. Czernin acudió entonces al Führer y le ofreció la pintura; el trato se cerró en 1940, por un importe de un millón seiscientos mil reichmarks.
En 1944, El Arte de la Pintura y otras obras de la colección particular de Hitler se pusieron a salvo de los bombardeos en las minas de sal de Altaussee, de donde fueron rescatadas en 1945 por los aliados estadounidenses. Aun admitiéndose la propiedad de Hitler, el Vermeer fue cedido de modo provisional al Kunsthistorisches Museum de Viena, de cuyos fondos pasó a formar parte definitivamente en 1958, a pesar de las reiteradas e infructuosas reclamaciones del Conde Czernin por recuperar sus derechos sobre el cuadro.
Así fue como, por ser pasivo objeto de un amor indigno, una de las obras mayores del arte universal cumple condena por una barbarie en la que jamás pensó participar.

domingo, 14 de octubre de 2007

CARNE Y PIEDRA

Cubrirse el rostro ante la adversidad. Un movimiento reflejo que no detiene el curso de los hechos. Los hombres piensan, con frecuencia, que no tiene lugar aquello que no ven. Bien al contrario, ante la ausencia de guardianes, los hechos se apresuran, se consuman.
La música del fuego supera su presencia. Su sonido calcina la casa, mi familia, la tierra que fue mía. Su murmullo de tijeras abriéndose y cerrándose lo sesga todo: las sábanas en las que duermo y pienso, la ropa blanca que es la carne de mi esposa, el papel en que mis hijos sueñan con lápices azules. La breve música del fuego. La llama, la candela. El fuego, dicen, purifica. En realidad, mancilla; lo mancha todo de cenizas: la sucia huella que adquiere la memoria, clamor de mariposas que entre los dedos se deslíen.
En Pompeya, en Herculano, no quiso el fuego hablar sólo ceniza. La lengua del Vesubio quiso muerte y permanencia. Una manera, también, de escribir. En las casas, en los hornos, los panes están frescos todavía, los objetos se presentan como muecas indiscretas de sus dueños. El volcán trajo la muerte, y con la muerte trajo la vida; un dulce modo de estar sin ser: algo común a muchos humanos que respiran. Extraña trascendencia. Aquellos hombres y mujeres sorprendidos en sus sillas, en sus lechos, poseen la trascendencia de sí mismos, de su carne petrificada y perenne. Su muerte es su fe y su fe es la carne y su carne es la piedra que desafía al tiempo. Carne y piedra, decía Sennet, son las materias con que se modela el cuerpo de la cultura occidental. El más allá se reviste de esa sustancia inasequible, rebelde a los dictados naturales del ocaso; vivir entonces es aguardar en el dintel, a las puertas de una putrefacción que nunca llegará. El mismo fuego surgido de las entrañas de la tierra es el salvoconducto que rescató a sus víctimas de su ineluctable viaje a los dominios infernales.
Se cubre el rostro el hombre de Pompeya. Sentado y sin mirada, como Homero el aedo o el adivino Tiresias, elude el fulgor leve del instante mientras acoge entre sus manos algo que podría llamarse eternidad.

lunes, 8 de octubre de 2007

LASCIATE OGNI SPERANZA

En el noveno verso del Canto Tercero de su Divina Comedia transcribe el Dante la leyenda que figura inscrita en la entrada misma del Infierno: Lasciate ogni speranza, voi ch’intrate. En el Infierno no existen prohibiciones –reservadas de modo natural al mundo de los vivos–, tan sólo avisos. Abandonad toda esperanza quienes entráis aquí, se dice; y además se dice en piedra. Eso es grave. La escritura es el presente más perverso que la divinidad regaló al hombre, y su designio más terrible. Jamás debe aceptarse un presente de los dioses; como las cajas chinas, siempre esconde algo añadido –inesperado, desafiante– en su interior. La escritura es una trampa: induce al hombre a comportarse como un dios en una casa que no le pertenece. La caligrafía excita el ensueño de la creación y del poder. La mano que escribe abre la puerta a un espejismo malévolo y sarcástico, es el agua no potable en el desierto de la mortalidad irreductible. Lo que está escrito no se puede deshacer, permanece para siempre y siempre acaba por cumplirse: ahí reside el endiablado mecanismo de la trampa; el abrupto término del sueño y el pesaroso despertar, el tránsito desde las sombras protectoras a la luz que hiere sin remedio. Escribir supone un duelo entre el tiempo y una voluntad implacable, un duelo en el que la voluntad termina por vencer gracias al hechizo de los trazos indelebles. Scripta manent.
Un siglo más tarde, Claudio Monteverdi recoge la peculiar bienvenida infernal en su Orfeo, la imprecisamente -o no tanto- llamada ópera primera de la Historia. En mitad de los versos amables de Alessandro Striggio, libretista del Orfeo, la elegante contundencia del Dante se infiltra en la obra en un momento crucial. En realidad, se trata del momento fundamental de la ópera: cuando Orfeo se dispone a penetrar en los dominios infernales en la búsqueda de Eurídice, su amada esposa, la Esperanza le hace reparar en el contenido inapelable de la sentencia inscrita. El problema está servido.
La historia de Orfeo y Eurídice no describe una estricta cuita de amor. El amor encubre en este caso un propósito más hondo, y la presencia escrita del verso del Dante es el faro que lo alumbra. El mito de Orfeo es un enfrentamiento intelectual de alto voltaje, y además en un doble sentido: por una parte, el hombre y su voluntad frente a la divinidad y el fatum, y por otra, y sobre todo, el poder de la escritura frente al poder de la música y la poesía. Sólo así se entiende que para Platón constituyera Orfeo un personaje poco menos que despreciable; no eran los poetas, no era el lenguaje poético, género de su especial consideración.
La versión más edulcorada del mito, la más orientada a la exaltación del amor más allá de la muerte –que cuajará con especial difusión en época helenística–, proviene de los latinos, y en especial de Virgilio y Ovidio, si bien con diferente objeto de atención. Si Virgilio presta cálido oído a las palabras dolientes de Eurídice, Ovidio en cambio será más sensible a los pesares de Orfeo. Orfeo no es sólo el paladín del amor conyugal ejemplar, es además el inventor de la cítara, y su voz encarna alternativamente el cantar benéfico –la voz a ti debida– y el cantar seductor con el que, de forma similar a las pérfidas sirenas, logra embaucar a Caronte. La suerte de Eurídice en esta historia ha sido menos afortunada. Eurídice es una ninfa, y como tal, por etimología, es un venero de agua, esa materia de que están hechos los eidola: es decir, los simulacros. Ese carácter umbrío, de mero y escueto reflejo, es bastante premonitorio de la suerte que le ha sido destinada, a pesar de que Monteverdi se saque de la manga un deus ex machina para aliviar la situación. Más tarde, Rilke la concebirá como doncella en exceso celosa de su virginidad, frente a la Eurídice extremadamente coqueta de Offenbach, y más tarde aún será la bella una vana distracción en la vida de un Orfeo entregado a la guitarra, según lo quiso Tennessee Williams en Orpheus descending. En Parking, de Jacques Demy, Eurídice es subsumida por las sombras de la droga. Claudio Magris la rescatará en la forma de una mujer excelsa -Eurídice es Marisa Madieri- en su Así que Usted comprenderá.
Pero el amor, decía, tiene poco que ver en esta historia –lo mismo en todas–. El asunto aquí es que la escritura y la música se enfrentan, y del combate emerge victoriosa la escritura. El mito de Orfeo, así pues, no plantea un conflicto afectivo, sino un conflicto intelectual. Monteverdi magnifica este enfoque como pocos en su peculiar tratamiento del asunto, y lo hace mediante tres inteligentes artificios: la descarga del peso de la obra en el personaje de Orfeo, la introducción de los versos inscritos del Dante y la “postiza” solución final, en que se induce la intervención redentora de Apolo. Superada la presentación en escena de Orfeo como héroe plenamente volitivo, capaz de desafiar los dictados de la divinidad, se impone la reflexión sobre la morada real y los límites del conocimiento. Para que Orfeo olfatee con más anhelo su propósito, Plutón promete un imposible –el retorno de un muerto al dominio de los vivos–, a la vez que impone una condición que previamente sabe que el héroe va a incumplir: no mirar atrás mientras, en el camino hacia la luz y la vida, va seguido por su esposa. Si Orfeo ha llegado hasta el Infierno, si ha conseguido adormecer a Caronte, si ha desdeñando la temible inscripción de la puerta de acceso, es evidente que el músico poeta no sólo es presa de la hybris, sino que además… quiere conocer, conocer más allá de los límites de lo permisible. Y en esa búsqueda se dará de frente con el fatum en la forma de Eurídice –Eurídice la excusa– sepultada por las sombras: Lasciate ogni speranza, voi ch’intrate. Si es que ya se lo avisaron...
A Orfeo no le pierde la pasión, sino el ansia de saber. A dos pasos tan sólo de la tierra, Orfeo se vuelve; quiere el héroe echar un último vistazo al reino de lo oscuro antes de abandonarlo para siempre. Mirar atrás, saber, morir es un instante. La promesa de Plutón se ha disipado. Semel emissum volat irrevocabile verbum. Lo escrito, escrito está. La osada música de Orfeo ha fracasado, su cítara es una pasión inútil.
Apolo, progenitor de Orfeo, experto en vaticinios versales y engañosos, se llevará a su hijo para convertirlo en una estrella y enseñarle a mirar siempre adelante; adelante, a buen recaudo de las aguas que se estancan a la espalda.

