lunes, 29 de octubre de 2007

EL ÚLTIMO SUSPIRO

Por exigencias profesionales –un libro de traducciones de epitafios latinos próximo a aparecer y una conferencia inminente de lo más animado, ambientada en el sin par optimista dominio de los que ya han pagado a Caronte su moneda– me he visto sumergida en estos días en aquella ocupación que como nadie describió Quevedo: “Escucho con mis ojos a los muertos”. Los antiguos sabían bien que la otra vida, la que existe más allá de la muerte, hay que trabajársela en ésta, a poder ser por escrito y en piedra. Nada en ningún mundo existe hasta que no se escribe. Heidegger lo iluminó gráficamente: “La relación esencial entre muerte y lenguaje aparece como en un relámpago”. Las palabras sustituyen al rostro cuando éste ya se ha ido, e incluso el nombre escueto en su defecto –si no media mayor inspiración– cumple discretamente la tarea. Orestes, por pluma de Eurípides, lo tenía muy claro: “Mi cuerpo me es ajeno; sólo el nombre no me ha abandonado”.
Un amigo a quien aprecio me ha pedido saber más acerca de estos textos, conocidos en la terminología académica como Carmina Latina Epigraphica. Su peculiaridad, lo que los diferencia del resto de epitafios legados por el mundo clásico, está precisamente en su prénom: Carmina. Se trata, pues, de inscripciones versificadas. El hecho de ser inscripciones, y por consiguiente textos públicos –a la vista de todos–, tampoco es baladí. Ya subrayó el placentero Giorgio Colli en memorable ensayo las implicaciones del lenguaje literario que se vuelve visible y cotidiano.
Aunque las hay de muchos temas, las inscripciones de contenido funerario son seguramente las más atractivas. Su tono suele tender hacia lo emocional y lo solemne, casi como norma de estilo, pero no faltan ejemplos en que el humor o la amargura o el ingenio o el testimonio sorprendente –y en todos los casos, la personalidad más propia de su autor– se adueñan del texto, convirtiéndolo en una auténtica delicia. Junto al tono, también es esclarecedora en los poemas la recurrencia a ciertos tópoi propios: la apelación al viandante –derivada de la situación topográfica de los cementerios en el mundo antiguo (muertos y enfermos, en inquietante y mutua compañía, permanecían al borde de los caminos, a la espera del consejo o la lectura amable del viajero ocasional)–, el lamento ante la mors inmatura y su tiranía impredecible…
Dejo aquí una breve muestra de mis traducciones, que no poseen otro sabor que el de sus íntimos paisajes. Que sean tumba o tesoro, que hablen o callen, como sugería Valéry, siguiendo de su capricho los dictados...

Testimonio de una bella aniquilada por la envidia de los dioses…:

Artibus ingenuis cura perdocta suarum,
sortita egregium corporis omne decus,
non dum bis septem plenis praerepta sub annis
hac Corale casta condita sede iacet.
Ludite felices, patitur dum uita, puellae:
saepe et formosas fata sinistra ferunt.

A instancia de los suyos diestra en nobles
habilidades, hermosa en extremo,
arrebatada sin haber cumplido
los catorce, aquí yace la casta
Coral, en sede a ella dedicada.
Sed felices, muchachas, si la vida
lo permite: no es raro que las bellas
hayan de soportar hados nefastos.

… frente a la autosuficiencia de la mujer liberada:

Haec est quae uixsit semper natura proba.
Clientes habui multos, locum hoc unum optinui mihi.
Itaque quoad aetatem uolui exsegi meam.
Nemine unquam debui, uixsi quom fide.
Ossa dedi Terrae, corpus Volchano dedidi,
ego ut suprema mortis mandata edidi.

Aquí reposa la que con dulzura
vivió siempre. Amantes conté muchos,
mas este lugar fue cuanto obtuve.
Cierto es que hilé mi vida como quise;
nunca nada debí a nadie, viví
según la lealtad me aconsejó. Di
mis huesos a la Tierra, y a Vulcano
el cuerpo le entregué al llegar la hora
de acatar el dictado de la muerte.

