miércoles, 13 de agosto de 2008

MEMENTO

Venecia es un pez, escribe Tiziano Scarpa. El escritor serenísimo, que traza un itinerario sinestésico de su ciudad en deliciosas páginas, alude al perfil de la bella en el mapa. Un pez colosal tendido en el fondo, dice. Seguramente sin pensarlo, Scarpa ha dado con otra identidad más epidérmica. Además de respirar calladamente bajo la densidad humanizada de sus aguas, la superficie de Venecia es lujosa, es una fiesta cuajada de lentejuelas seductoras y minúsculas. Mi recuerdo de la ciudad, de su tacto, es aún untuoso y brillante, como la piel de un rodaballo en el mercado, al sol de la mañana.
Lamento no haber encontrado este libro en mi camino hace unos meses. Sus palabras, ahora, no son más que un reflejo inasible, el balanceo de una góndola entregada a la deriva bajo el Puente cruel de los Suspiros. Me hubiera gustado ver ese capitel descrito por Scarpa, en la columna séptima del Palazzo Ducale, frente a la Biblioteca Marciana, su historia de amor y muerte: la pareja que se encuentra, se ama, procrea y acaba inesperadamente por enterrar su fruto. El hijo habido de ese amor se extingue con la intensidad de una metáfora. Los padres lloran. Me atrevo a pensar que no sabemos si lloran por él o por ellos. La mors inmatura del pequeño es un testamento apócrifo, la paletada de tierra sobre el féretro de una pasión inútil. La carnalidad es tantas veces un animal bifronte, un baile desolado, una danza de la muerte en una ciudad hermosa, bajo una noche sin luna.
Capiteles… y máscaras. Habla Scarpa de la moréta, una máscara estrictamente femenina consistente en un óvalo de terciopelo negro con orificios sólo para los ojos. Se sujetaba sin cintas, había que morder una especie de pomo, un botón proyectado hacia dentro, a la altura de la boca. De esta manera, las mujeres que se la ponían se veían obligadas a callar. No me ofendo. Es más: sonrío. De nuevo, como con su ciudad-pez, Scarpa es capaz de suscitarme un sentimiento paralelo. Memento. Siempre he pensado que escribir poesía se parecía bastante a eso: atisbar entre rendijas con los dientes apretados. La moréta. Un poema.

jueves, 7 de agosto de 2008

EL ARTE DE LA FUGA

El arte de la fuga es inversamente proporcional al arte del discurso. El fracaso de una fuga se evidencia en el hilo de Ariadna de la escritura, en la constelación verbal que, como el suicida sus palabras últimas, deja tras de sí el huido en la atávica esperanza de no fundirse sin retorno en el vacío. Acaso huir no sea más que el grito aterido de un náufrago a merced del oleaje, la llamada de atención sobre la carta final abandonada falsamente en el buró, quién sabe si el terror a la fragilidad del mundo escrito como antesala de la nada engastada en el mundo real. Un pavor semejante acometió a Magris al descender a los infiernos y dejar allí a su Eurídice, temeroso de regresarla a la ágrafa banalidad de esta otra orilla desde el cadáver exquisito balanceado por su Verde Agua.

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La fuga, si no es arte, responde a la persecución, al destierro, al auto de fe. La fuga puede ser una corona de espinas entretejida en el tapiz tembloroso de la culpa. El inquisidor exige la cremación de la escritura delatora sin saber que la palabra nunca arde: sólo arde su cantor. E pur si muove. El inquisidor, obsesionado con la pureza impostada del fuego, ignora que la damnatio memoriae exige la escritura para ser letal y epifánica al tiempo, en un acto caníbal en que sólo unas palabras pueden redimir de otras, devorándolas con ensañada pulcritud.

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En el principio no fue el verbo, sino la tachadura, esa rature que según Cabrera Infante anida en la literatura, como si en el hecho de escribir –o no sólo– la muerte precediera por fuerza a la vida. Todo lo demás en esa dama bifronte es litter: desperdicios. Al escritor fugado y execrado se le amputa el brazo, se le priva del cálamo, se le queman sus manuscritos, sus cartas. Al escritor fugado y execrado sólo le queda mirar hacia atrás, como un Orfeo paralizado nel mezzo del camin. Pero bajo la lengua esconde siempre su pastilla de cianuro, el libre albedrío de su divina tachadura.