lunes, 1 de octubre de 2007

EL ESPEJO DE EDIPO

Cada cierto tiempo, por vaivenes personales, me gusta sumergirme en el exceso literario; demasiadas lecturas combinadas, demasiado extravagantes, alambicadas todas ellas. Es mi manera silenciosa de enterrarme, de lograr aquello que con énfasis solicitaba Baudelaire: “No importa dónde, no importa dónde, con tal de que sea fuera de este mundo”. Tras el periplo dantesco y secreto es precisa la purificación, retirarse las algas de los brazos, volver a la limpieza, al reencuentro con algo que se parezca a la verdad, que en la literatura y en la vida por igual tiene que ver, más o menos, con una cierta manera de mirarse en el azogue: de frente, sin recelos ni aspavientos, preparados para el paisaje volcánico que con frecuencia nos espera al otro lado.
Como es sabido –aunque creo que nunca nadie lo ha escrito hasta ahora– Sófocles es el inventor del espejo y del género policiaco. Al mismo tiempo. Dejando a un lado la saturación formal de sus colegas Esquilo y Eurípides –tan denso y simbólico el primero, tan dogmático el segundo–, e incluso el hecho de que Sófocles suponga un remanso en la pirotecnia del estilo, un descanso en la acrobacia verbal para entregarse a la cabriola intelectual, el trágico de Colono no sólo encarna la perfección de la tragedia –así lo sentenció Aristóteles y lo sentenciaría cualquiera con dos dedos de frente– sino que perfila con perfección idéntica la búsqueda interior del hombre, más allá del auxilio de la sinrazón –o sea, el mito– por primera vez. Edipo, el de los pies hinchados, una suerte de antihéroe limitado por su historia y por su físico, recorrerá un tortuoso y agotador camino para llegar a su espejo particular: el que Sófocles le concede como método de conocimiento y que a su vez nos regala para secular tortura del género humano. “Par delicatesse j’ai perdu ma vie”, decía Rimbaud… Nada más cierto. Por la delicadeza de un reflejo se pierde la vida.
A diferencia de los charlatanes múltiples de la contemporaneidad, que cifran su máxima inquietud en la prospección del futuro, Edipo tenía bien claro que la reconstrucción de uno mismo guarda parentesco con las sombras que se portan a la espalda. El hombre –el caminante, diría Nietzsche– con su sombra conforma en sí un espejo y su reflejo, un Jano de dos rostros inquietantes; ninguno de ellos puede reconocer al otro si no media el conocimiento del pasado. Y en ese viaje –como en tantos otros– la luz es enemiga, no aliada.
En una sutil y apasionante investigación policiaca, con un lenguaje despojado al límite, Edipo parte en busca del ayer. Su lazarillo: un adivino, viejo… y ciego. No por casualidad: Tiresias perdió la vista al contemplar la ateneica desnudez de la sabiduría. El saber a cambio del fulgor del día. En la oscuridad de las vísceras se alojan los augurios; en la oscuridad del jardín crece el árbol del bien y del mal, y en sus ramas las palabras albergan un filo cruento.
Si Odiseo es el astuto, Edipo es el domador de enigmas. Contestando una pregunta llegó a ser Edipo rey de Tebas; formulando otras preguntas y rastreando sus respuestas podría llegar a ser rey de sí propio: γνῶθι σ’αυτόν. El encuentro con la sombra es doloroso, previsiblemente doloroso. “En el camino de Tebas comienza la muerte”, escribió con acierto Miguel Torga. Edipo, el domador de enigmas, no supo que conocerse es un poco empezar a acabarse, y que por ello conocer es tarea reservada a los dioses, inmortales.
Al final del camino está el espejo, y en él, como en las aguas de un estanque corrompido, flota el pasado monstruoso de Edipo: la gangrena incurable del presente. El rey nefando pasa de la risa al llanto en un instante. La esencia del teatro, la esencia del arte, la esencia del hombre. Y los ojos heridos para siempre por la fíbula acerada del reflejo. Los ojos ciegos que ya nunca dejarán de ver.
La loada ironía de Sófocles en realidad es un sarcasmo atroz. Por alguna perversa razón, Sófocles quiso vengarse del mundo. El espejo es su legado venenoso. En los ojos inertes de Edipo alienta aún, imperturbable, la verdad.