Aquí el tacaño posesivo (abominable combinación, por cierto)…:

Quicumque legis titulum iuuenis, quoi sua carast
auro parce nimis uincire lacertos.
Illa licet collo laqueatos inliget artus
et roget ut meritis praemia digna ferat,
uestitu indulge, splendentem supprime cultum:
sic praedo hinc aberit, neque adulter erit.
Nam draco comsumpsit domina speciosus ab artus
infixumque uiro uolnus perpetuumque dedit.

Joven que lees esta inscripción y tienes
una mujer a la que amar: no ciñas
más sus brazos de oro con pulseras.
Si aun enjoyada se cuelga de tu cuello
y te ruega que premies con regalos
sus virtudes, procura no atenderla.
Ocúpate tan solo de sus ropas
y evita todo ornato aparatoso,
pues de este modo lograrás que eluda
al tiempo el adulterio y la rapiña.
Ve que a su dueña una valiosa alhaja
la muerte le causó, y a su marido
le infligió este dolor hondo y perpetuo.


… que no desmerece del tacaño capcioso y cutre (variante del anterior):

Si pro uirtute et animo fortunam habuissem
magnificum monimentum hic aedificassem tibi.
Nunc quoniam omnes mortui idem sapimus, satis est.

Si más fortuna que valor y arrojo
poseyera, aquí tumba magnífica
tendrías. Mas quizá te baste ésta
pues, de muertos, igual sentimos todos.

Para quienes piensan que en materia de gustos horizontales no todo está escrito:

Eo cupidius perpoto in monumento meo,
quod durmiendum et permanendum heic est mihi.

Con placer en mi tumba me pervierto,
que en ella para siempre moro y duermo.

Ejemplo de noble estoico:

Seu stupor est huic studio siue est insania nomen,
omnis ab hac cura leuata mea est.
Monumentum apsolui et impensa mea,
amica Tellus ut det hospitium ossibus,
quod omnes rogant sed felices impetrant.
Nam quid egregium quidue cupiendum est magis
quam ube lucem libertatis acceperis,
lassam senectae spiritum ibi deponere?
Quod innocentis signum est maximum.

Si llamarse debe estupidez este
mi esfuerzo, o bien locura, es cuidado
del que ahora me hallo libre. Elevé
este sepulcro a mis expensas, para
que amistosa la Tierra cobijara
mis huesos, deseo de todo hombre
que sólo alcanzan los afortunados.
Pues, ¿qué existe más digno o deseable
que, ya cansado, deponer el hálito
final de tu vejez en el lugar
donde te iluminó la libertad?
¡Qué señal tan excelsa de virtud!

Y por último... lo cortés no quita lo valiente:

Bene ualeas, quisquis es qui me salutas.

Vete con bien
quienquiera que seas tú
que me saludas.



Salud.

domingo, 21 de octubre de 2007

PENITENCIA Y MISTERIO

Cuando el año pasado estuve en Viena, cuatro fueron los principales acicates instigadores de mi viaje: un concierto de la Filarmónica con Julian Rachlin como solista –Concierto para violín núm. 2 de Schostakovich y Cuarta Sinfonía de Brahms– en la Golden Saal del mítico Musikverein; pasear la Viena fin de siècle y la Heldenplatz y sus alrededores, con sus cafés donde se habían sentado Hofmannsthal, Zweig, Wittgenstein y compañía; y –admito mi debilidad– probar la también mítica tarta de chocolate Sacher. El cuarto de los estímulos era de índole visual: tener frente por frente uno de los cuadros más fascinantes de la Historia del Arte, salido de los pinceles de Johannes Vermeer de Delft, El Arte de la Pintura, custodiado en el Kunsthistorisches Museum.
Así debiera saber escribir yo, –se decía Bergotte– que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo, el detalle que con tanta ciencia y tanto refinamiento pintó un artista desconocido para siempre, identificado apenas bajo el nombre de Vermeer...”. De este modo hablaba Bergotte por cálamo de Marcel Proust, refiriéndose al cuadro Vista de Delft. El peculiar empleo del amarillo, junto con el de los grises y azules, encandiló no sólo a Proust, sino específicamente a Van Gogh. Ya en el siglo XX, alguien cuyo nombre en este instante no recuerdo ha afirmado que Vermeer supone la realización de Montaigne en imágenes.
Deambulé por el Kunsthistorisches Museum con placer. Es un museo exquisito en disposición y fondos, e incluso en la propia exhibición de las obras. Pero no conseguía dar con El Arte de la Pintura. Me cercioré de que no me había equivocado, de que el cuadro figuraba en la colección de aquel museo, de que no se había desplazado por ninguna exposición temporal. Y entonces, al fin, lo encontré. En un pasillo marginal y de laberíntico acceso, casi aislado del resto de la colección, allí estaba aquel fulgor contenido en apenas un metro cuadrado de enigmática sabiduría. Tan sólo seis o siete años después de que Velázquez decidiera autoinvitarse al taller de ejecución de sus Meninas en forma de pálido ejercicio voyeurista, Vermeer se involucra por vez primera y última en la realización de una obra, su obra mayor, sin duda la que más quiso. Vermeer, el artista muerto en la indigencia, aparece en El Arte de la Pintura ataviado con galas refinadas, elegante –aun de espaldas al espectador– en ese lienzo que le acompañó durante el resto de su vida, sorteando la codicia de compradores ocasionales y perpetuos acreedores; ese lienzo que, incluso más allá del óbito del artista, quiso su viuda preservar simulando una venta ficticia para eludir la labor de riguroso albacea de Antón van Leeuwenhoek, reconocido fabricante de microscopios –quien, como parece lógico, tenía un ojo muy fino–.
¿Por qué una obra maestra semejante, una obra iconológicamente sembrada de atractivos misterios, una obra salvaguardada por su creador y allegados con fervor, una obra de un pintor excepcional y unánimemente considerado por la crítica y los amantes del arte, una obra que constituye un privilegio impagable por el mero hecho de ser la más importante de un exiguo catálogo de apenas treinta y seis piezas, se veía relegada en un museo como el Kunsthistorisches de Viena, de una evidente inteligencia en su concepción? A los secretos más íntimos de El Arte de la Pintura se sumaba ese destino extraño y sombrío, ese silencio de los ojos impuesto como una penitencia. Era evidente que El Arte de la Pintura purgaba algún castigo, pero ¿cuál era la naturaleza del pecado cometido?