sábado, 22 de septiembre de 2007

HORTUS CONCLUSUS

Jardines. Jardines privados, acotados. Jardines íntimos, secretos. Lugares donde ser y recluirse, donde esperar y amar, donde hacerse casto y libertino, filósofo y mundano. Lugares del gozo y de la muerte: Melibea consumó en su huerto sus ardores, bajo el rumor complaciente de sus árboles, y más tarde su último suspiro, arrojándose desde el balcón sobre sus parterres simétricamente recortados y dispuestos como un lecho perfumado. El jardín particular es la ventana que se entreabre a las pulsiones más intensas: las luces matizadas, el sutil parlamento de las sombras, las fragancias memoriosas, los emboscados símbolos, el enigma febril de las estatuas. El jardín cerrado: escenario habilitado para el baile supremo de las máscaras.
El hortus conclusus se puebla del personal bestiario de la intimidad, y su planta trasluce el orden personal e intransferible de las victorias demediadas. La piedra o la vegetación pueden cumplir por igual su cometido sugerente o narrativo: lo esencial en el jardín privado es que el ánimo trascienda el mero estilo. Así que el Canopo de Adriano –idealizada, serena y mínima recreación de la ruidosa ciudad egipcia que Estrabón nos describió– me ha parecido siempre uno de los hortus conclusus más perfectos entre todos los posibles, aunque creo que sólo yo le atribuyo ese carácter. De los cuatro elementos canónicos que se requieren en el hortus (cerramiento, vegetación, agua y animales –almas atormentadas añadieron el laberinto–) cumple el Canopo los cuatro, sustituyendo la exuberancia del verde por el gris elocuente de la piedra. Dentro del recinto de la Villa Adriana en Tivoli, el peristilo del Canopo, sostenido por cariátides, preserva con fervor la desgracia de Antínoo; el cocodrilo único, feroz, es guardián y testimonio del dolor perfectamente construido; las aguas del Nilo, aunque turbias, tan pequeñas, anegan cada día la pupila entristecida del emperador.

Ronda el reptil a las doncellas
que ofician su gracia sufragada,
roza sus paños
de nácar enigmático,
de pliegues insensibles
al cieno hecho en escala a su medida.

Dos mil años más tarde, en Escocia, Ian Hamilton Finlay –artista singular donde los haya dentro del ya singular repertorio del siglo XX–, a la manera de un Diógenes sui generis, en lugar de un tonel quiso escoger un jardín por vivienda. Ese jardín se llamó Pequeña Esparta, y Hamilton Finlay fue construyéndolo con dedicación casi obsesiva, morosa y pacientemente, en un terreno de cuatro hectáreas en Stonypath, allí donde antes sólo había una granja abandonada. En Pequeña Esparta serpean flujos de agua que contradicen a Heráclito, brotan puentes y senderos imposibles, templos tomados por la hierba, bancos con poemas inscritos, esculturas de inspiración greco-latina, lápidas cubiertas de epigramas. Es un hortus conclusus consagrado al arte y la belleza, también al tiempo y la melancolía, a la muerte y la denuncia. The world has been empty since the Romans... En Pequeña Esparta vivió Hamilton Finlay durante cuarenta años como un austero e independiente exiliado, apelando a la creación y a la inserción del intelecto en la naturaleza, y ello desde su referencia al Mundo Clásico, también a la Revolución Francesa y a la Segunda Guerra Mundial.
En mi jardín secreto y bien cercado yo también me anudo o me despliego. Encauzo las aguas que destilan las palabras o la música, las surto de nenúfares, de flores disecadas, y conduzco su corriente por las venas del azogue fragmentado que me sirve como estanque. En este espacio crece a veces la maleza y con ella los pequeños animales enfermizos que la habitan. Algunas noches las lechuzas se aproximan a los fuegos que crepitan en la orilla –esa trampa sutil y envenenada cedida a la fuerza por los dioses– para caer vencidas ante el canoro fulgor que contamina. Sin pausa transcurren las horas. En esta parte interior de la cancela. En mi pequeño huerto, mi adormecida luz, mi pesadilla.

viernes, 14 de septiembre de 2007

CRISTAL AZUL

Hace unos días volvía a ver Azul, ese retrato en carne viva de la soledad que presenta con su delicadeza habitual Krysztof Kieslowski –uno de mis imprescindibles–. El polaco ha señalado ese vacío como nadie en sus películas, ese vacío que no es tal en realidad, porque el solitario –el solitario que lo está tras una pérdida, tras una huida, tras cualquier acto que implique cercenar esa materia continua que antes no era soledad– se esfuerza en rodearse de lo que añora, de lo que fue, de lo que le hace daño: un sonido, una apurada taza de café. Estar de pie en mitad de las estatuas. La soledad, entonces, va irremisiblemente unida al dolor, pero no al dolor obvio de la ausencia sino, bien al contrario, al del exceso: es el dolor del horror vacui; un dolor que convierte al que está solo en el menos solo de los hombres, inmerso en una selva barroca y asfixiante, terrible y enigmática, como la dibujara Baudelaire. La soledad, así, no es otra cosa que un oxímoron tedioso, un pájaro de vuelo circular y reiterado… y también, desde Kieslowski, un cristal azul y desvalido.
La soledad, la soledad azul, está proscrita. Es una lacra, es repulsiva. Hay quien ha dicho, con fortuna, que ostenta el rostro de la culpa. El sistema indica que debemos ser felices, animales sonrientes y siempre acompañados; que debemos bailar la siniestra zarabanda cuyo ritmo marcan nuestros pasos previamente dirigidos. Caminar es bailar por pura inercia; vivir, un pas de deux prefabricado. La soledad nos salva de este espanto. En su cristal azul –ese breve simulacro de la muerte– brilla el exceso de pasión, pero también algo que se parece a la verdad. Apartando la hojarasca y el fragor de los escombros surge la mirada transparente, el perfil de todo aquello que, no estando solos, no podemos ver. La senda tortuosa que conduce a Tebas. La mentira, la duda o el error. Y el libro en blanco de los días por venir.
La soledad nos torna más tristes y más lúcidos. Más libres.