Pocos lienzos exhalan un aura semejante de ventana indiscreta. Obras espléndidas y pródigas en interrogantes –me viene a la memoria ese otro lienzo impactante de mi especial predilección: Los Embajadores, de Holbein, tratado con mimo en la National Gallery, por no mencionar a las mismísimas Meninas– no permiten al espectador asomarse al abismo interior del artista. De El Arte de la Pintura sabemos por Phillip Steadman que se localiza en el propio estudio del pintor y que retrata su espacio valiéndose del artificio de la cámara oscura; la silla que aparece en primer plano invitando al curioso a sentarse y espiar la escena tras un cortinaje existió en realidad, y las baldosas en el suelo –esas baldosas cuya comercialización dio fama a la ciudad de Delft– eran las baldosas que cada mañana pisaba Vermeer. El rostro de Clío, con los atributos designados por la Iconología de Cesare Ripa, es el de una de las hijas del pintor, y en la mesa del estudio se aprecia una máscara funeraria de significado hoy inaprensible pero sin duda palpable. La luz que ilumina la escena –esa “luz de agua” de la que ha hablado con agudeza John Berger– proviene de la misma vidriera coloreada que antes iluminó a La Mujer Escribiendo una Carta o a La Muchacha del Vaso de Vino.
Hablando del cuadro y sus circunstancias con un cultísimo amigo poeta que ha visto transcurrir una parte importante de su vida en Viena, este me confió que el Embajador de España en Austria le advirtió de un pasado ominoso y aún no enterrado de El Arte de la Pintura, vinculado a la memoria del nazismo. El velo de la intriga comenzaba a rasgarse.
Con interés reconstruí la azarosa e increíble trayectoria de la magnética pintura. Una vez que, pese a los esfuerzos de Catharina Bolnes, esposa del artista, El Arte de la Pintura abandonó definitivamente el seno de la familia Vermeer, parece que el lienzo pasó a integrar, hacia comienzos del XVIII, la colección del Barón Gerard van Swieten. Por aquel entonces la obra de Vermeer no era apreciada en exceso, y sin saberse con certeza cuándo, la autoría del lienzo se comenzó a atribuir a un coetáneo del de Delft, Pieter de Hooch, bastante más valorado. Esta apócrifa autoría se confirmó con una firma falsa de Hooch superpuesta sobre la de Vermeer; la ficción fue puesta de manifiesto a mediados del siglo XIX por Thoré Bürger, aplicado estudioso del pintor al que se debe la identificación de todos sus lienzos –incluyendo algunos que, como después se ha sabido, en realidad no provenían de su mano–. En ese tiempo la pintura había sido ya adquirida por el Conde Czernin, auténtico mecenas de las artes que acrecentó la estimación del lienzo hasta el extremo de que, a su fallecimiento –en los años 30 del siglo XX–, estaba tasado en un millón de schilling. El heredero de la obra, Jarimir Czernin, intentó venderla inmediatamente. Compradores no faltaban, anhelantes de una pieza que empezaba a rodearse de una leyenda carismática; sin embargo, la legislación austriaca, que designó el legado Czernin como ente patrimonial indivisible, frustró la operación.
Pero… en 1939 Jarimir Czernin recibió la visita de Hans Posse, marchante de compras particular de Adolf Hitler. Hitler estaba verdaderamente encaprichado por el cuadro, aunque no se mostraba dispuesto a pagar los ya dos millones de reichmarks que pedía Czernin. El Conde intentó cerrar la transacción con un comerciante hamburgués, pero topó con la prohibición expresa del staff austriaco de sacar el cuadro de Viena. Czernin acudió entonces al Führer y le ofreció la pintura; el trato se cerró en 1940, por un importe de un millón seiscientos mil reichmarks.
En 1944, El Arte de la Pintura y otras obras de la colección particular de Hitler se pusieron a salvo de los bombardeos en las minas de sal de Altaussee, de donde fueron rescatadas en 1945 por los aliados estadounidenses. Aun admitiéndose la propiedad de Hitler, el Vermeer fue cedido de modo provisional al Kunsthistorisches Museum de Viena, de cuyos fondos pasó a formar parte definitivamente en 1958, a pesar de las reiteradas e infructuosas reclamaciones del Conde Czernin por recuperar sus derechos sobre el cuadro.
Así fue como, por ser pasivo objeto de un amor indigno, una de las obras mayores del arte universal cumple condena por una barbarie en la que jamás pensó participar.

domingo, 14 de octubre de 2007

CARNE Y PIEDRA

Cubrirse el rostro ante la adversidad. Un movimiento reflejo que no detiene el curso de los hechos. Los hombres piensan, con frecuencia, que no tiene lugar aquello que no ven. Bien al contrario, ante la ausencia de guardianes, los hechos se apresuran, se consuman.
La música del fuego supera su presencia. Su sonido calcina la casa, mi familia, la tierra que fue mía. Su murmullo de tijeras abriéndose y cerrándose lo sesga todo: las sábanas en las que duermo y pienso, la ropa blanca que es la carne de mi esposa, el papel en que mis hijos sueñan con lápices azules. La breve música del fuego. La llama, la candela. El fuego, dicen, purifica. En realidad, mancilla; lo mancha todo de cenizas: la sucia huella que adquiere la memoria, clamor de mariposas que entre los dedos se deslíen.
En Pompeya, en Herculano, no quiso el fuego hablar sólo ceniza. La lengua del Vesubio quiso muerte y permanencia. Una manera, también, de escribir. En las casas, en los hornos, los panes están frescos todavía, los objetos se presentan como muecas indiscretas de sus dueños. El volcán trajo la muerte, y con la muerte trajo la vida; un dulce modo de estar sin ser: algo común a muchos humanos que respiran. Extraña trascendencia. Aquellos hombres y mujeres sorprendidos en sus sillas, en sus lechos, poseen la trascendencia de sí mismos, de su carne petrificada y perenne. Su muerte es su fe y su fe es la carne y su carne es la piedra que desafía al tiempo. Carne y piedra, decía Sennet, son las materias con que se modela el cuerpo de la cultura occidental. El más allá se reviste de esa sustancia inasequible, rebelde a los dictados naturales del ocaso; vivir entonces es aguardar en el dintel, a las puertas de una putrefacción que nunca llegará. El mismo fuego surgido de las entrañas de la tierra es el salvoconducto que rescató a sus víctimas de su ineluctable viaje a los dominios infernales.
Se cubre el rostro el hombre de Pompeya. Sentado y sin mirada, como Homero el aedo o el adivino Tiresias, elude el fulgor leve del instante mientras acoge entre sus manos algo que podría llamarse eternidad.