viernes, 7 de septiembre de 2007

PRINCIPIOS Y FINALES

Ya decía Valle-Inclán que “las cosas no son como son sino como las recordamos”. Esa distancia entre el ser y el recordar es el pantanoso territorio donde todo ocurre y donde todo se resuelve: esa oscura trastienda agazapada a la vuelta de una puerta o –las más de las veces– al otro lado de una tela miserable. En aquel rincón absurdo y sucio se teje y se desteje la historia y sus recodos, y nunca nos percatamos del curso feraz de la labor; hasta que un día, cansados de caminar entre las piedras, cegados por un reflejo insólito, nos sentamos en una banqueta sumisa y fijamos la vista en lo sombrío, en el ángulo callado y hacendoso. Más allá del cortinaje, deshilachado y vil, sollozan las palabras, las imágenes, las cenizas de los días. Es el envés de los recuerdos, es el azogue perverso que transverbera el corazón. Es el final del principio. La memoria se convierte en un consuelo; o una daga.
Con la locura del lenguaje baila el hombre sobre todas las cosas”. Nietzsche sabía que el lenguaje es el más sutil de los espejismos y el más eficaz de los venenos, que lo escrito no sólo permanece, sino que también daña, y ese dolor nunca termina porque la tinta lo hace inmune al tiempo y la belleza. Cuando el baile orgiástico de sílabas termina y la locura se disipa como alcohol evaporado con el fuego, sólo resta el resplandor febril de la carnicería; y el hedor, como un heraldo agraz de los escombros. El lenguaje se convierte en la mortaja del recuerdo, en obediente profetisa del final. Cartas, conversaciones, promesas… Cristales que estallan en puñales diminutos. Palabras que dejan sólo un breve poso de óxido en los labios.

jueves, 30 de agosto de 2007

FLOR OSCURA

Canta Ute Lemper la desgarrada Blume de Celan. Música de Michael Nyman. Lemper canta en el fondo de la habitación, acurrucada entre las sombras. Su voz tiene la extraordinaria transparencia de la noche. Es una serpiente de cristal oscuro.
Yo también un animal sombrío. Prefiero con mucho la tiniebla, los desvanes. Una manera de volver. Con la luz el retorno no es posible: reverberan demasiado los rincones. Quizá por eso miro siempre a Oriente. En el este nace el sol, pero el sol está mal visto. En Oriente se aprecia lo turbio, las mujeres exhiben el negro absoluto en su cabello.
Pocos cantores ha habido de lo oscuro como Tanizaki. Pocos tratados tan lúcidamente recoletos como el Elogio de la sombra. En el empleo de la luz radica el límite entre Oriente y Occidente, dice. Este breve tratado de estética retoma muchos de los temas que daban cuerpo a la trama de Hay quien prefiere las ortigas: la estridencia del Kabuki frente a la modestia del No, la sombría belleza de las lacas decoradas, la penumbra deseable en las estancias orientales (sobre todo en las más íntimas), la apagada presencia del austero tokonoma en la casa japonesa. El sinuoso final de Hay quien prefiere las ortigas, en la más oscura de las estancias de la casa –dispuesta por una geisha un tanto siniestra–, aderezado con el fortísimo erotismo de las mosquiteras que luego ensalzará Mishima (memorable símbolo del adulterio en El templo del Pabellón Dorado), supone la rendición del joven Kaname ante el poder de la sombra en Oriente.
Despreocupado y bohemio, lector de Baudelaire y Wilde, afincado en la avanzada Tokio, Tanizaki sufre una radicalización sorprendente. Sólo cuatro años después de alumbrar Hay quien prefiere las ortigas, se instala en Kyoto-Osaka (emblema del Japón más reaccionario) y escribe su Elogio de la sombra. El fantasma de la perversión le acecha y le atormenta. Fustiga la luz con furibundia para entregarse a la dictadura sugerente de la noche. La noche que es Oriente y la belleza, también la tradición y la gangrena. La noche huele a muerte casquivana, a insinuación deliciosamente perfumada.
Años más tarde, el viejo Eguchi de La casa de las bellas durmientes de Kawabata retoma ese pavor que a la vez es atracción ancestral: “es en la oscuridad del mundo donde están enterradas todas las variedades de la transgresión”. Tanizaki, pues, no iba descaminado en sus terrores. La tradición japonesa –la tradición japonesa refinada, degradada y decadente– halla su óptimo acomodo entre las sombras, en ese oscuro entorno de placer y de belleza artificial que florece por las noches y se desvanece con el alba.
En esta parte del mundo lo oscuro es el silencio. Una flor que se deshoja lentamente: “una palabra de ciego”, dice Celan, con pleno, negro acierto. Un lugar donde hallarse solo y sin dolor.

jueves, 23 de agosto de 2007

ANIMAL POÉTICO

Odiseo- ¡Oh Ninfa cuya lozanía es pura perfección!
Nausicaa- ¿“Pura”? Nada sacarás dirigiéndote a mí de ese modo.
Odiseo- Estoy deslumbrado. Mis ojos de sal están chamuscados por el sol.
Nausicaa- Así empiezan todas las insinuaciones. Con poesía…
...
Nausicaa- Bueno, ¿nos presentamos como es debido?
Odiseo- ¿Por qué no?
Nausicaa- Yo soy Nausicaa. Y tú eres mi regalo de los mares...
...
Odiseo- ¿Quién es tu padre?
Nausicaa- El rey de este lugar.
Odiseo- Perdí el barco, la tripulación, mi escudo. No me queda nada.
Nausicaa- Todo lo encontraremos, te lo prometo. Soy una princesa de verdad.
Odiseo- Ya me había dado cuenta.
Nausicaa- Mentiroso.
Odiseo- Te lo juro. Por tu forma de reír...

Hoy releía la deliciosa Odisea de Derek Walcott (o en realidad no releía, rebuscaba sensaciones), extensa y feraz crónica de encuentros y desencuentros, como un mundo en pequeño pasado por el tamiz de esa ironía antillana que es tan seductora, a veces blanca, a veces negra, siempre bañada de sal y de sol.
Walcott lo deja claro en un verso serpeante: en el principio fue la poesía. El cuerpo fascinante del engaño (no es extraño que elperdedor escriba contra ella). Los griegos, que lo sabían todo del lenguaje, lo tenían muy claro. Por eso los bardos eran ciegos –se miente mejor con los ojos a oscuras– y sus embustes nos siguen aún encandilando, por eso las posesas proferían sus vaticinios falaces en verso, y con ellos trastornaban a reyes, generales y ganapanes. En la poesía reside tantas veces el amor, sutil ropaje de la hipnosis y la muerte.
Y la risa. La risa es un animal poético. Asbéstos gélos, le cantaba Homero. Risum teneatis?, preguntaba Cicerón. El libro apócrifo perdido de Aristóteles o la risa como antesala de la sangre. La risa, credencial de princesas (cómo lo ilumina Walcott) y traidores (que sonríen con sus cuchillos, decía Shakespeare). La risa que enmascara la tristeza para mejor morir por dentro, más a gusto.

miércoles, 15 de agosto de 2007

CABELLO ENVILECIDO

Escucho el hirsuto lamento de Elektra, en la maravillosa –la única posible– voz de Birgit Nilsson, cuando ella, la hija del gran Agamenón aviesamente asesinado, largos años humillada en el palacio real, y Orestes, el hermano ausente que regresa al hedor de la catástrofe, al fin se reconocen. Uno de los momentos más importantes de la historia de la ópera, firmado por Richard Strauss, quien por otra parte se jugaba el nombre en 1909 al proponer una obra que rozaba lo atonal, con una orquestación de más de cien instrumentos (las críticas del momento bromearon con la posibilidad de incluir una horda de animales salvajes en el foso) que apabullaba a los cantantes.
No a la Nilsson. La llamada “Oreeeeeest!” surge de la garganta de la soprano sueca como de las entrañas mismas de la tierra y la transparencia de su agudo intachable y poderoso rompe el alma al mundo. La mujer que grita no es ya una princesa: en su tiempo, cuando el horror comenzó, era una mujer rebelde a la que apuntalaba lo elevado de su estado; la sangre le pedía lo que su sexo le impedía: orgullo, resolución… venganza. Años después, Elektra es un despojo: las privaciones y el maltrato la han convertido en una sombra. No queda en ella un rastro de la dignidad familiar, de la autoridad real: sólo el odio la sostiene en pie, la salva de caer en el pozo del silencio; el odio le ha excavado el corazón como se excava una manzana ajada. Elektra posee la intensidad que sólo emanan los espectros, el indescifrable color de la ceniza.
En las palabras terribles que Hugo de Hofmannsthal presta a la heroína –una suerte de peculiar víctima culpable–, hay un pasaje especialmente iluminado, un pasaje que contiene una imagen absoluta, irreductible: el cabello de Elektra es una maraña de serpientes repulsivas, está sucio, arruinado, envilecido; es el cabello de una mujer a ras de suelo. Pero una vez fue el cabello espléndido de una princesa altiva, un cabello “que hacía estremecer a los hombres”. El odio ha hecho presa en los ojos de Elektra y la indignidad en su pelo. No son sus ropas miserables lo que deplora la princesa, sino su melena desolada: el espanto se ha instalado en su cabello, y este es un lamento absolutamente nuevo. Único. Estremecedor. Y sensualmente herido.
Elektra, la pobre niña con su pelo como un imperio destrozado, se ha convertido en añosa profetisa del dolor: ese dolor que –decía Esquilo– nunca muere.

[El texto de la escena:
Nein, du sollst mich nicht umarmen!/Tritt weg, ich schäme mich vor dir./Ich weiß nicht,/wie du mich ansiehst./Ich bin nur mehr der Leichnam/deiner Schwester, mein armes Kind!/Ich weiß, es schaudert dich vor mir/und war doch eines Königs Tochter!/Ich glaube, ich war schön:/ wenn ich die Lampe ausblies/vor meinem Spiegel,/fühlt' ich es mir keuschem Schauer./Ich fühlt' es wie der dünne Strahl/des Mondes in meines Körpers/weißer Nacktheit badete,/so wie in einem Weiher,/und mein Haar war solches Haar,/vor dem die Männer zittern,/dies Haar, versträhnt, beschmutzt,/erniedrigt. Verstehst du's, Bruder?/Ich habe Alles was ich war,/hingeben müssen. Meine Scham/hab' ich geopfert, die Scham,/die süßer als Alles ist, die Scham,/die wie der Silberdunst,/der milchige, des Monds um jedes/Weib herum ist und das Gräßliche/von ihr und ihrer Seele weghält./Verstehst du's, Bruder?/Diese süßen Schauder hab' ich dem/Vater opfern müssen./Meinst du, wenn ich an/meinem Leib mich freute,/drangen seine Seufzer,/drang nicht sein Stöhnen/an mein Bette?/Eifersüchtig sind die Töten:/und er schickte mir den Haß,/den hohläugigen Haß als Bräutigam./So bin ich eine Prophetin immerfort/gewesen und habe nichts/hervorgebracht aus mir und meinem/Leib als Flüche und Verzweiflung!
¡No, no debes abrazarme!/Retrocede. Ante ti, siento vergüenza./No sé qué puedes pensar de mi aspecto/No soy más que el cadáver/de tu hermana. ¡Mi pobre niño!/Sientes repulsión ante mi aspecto,/pero ¡yo fui la hija de un rey!/Hubo un tiempo en que era bella:/cuando apagaba la luz del espejo,/lo percibía con un casto temblor./Lo sentía como los rayos de la luna/sobre la blanca desnudez de mi cuerpo,/como si estuviera en un lago,/y mi cabello era tal/que hacía estremecer a los hombres:/este cabello, sucio, envilecido./¿Lo entiendes, hermano?/He tenido que abandonar/todo cuanto fui./Tuve que sacrificar mi propio pudor./El pudor, lo más dulce que tenía./El pudor, que es como el aura/plateada y lechosa de la luna,/que cubre a toda mujer/y que mantiene apartado/todo horror de sí y de su alma./¿Lo entiendes, hermano?/He sacrificado ese dulce escudo/en memoria de nuestro padre./¿No comprendes que si yo hubiese/hallado placer en mi cuerpo,/sus suspiros y gemidos se habrían/abierto paso hasta mi lecho?/Los muertos son celosos:/y él me envió el odio,/el odio de sus ojos hundidos,/como prometido./¡Por eso me he convertido/en una profetisa,/y por eso nada ha salido de mí,/ni de mi cuerpo,/salvo maldiciones y desolación!]