lunes, 8 de octubre de 2007

LASCIATE OGNI SPERANZA

En el noveno verso del Canto Tercero de su Divina Comedia transcribe el Dante la leyenda que figura inscrita en la entrada misma del Infierno: Lasciate ogni speranza, voi ch’intrate. En el Infierno no existen prohibiciones –reservadas de modo natural al mundo de los vivos–, tan sólo avisos. Abandonad toda esperanza quienes entráis aquí, se dice; y además se dice en piedra. Eso es grave. La escritura es el presente más perverso que la divinidad regaló al hombre, y su designio más terrible. Jamás debe aceptarse un presente de los dioses; como las cajas chinas, siempre esconde algo añadido –inesperado, desafiante– en su interior. La escritura es una trampa: induce al hombre a comportarse como un dios en una casa que no le pertenece. La caligrafía excita el ensueño de la creación y del poder. La mano que escribe abre la puerta a un espejismo malévolo y sarcástico, es el agua no potable en el desierto de la mortalidad irreductible. Lo que está escrito no se puede deshacer, permanece para siempre y siempre acaba por cumplirse: ahí reside el endiablado mecanismo de la trampa; el abrupto término del sueño y el pesaroso despertar, el tránsito desde las sombras protectoras a la luz que hiere sin remedio. Escribir supone un duelo entre el tiempo y una voluntad implacable, un duelo en el que la voluntad termina por vencer gracias al hechizo de los trazos indelebles. Scripta manent.
Un siglo más tarde, Claudio Monteverdi recoge la peculiar bienvenida infernal en su Orfeo, la imprecisamente -o no tanto- llamada ópera primera de la Historia. En mitad de los versos amables de Alessandro Striggio, libretista del Orfeo, la elegante contundencia del Dante se infiltra en la obra en un momento crucial. En realidad, se trata del momento fundamental de la ópera: cuando Orfeo se dispone a penetrar en los dominios infernales en la búsqueda de Eurídice, su amada esposa, la Esperanza le hace reparar en el contenido inapelable de la sentencia inscrita. El problema está servido.
La historia de Orfeo y Eurídice no describe una estricta cuita de amor. El amor encubre en este caso un propósito más hondo, y la presencia escrita del verso del Dante es el faro que lo alumbra. El mito de Orfeo es un enfrentamiento intelectual de alto voltaje, y además en un doble sentido: por una parte, el hombre y su voluntad frente a la divinidad y el fatum, y por otra, y sobre todo, el poder de la escritura frente al poder de la música y la poesía. Sólo así se entiende que para Platón constituyera Orfeo un personaje poco menos que despreciable; no eran los poetas, no era el lenguaje poético, género de su especial consideración.
La versión más edulcorada del mito, la más orientada a la exaltación del amor más allá de la muerte –que cuajará con especial difusión en época helenística–, proviene de los latinos, y en especial de Virgilio y Ovidio, si bien con diferente objeto de atención. Si Virgilio presta cálido oído a las palabras dolientes de Eurídice, Ovidio en cambio será más sensible a los pesares de Orfeo. Orfeo no es sólo el paladín del amor conyugal ejemplar, es además el inventor de la cítara, y su voz encarna alternativamente el cantar benéfico –la voz a ti debida– y el cantar seductor con el que, de forma similar a las pérfidas sirenas, logra embaucar a Caronte. La suerte de Eurídice en esta historia ha sido menos afortunada. Eurídice es una ninfa, y como tal, por etimología, es un venero de agua, esa materia de que están hechos los eidola: es decir, los simulacros. Ese carácter umbrío, de mero y escueto reflejo, es bastante premonitorio de la suerte que le ha sido destinada, a pesar de que Monteverdi se saque de la manga un deus ex machina para aliviar la situación. Más tarde, Rilke la concebirá como doncella en exceso celosa de su virginidad, frente a la Eurídice extremadamente coqueta de Offenbach, y más tarde aún será la bella una vana distracción en la vida de un Orfeo entregado a la guitarra, según lo quiso Tennessee Williams en Orpheus descending. En Parking, de Jacques Demy, Eurídice es subsumida por las sombras de la droga. Claudio Magris la rescatará en la forma de una mujer excelsa -Eurídice es Marisa Madieri- en su Así que Usted comprenderá.
Pero el amor, decía, tiene poco que ver en esta historia –lo mismo en todas–. El asunto aquí es que la escritura y la música se enfrentan, y del combate emerge victoriosa la escritura. El mito de Orfeo, así pues, no plantea un conflicto afectivo, sino un conflicto intelectual. Monteverdi magnifica este enfoque como pocos en su peculiar tratamiento del asunto, y lo hace mediante tres inteligentes artificios: la descarga del peso de la obra en el personaje de Orfeo, la introducción de los versos inscritos del Dante y la “postiza” solución final, en que se induce la intervención redentora de Apolo. Superada la presentación en escena de Orfeo como héroe plenamente volitivo, capaz de desafiar los dictados de la divinidad, se impone la reflexión sobre la morada real y los límites del conocimiento. Para que Orfeo olfatee con más anhelo su propósito, Plutón promete un imposible –el retorno de un muerto al dominio de los vivos–, a la vez que impone una condición que previamente sabe que el héroe va a incumplir: no mirar atrás mientras, en el camino hacia la luz y la vida, va seguido por su esposa. Si Orfeo ha llegado hasta el Infierno, si ha conseguido adormecer a Caronte, si ha desdeñando la temible inscripción de la puerta de acceso, es evidente que el músico poeta no sólo es presa de la hybris, sino que además… quiere conocer, conocer más allá de los límites de lo permisible. Y en esa búsqueda se dará de frente con el fatum en la forma de Eurídice –Eurídice la excusa– sepultada por las sombras: Lasciate ogni speranza, voi ch’intrate. Si es que ya se lo avisaron...
A Orfeo no le pierde la pasión, sino el ansia de saber. A dos pasos tan sólo de la tierra, Orfeo se vuelve; quiere el héroe echar un último vistazo al reino de lo oscuro antes de abandonarlo para siempre. Mirar atrás, saber, morir es un instante. La promesa de Plutón se ha disipado. Semel emissum volat irrevocabile verbum. Lo escrito, escrito está. La osada música de Orfeo ha fracasado, su cítara es una pasión inútil.
Apolo, progenitor de Orfeo, experto en vaticinios versales y engañosos, se llevará a su hijo para convertirlo en una estrella y enseñarle a mirar siempre adelante; adelante, a buen recaudo de las aguas que se estancan a la espalda.

lunes, 1 de octubre de 2007

EL ESPEJO DE EDIPO

Cada cierto tiempo, por vaivenes personales, me gusta sumergirme en el exceso literario; demasiadas lecturas combinadas, demasiado extravagantes, alambicadas todas ellas. Es mi manera silenciosa de enterrarme, de lograr aquello que con énfasis solicitaba Baudelaire: “No importa dónde, no importa dónde, con tal de que sea fuera de este mundo”. Tras el periplo dantesco y secreto es precisa la purificación, retirarse las algas de los brazos, volver a la limpieza, al reencuentro con algo que se parezca a la verdad, que en la literatura y en la vida por igual tiene que ver, más o menos, con una cierta manera de mirarse en el azogue: de frente, sin recelos ni aspavientos, preparados para el paisaje volcánico que con frecuencia nos espera al otro lado.
Como es sabido –aunque creo que nunca nadie lo ha escrito hasta ahora– Sófocles es el inventor del espejo y del género policiaco. Al mismo tiempo. Dejando a un lado la saturación formal de sus colegas Esquilo y Eurípides –tan denso y simbólico el primero, tan dogmático el segundo–, e incluso el hecho de que Sófocles suponga un remanso en la pirotecnia del estilo, un descanso en la acrobacia verbal para entregarse a la cabriola intelectual, el trágico de Colono no sólo encarna la perfección de la tragedia –así lo sentenció Aristóteles y lo sentenciaría cualquiera con dos dedos de frente– sino que perfila con perfección idéntica la búsqueda interior del hombre, más allá del auxilio de la sinrazón –o sea, el mito– por primera vez. Edipo, el de los pies hinchados, una suerte de antihéroe limitado por su historia y por su físico, recorrerá un tortuoso y agotador camino para llegar a su espejo particular: el que Sófocles le concede como método de conocimiento y que a su vez nos regala para secular tortura del género humano. “Par delicatesse j’ai perdu ma vie”, decía Rimbaud… Nada más cierto. Por la delicadeza de un reflejo se pierde la vida.
A diferencia de los charlatanes múltiples de la contemporaneidad, que cifran su máxima inquietud en la prospección del futuro, Edipo tenía bien claro que la reconstrucción de uno mismo guarda parentesco con las sombras que se portan a la espalda. El hombre –el caminante, diría Nietzsche– con su sombra conforma en sí un espejo y su reflejo, un Jano de dos rostros inquietantes; ninguno de ellos puede reconocer al otro si no media el conocimiento del pasado. Y en ese viaje –como en tantos otros– la luz es enemiga, no aliada.
En una sutil y apasionante investigación policiaca, con un lenguaje despojado al límite, Edipo parte en busca del ayer. Su lazarillo: un adivino, viejo… y ciego. No por casualidad: Tiresias perdió la vista al contemplar la ateneica desnudez de la sabiduría. El saber a cambio del fulgor del día. En la oscuridad de las vísceras se alojan los augurios; en la oscuridad del jardín crece el árbol del bien y del mal, y en sus ramas las palabras albergan un filo cruento.
Si Odiseo es el astuto, Edipo es el domador de enigmas. Contestando una pregunta llegó a ser Edipo rey de Tebas; formulando otras preguntas y rastreando sus respuestas podría llegar a ser rey de sí propio: γνῶθι σ’αυτόν. El encuentro con la sombra es doloroso, previsiblemente doloroso. “En el camino de Tebas comienza la muerte”, escribió con acierto Miguel Torga. Edipo, el domador de enigmas, no supo que conocerse es un poco empezar a acabarse, y que por ello conocer es tarea reservada a los dioses, inmortales.
Al final del camino está el espejo, y en él, como en las aguas de un estanque corrompido, flota el pasado monstruoso de Edipo: la gangrena incurable del presente. El rey nefando pasa de la risa al llanto en un instante. La esencia del teatro, la esencia del arte, la esencia del hombre. Y los ojos heridos para siempre por la fíbula acerada del reflejo. Los ojos ciegos que ya nunca dejarán de ver.
La loada ironía de Sófocles en realidad es un sarcasmo atroz. Por alguna perversa razón, Sófocles quiso vengarse del mundo. El espejo es su legado venenoso. En los ojos inertes de Edipo alienta aún, imperturbable, la verdad.