viernes, 10 de agosto de 2007

LA PARTE POR EL TODO

Cerca de la bellísima Plaza de los Vosgos –la más antigua de París, emblemático lugar donde por muchos años vivió Víctor Hugo–, lugar recoleto de descanso y asombrosa y cálida arquitectura –no se pierdan, por cierto, la espectacular tienda de muñecos de Madame des Vosges que se halla a escasos metros de una de sus entradas, en la rue de Birague–, se encuentra el Museo Carnavalet de París, impresionante palacio que a lo largo de más de un centenar de salas exhibe con morosidad la memoria de la ciudad. Allí se custodia un lienzo no muy grande de Hubert Robert, pintor y además conservador del Louvre, conocido jocosamente en el ámbito del Arte como “Robert des ruines” por su afición a la reproducción de escombros de la Historia: el lienzo en cuestión es L'église des Feuillants en démolition (1805), obra que refleja precisamente la demolición de este convento cisterciense, en el año de 1804, con motivo de la reorganización urbanística parisina. De ese lugar sacro pleno de acontecimientos, ubicado en la actual rue Saint-Honoré, hoy sólo pueden contemplarse los restos del ábside, pero hace tres siglos allí tuvo lugar uno de los más singulares episodios de la Historia de la Música.
El Rey llega tarde. Es la costumbre. Jean-Baptiste Lully el artista no se enfada. En muchas ocasiones ha sido el Rey quien le ha esperado a él, a Lully, el gran músico, el cortesano favorito. Porque es él, el artista, Lully, el elegido por los dioses. Llegue o no llegue el Rey, el espectáculo debe empezar: ese espectáculo en honor del Rey, del Rey que no ha llegado. Todo un Te Deum específicamente compuesto para Luis XIV, que ha emergido victorioso de las garras de la más deleznable enfermedad y que no obstante no se encuentra presente para atender tan colosal dedicatoria. Sileeence. Todos deben escuchar la nueva creación de Jean Baptiste Lully en París, en el majestuoso Couvent des Feuillants. Incluso el Rey ausente, en su aposento, o dondequiera que se encuentre, escuchará la música de lejos y se rendirá a la belleza de su eco. El Rey Helios, el dios rey que sabe bailar, como a Nietzsche le gustaba… A Nietzsche también le fascinaba la hybris que ensalza a los hombres para arrojarlos al abismo y el sarcasmo inapelable de los dioses que pone todo en su lugar.
Lully dirige enfáticamente la orquesta –acuden al lugar trescientos músicos, llegados de la Ópera y de varias de las iglesias de París– con su excéntrico bastón, semejante a un caduceo; aún no era el tiempo de las cómodas, minúsculas batutas. Golpea en el suelo. Crece el fervor y el entusiasmo de los golpes y el pie de Lully queda ensartado, de repente, en la tarima. Todo es tan rápido. Fin del concierto. 8 de enero de 1687. A los pocos días a Lully se le gangrena un dedo, pero no quiere perderlo, y no se lo deja amputar. Pocos días más tarde se le gangrena el pie, pero no quiere perderlo, y no se lo deja amputar. Más tarde aún se le gangrena la pierna, pero no quiere perderla, y no se la deja amputar. La avaricia de Jean-Baptiste Lully es la misma avaricia de los hombres desde el comienzo de los tiempos: por no perder una parte prefieren perder todo. A los dos meses y medio el gran artista, el músico áulico, el genio que enseñó a bailar al Rey, el hombre que le calzó al Sol sus primeros tacones dorados, es enterrado. Veintiocho años más tarde, en una ironía de la Historia, Luis XIV morirá de una gangrena que comenzó a treparle por las piernas; su médico verdugo no tardó menos en cortar que el médico verdugo de Lully.

domingo, 5 de agosto de 2007

SPIEGEL IM SPIEGEL

A Borges, el escritor de los reflejos, de los hombres desdoblados, de los personajes que son otro, no le gustaban los espejos. Los espejos son a Borges lo que la navaja de Ockham: multiplican los entes innecesariamente. En realidad, en los casos en los que median los espejos, lo importante, como en un crimen, es el proceso más que el cuerpo: o sea, lo relevante es el reflejo y no el azogue ni el objeto, con lo que la multiplicidad es indiferente. Se trata de la misma distancia que existe entre la víctima, el culpable y la culpa. Los reflejos nos producen inquietud porque nunca nos vemos enfrente, sino que estamos obligados a hablar con ese otro que albergamos y que habitualmente duerme. El espejo es un sistema ético en un tiempo que carece de sistemas y, sobre todo, de ética. Sócrates lo entendía como acicate de los discípulos hermosos, que debían nivelar espíritu y belleza, y como aldabonazo en la frente de los menos agraciados, que debían ocuparse en el cultivo de las virtudes interiores para suplir su fealdad. Hoy los reflejos nos colocan donde no esperamos, en el lugar que nos tememos. Nada que ver con las consignas del de Atenas. Reflejos son imágenes que tiemblan, píldoras perfectas que administran la imaginación y la memoria. Transparencia. Y entonces terror no hacia lo oculto, sino a lo palpable. Incertidumbre y conciencia de sumergirse en lo que somos como en un mar inmundo -a veces dulce- de fractales. Spiegel im Spiegel.

lunes, 30 de julio de 2007

LA GRAN VICTORIA

La Niké es mujer de carne y agua. Su piel está mojada por unánime designio del universo y de los dioses, su túnica chorrea y sus pies siguen el rastro combativo de las olas. Las victorias son así, son siempre contra el agua, el más díscolo, envolvente de los elementos. Es probable que Niké portara en su mano una corona que ha perdido, como ha perdido el brazo esbelto o la cabeza de cabellos elegantemente recogidos. Pero el paso no se pierde: cuando una mujer avanza el retroceso es impensable, a la espalda sólo hay polvo y pasillos estrechos con puertas cerradas.
La ausencia de mirada la ha hecho resistente al tiempo. Sólo mirar nos instala en la conciencia de las horas, en la perfidia de los días. Mejor es no mirar, destrozarse con fíbulas los ojos si es preciso. Caminar, en cambio, es dar a luz, es crear la vida. Igual que el agua vive, porque nunca se detiene. Por eso las huellas de Niké son huellas húmedas y mojada está su ropa: los vientos del Egeo no la afectan. El agua que le corre por las piernas es gozo, es testimonio sensual de alumbramiento, de horizonte.
Los fogonazos de las cámaras interrumpen por momentos lo eterno de su sueño. Luciérnagas fugaces en el cielo de los párpados cerrados. Qué desidia. La superestrella bosteza y sus alas se despliegan más aún; arrojan sombra sobre su propia sombra, desdibujan el curso sinuoso de su estela.
Su cabeza, en algún lugar del Ática, descansa, y sus labios de mármol sonríen: lejos quedaron Salamina, Antíoco, incluso Phitokritos de Rodas (único hombre que le llegó a poner la mano encima). Ella es la única. Ella es la Victoria.

domingo, 15 de julio de 2007

À LA GARE

Las estaciones, los aeropuertos. Lugares donde se aprende la insignificancia, donde lo efímero porta leontina, donde se gestan las grandes tragedias, donde la dicha siempre vuelve el rostro y agita la mano levemente. La estación, el aeropuerto, son la cadencia de un abrigo por la espalda, una película de tintes algo ajados. Esa hermosa fragancia del sepia.
En las puertas de las estaciones, de los aeropuertos, los besos son más besos. Debo ir a buscar un beso y una rosa a la Gare d’Austerlitz. Un avión me espera, para llevarme hasta mi historia. Ojalá ustedes me esperen también, al menos unos días. Hasta pronto.

domingo, 8 de julio de 2007

FLORES SECAS

Leo a Hermann Broch que la poesía es la única actividad humana que nos sirve para el conocimiento de la muerte. Por supuesto. Echamos palabras en nuestra gran cacerola, palabras que se hunden momentáneamente, hasta que surgen a flote de nuevo, como brujas insolentes que se resisten a su fin. Miras los poemas en la superficie. Sus estrías. Ese epitafio de ti, de tu pérdida sin número posible, de todo cuanto no quisiste o no supiste conservar. Aquel secreto que hizo mella en la cubierta apacible y serena de aquel mundo. Flores secas, los poemas. No huelen, sólo esperan. Mansa compañía. Ve por un jarrón, sin agua, y continúa escribiendo mientras, más allá de los cristales, atardece.

martes, 3 de julio de 2007

AMOR DE LABIOS ROJOS

En este año se cumple un cuarto de siglo de aquella pequeña pesadilla húmeda y viscosa que se llamó Blade Runner. La creación de Scott fue un mal sueño que, no obstante, se quedó bastante corto: los neones fantasmagóricos y asexuados, las máscaras de hombres y mujeres orientales de cuerpo innecesario, el vaho del más allá brotando de la acera, la lluvia interminable que ensucia cuanto anega. Mirar por la ventana. Imágenes de un mundo que, lejano, está a la vuelta de la esquina. Achtung, baby. De Blade Runner nos quedó en la retina el miedo al tal vez, la incertidumbre, que naturalmente es el peor de los miedos conocidos.
Pero Scott nos regaló también el indescriptible sabor de una historia de amor en que todo es al revés, como sólo en una auténtica historia de amor puede ocurrir. El hombre, que por humano es más inteligente, y por tanto más débil, sucumbe ante la perfección plastificada de la nívea replicante. Se invierten los papeles: el hombre no domina, pues, la situación, sino que es dominado por los labios rojos impecables, eternos, de la bella. En la versión del director -la versión que no se difundió en las salas- la replicante se humaniza y siente, y el amor pasa del deseo intacto a la mutua vibración; por eso me gusta menos: porque no me la creo. Pero qué maravillosos labios rojos.

martes, 26 de junio de 2007

ORFEOS

Qué peligroso es volver. Termino el inquietante libro de Miroslav Krleža, El retorno de Filip Latinovicz, y los efluvios de la descomposición me impregnan las manos. El regreso a los lugares después de varios años es oficio de sepultureros. A las ciudades que alguna vez fueron de uno –como los bosques todos son de Diana, que decía Calímaco– siempre hay que retornar con una pala, y dispuesto a llenarse de lodo las rodillas, las meninges, lo que sea. El espectáculo es dantesco y no resulta fácil tolerar el hedor de la putrefacción. Los cadáveres acaban siempre tomando su revancha con los vivos. Es natural.
A las películas tampoco hay que volver, ni a ciertas músicas, si llevan etiqueta temporal. Mejor es revolcarse en el vacío, en el futuro. Volver la vista atrás es sumir lo bello en el reino pestilente de las sombras, ser necios como Orfeo, perder lo poco que un día fuimos por la gracia del azar o la memoria, que siempre nos complacen.

Lo advierte alguien que conozco bien:

Las máscaras aguardan en el limo
su turno de fulgores apagados.


Cuidado, pues.

miércoles, 20 de junio de 2007

MOZART: LA VENTANA.

Siempre creí -ya les he hablado de esto- que el tercer movimiento de la Gran Partita de Mozart era la más estremecida expresión de un tiempo que termina, de una belleza que se apaga por propia voluntad sin renunciar al esplendor. La Gran Partita podría ser algo así como la banda sonora de las últimas palabras que precedieron a la muerte de Sócrates, la música que se confundía con el crepitar del fuego mientras Virgilio entregaba La Eneida a las llamas con sus propias manos.
Pero hoy Mozart me asoma a una ventana en que el adiós deja paso al horizonte. Mozart es el recuerdo de unas lágrimas prendidas de una blusa, de una tormenta que resplandece entre las manos más allá de unos visillos, del calor de la hierba y su caricia nocturna dulcificando la razón.
Vean aquí cómo dirige Daniel Barenboim... Bolonia al fondo. Y el corazón de Hofmannsthal pensando el mundo ("Oder als könnten wir in ein neues, ahnungsvolles Verhältnis zum ganzen Dasein treten, wenn wir anfingen, mit dem Herzen zu denken").

domingo, 17 de junio de 2007

BORGIANA

Es cálido vivir en el desván, dejarse tomar por el polvo y la labor de las arañas. No buscar. Cuando buscamos, terminamos por encontrarnos donde no queríamos, siendo aquello que no debíamos ser. Cuando buscamos, también, preguntamos; demasiado, siempre. Y entonces llegan sus palabras. Como un encaje o una alfombra envenenada. La belleza y lo terrible. La verdad. El resplandor sutil del adivino, del asesino a sueldo.

ARÚSPICES

Un esclavo, tan sólo es un esclavo,
mas todo un rey parece por sus ropas:
todo rito requiere sus disfraces
como el amor requiere sus mentiras.
El recinto está puro, está dispuesto
el improvisado altar, la víctima.
Necesitas respuestas, dar un término
al mañana de un tiempo que no acaba.
Resolver el enigma no es tan fácil:
cuántos años la sangre de su pueblo
derramará el designio de los dioses,
cuál es el signo de la ira, cuál
la llave que clausure el odio, cuál
el hombre que al morir traerá la paz.
Los soldados insomnes, los cadáveres,
aguardan el dictado de las vísceras
espiando las sombras tras las lonas.
Un efebo sumiso trae la daga;
brilla el filo sagrado de su lengua.
Tu mirada sostiene la del ave,
su dolor, qué relámpago de hielo
cuando la hoja avanza por la carne.
Las alas desfallecen, sólo es hígado
el cuerpo que era libre una hora antes.
El arúspice se inclina ante la página:
las entrañas desvelan su poema
y es tu nombre su última palabra.

miércoles, 13 de junio de 2007

PROMESA POR LA ESPALDA

Prometí a mi más admirado bloguero que compartiría esto públicamente (pueden ustedes hacer lo propio desde aquí). El asunto me ha cogido por sorpresa -a la vista está-. Volver y volverte y darte cuenta de que no han dejado de observar tu espalda (sin duda nuestra parte más vulnerable y elocuente) conlleva un misterio y al mismo tiempo un peligro. Quien contempla tu espalda puede conocer tu pasado y tus derrotas, puede amarte por ello o, lo que es peor, compadecerte. Decía Tucídides que la mujer debía mantener a cubierto su nombre y su espalda; me temo que he descuidado ambos preceptos. Quid faciam?

Y por redondear la transparencia de los nombres (y acabar de pegarme con Tucídides)... he descubierto que la transcripción numérica del mío es esta sucesión de 0 y 1:

01000001 01101110 01100001 00100000 01010010 01101111 01100100 01110010 01101001 01100111 01110101 01100101 01111010 00101101 01100100 01100101 00101101 01101100 01100001 00101101 01110010 01101111 01100010 01101100 01100001

Muchos más ceros que unos. ¿Tendrá algún significado?

sábado, 9 de junio de 2007

AUSENTE

Unos días ausente. Vivir de lejos. Creo que me he perdido por aquí. Algo así como un viaje, no sé si fuera o dentro de mí (tal vez G. lo sepa mejor que yo). De modo que no me encuentren, porque no dejaré que me busquen.

domingo, 3 de junio de 2007

ESCOMBROS DE LA HISTORIA

Hace no demasiados días le regalaba a un apreciado amigo bloguero una frase del enorme Hugo de Hofmannsthal: “Sobre transformaciones camina nuestro placer más intenso”. La afirmación de Hofmannsthal arroja luz sobre la repercusión de la transformación y sus meandros en el paisaje emocional, pero parece obvio que la transformación es asimismo un elemento inmanente en lo que al arte se refiere. En todos los artistas que realmente lo son esta vivencia está presente. Cuando Hofmannsthal escribía esto se hallaba inmerso –en Viena– en un proceso de cambios políticos y humanos que acabarían por conducirle a la muerte inmediata tras el suicidio de su hijo; una forma peculiar de intensidad, que se contagió profusamente a otros habitantes de su espacio y su generación (el suicidio como rebelión contra la decadencia en derredor, que postuló Karl Kraus, aunque él –lúcido en exceso– no llegara a practicarlo).
Tras un siglo XX específicamente turbulento, los estados alemán y austriaco continúan como pocos desasosegando a sus escritores y artistas, colocándolos en esa cuerda floja y fascinante que es la pasión insuflada por la trastienda oscura de la transformación; y entre ellos Anselm Kiefer ha traducido, igualmente como pocos, la turbación del perder pie, del habitar una tierra que no existe, del pensar con palabras que el viento de la Historia desmorona.
La obra de Kiefer –espléndida la exposición retrospectiva de sus últimos diez años, que se exhibe en el Guggenheim de Bilbao hasta septiembre– se yergue brutal y delicada, contundente y sutil, densa y frágil en extremo. Kiefer es un maestro del oxímoron, y por ello sus obras se nos muestran rebosantes de materia que no obstante flaquea y se pliega ante la acción natural (las piezas se someten con frecuencia a la intemperie, para que los fenómenos meteorológicos realicen su trabajo inexorable y aporten su huella de óxido, disoluciones, desgarros y fracturas): algo que es connatural al propio desarrollo de la Historia, cuyo curso derrota las más sólidas acciones y deja al Hombre desnudo y solitario ante sí mismo. Si este es el proceso en lo formal, en el discurso de la obra el trayecto es similar; el hilván aéreo del lenguaje se contrapone a la dureza sin revés del contenido, y así, de la exquisita intelectualidad del poema o el símbolo se transita a la implacable violencia del mensaje: el poema que nos habla de la muerte, el símbolo que nos pone el horror ante los ojos, la escalera alígera que se quiebra y sepulta en su caída cuanto está bajo de sí.
Cuando Kiefer irrumpió con fuerza en el panorama artístico internacional corrían los años 70. La crítica acoge con los brazos abiertos las supuestas reflexiones sobre el nazismo y el holocausto que Anselm Kiefer lleva a cabo en sus obras, en especial a partir de su célebre Héroes espirituales de Alemania (1973); qué decir de esta monomanía que todavía nos sigue persiguiendo. De todos modos, los asertos de la crítica –que también hablan de un supuesto neoexpresionismo de Kiefer (¿?)– deben tomarse estrictamente en lo que valen –que no es mucho–, ya que en la actualidad deploran que Kiefer se haya apartado de su habitual preocupación por tales temas, en tanto que sus obras están cuajadas de poemas de Celan o Bachmann y de referencias a Nietzsche y Heidegger. Me reiría si no fuera que me vence el llanto… porque mira que tiene delito ignorar –verbigracia– el significado de la nieve en la poesía de Celan. En cualquier caso, al margen de que los críticos de plástica lean poca filosofía y no lean poesía en absoluto, me parece que el problema radica no tanto en la explícita identificación de tales temas como en el hecho de que en realidad Kiefer reflexiona sobre la historia alemana, sí, pero también y sobre todo acerca de los vaivenes y las huellas de la Historia, con mayúscula; de donde se explican con total coherencia otras alusiones intelectuales como el mundo clásico, la mitología nórdica, la cábala o un tratado de botánica, no circunscritos al restringido ámbito de lo germánico.
Kiefer hace suya la obsesión de Hofmannsthal –la atracción insana de la decadencia–, aunque menos con palabras que con hechos. A Kiefer se le deteriora el más sólido hormigón (Merkaba), se le diluye la belleza en el tiempo presente (La Cabellera de Berenice), se le evaporan las cabezas de las grandes damas de la iconología occidental (Claudia Quinta). Kiefer se esfuerza en modelar el plomo, en convertirlo en tersas sábanas para las camas de una morgue (Mujeres de la Revolución, a partir de Michelet). Kiefer trabaja con el fin en sus múltiples maneras, con el escombro de la vida. Ya lo advertía Gottfried Benn: “quien es partidario de las estatuas debe serlo también de los escombros”. De unas y otros Anselm Kiefer sabe mucho.
Ante el escombro en derredor, una esperanza: mirar al cielo, arraigar en el infinito caos de las estrellas (Sternen Lager) y ser un número, tan sólo un número, pero con sentido, tal vez enamorado.