jueves, 28 de marzo de 2019

EL CELESTIAL DESENFRENO DE LOS DIOSES

Si hace apenas dos semanas celebrábamos en esta sección la efeméride cuatricentenaria de la delicada sirena veneciana Barbara Strozzi, que probablemente pase en este año muy inadvertida, lo hacíamos situándola en un contexto muy específico: el de un entorno social en que la mujer culta ostentaba en calidad y cantidad un papel preponderante —a pesar de que muchas de las composiciones musicales o literarias de aquellas artistas hoy se hayan perdido—; el de una ciudad que sometida a los vaivenes del acqua alta oscilaba entre la intriga, la exquisitez, la ruina y también la innovación; el de una pléyade de creadores en cuyas manos realmente se palpaba la modernidad.
Si pensamos en la ópera y su origen no cabe duda de que nadie puede apartar de su cabeza a Monteverdi. Pero si pensamos en el avance del género operístico hacia formas más contemporáneas, tanto estilística como temáticamente, es probable que el nombre que con mayor justicia salta a la palestra es el de Francesco Cavalli —sucesor del genio de Cremona en quehacer y plaza (San Marcos) al tiempo que notable maestro en cuyo círculo de discípulas, por cierto, resaltaba el talento de la mencionada Strozzi—. Cavalli nos deja un legado impagable en una Venecia que entre la santidad y la herejía, entre la soberbia serenísima y la asechanza política, entre la máscara y el arco del violín —o el estilete— nos columpia entre emociones que resultaban impensables hasta su llegada. Y es que entre la grave solemnidad recitativa del gran Monteverdi —compositor que, como Bach, no es de este mundo— y la ductilidad cuasibelcantista y acusado mercantilismo del otro gran genio de la ópera barroca —Handel, si es que no contamos a Vivaldi— ocurrió algo. Ese algo absolutamente sorprendente que cabe situar en los dos últimos tercios del siglo XVII se llamó Pier Francesco Cavalli (que ni nació en Venecia ni se llamaba Cavalli, pero adoptó la patria y el nombre de su primer mentor y protector).
Cavalli compuso unas cuantas óperas, de las que se conservan alrededor de una treintena y se han grabado y representado muy pocas, llevándose una de ellas la palma sobre todas las demás: La Calisto. Más allá de que las óperas de Cavalli nos roben más o menos el corazón y exhiban arias totalmente seductoras, sus mayores logros estriban sin duda en la evolución desde el estilo más austero y recitativo del maestro Monteverdi hacia una mayor variedad melódica, con una prevalencia de arias y ariosos sobre el mero recitado, una concesión esencial a la parte dramática de las obras y, last but not least, un gracejo determinante a la hora de abordar los temas de más indiscutida autoridad en esencia, los clásicos de la Antigüedad Clásica—. De modo que Cavalli lo que hace es una transición del mito al lógos —musical y religioso— pero apoyándose en algo muy sano como es, precisamente, la desmitificación (hoy los cursis o los pelmas lo llamarían deconstrucción) o, con más exactitud, con una cesión de protagonismo mucho mayor al lúdico Dionisos que al hierático Apolo.
El tema de La Calisto pudiera parecer sencillo en una lectura superficial, pero realmente no lo es en su desarrollo. Cavalli ofrece una visión hilarante de los conflictos entre dioses y hombres en los diferentes estratos del cielo y de la tierra. En particular, el desavenido matrimonio entre Júpiter y Juno, con Mercurio por el medio ejerciendo de Trotaconventos, es la excusa inicial para mostrarnos a una sarta de personajes plenos de miedos y contradicciones, que mienten sin pudor al tiempo que viven aterrorizados por los resultados de sus inconscientes travesuras. Qué mutable es el alma divina, y cuán más habría de serlo la humana, a imagen y semejanza de aquella. Así que Cavalli juguetea hábilmente con un Júpiter libidinoso que se disfraza de diosa Diana para gozar de los favores sexuales de la hermosa y reticente Calisto, con pleno éxito y la consiguiente desesperación de la ninfa, que se cree a la vez casta y lesbiana cuando en realidad se da cuenta de que lo que le pasa es que es un tanto casquivana y ha estado flirteando con quien no debía sin calibrar las consecuencias. A todo esto, de forma paralela, la altiva Diana verdadera permanece inalcanzable a los constantes requerimientos del pastor Endimión, si bien aprovechando un pesado sueño de este consuman una escena amorosa de lo más completita. Calisto por su lado se ve atrapada entre la simpática maraña tejida por Cavalli entre la Diana real y la fingida (el Júpiter donjuanesco) y hace que salte la chispa definitiva cuando Juno con sus hordas acude a poner orden en los desórdenes habituales de su esposo, castigando con furia implacable a la ninfa ultrajada, que se ve así convertida en una Osa. Mientras los dioses ventilan con tal desparpajo sus armarios, una serie de personajes, en unos casos festivos —Pan, el Sátiro, el Centauro…—, en otros más trascendentes —la Eternidad, la Naturaleza, el Destino— contribuyen a dibujar el cuadro completo de unos seres sujetos a la tiranía de los deseos y, por qué no decirlo, de una pérfida libertad, que acaba aflorando al final de la obra como melancólico deus ex machina.
Continuando en su celebración de sus doscientos años, el Teatro Real de Madrid se ha permitido programar una Calisto de lujo. La escenografía de David Alden nos traslada a un Empíreo de neones y psicodelia que al principio nos choca porque no parece lo más previsible ni lo más apropiado; y sin embargo, nos acaba seduciendo, precisamente por captar a la perfección el espíritu lúdico de la ópera original de Cavalli, alejado de innecesarias solemnidades. Animales surreales, dioses esperpénticos, pavas reales terroríficas, ninfas provocadoramente felinas, sátiros irreductibles… nos trasladan a una historia donde la sonrisa nos instala en el centro de la acción avanzándonos que todo aquello hay que tomárselo en serio solo hasta cierto punto.
Por nuestra parte, asistimos al segundo reparto, que de segundo tuvo bien poco a juzgar por el excelente desempeño del elenco. Anne Devin compuso una Calisto entregada, con cuidadísimo fraseo y gran musicalidad, en un papel con muchos entresijos psicológicos; la única lástima fue que Alden no la hiciera subir en término a los cielos, su verdadero y lírico —también merecido— destino final. La otra gran voz de la noche fue sin duda la de Xavier Sabata como Endimión, exquisito contratenor de quien a estas alturas ya poco puede decirse que no se sepa, interpretando alguna de las arias más bellas de la ópera, y que escoltado por las tiorbas de Freimuth y Jacobs resultó verdaderamente sublime. Rachel Jelly fue una Juno resuelta y potente, Steefan Schwaiger resultó apocado y sólido cuando la situación lo requirió. Borja Quiza ofreció un Mercurio de gran capacidad dramática y una bonita voz burlescamente homogénea. Nos gustó también la grata cólera de Juan Sancho como Pan. Y qué decir de Dominique Visse, un Sátiro deliciosamente desvergonzado que nos arrancó más de una carcajada con su caudal canoro pretendida y sabiamente deformado. No citamos la totalidad del elenco por su extensión, pero lo cierto es que todos cumplieron con corrección y a mayores.
Musicalmente, el maestro Bolton supo extraer lo mejor de una reducida representación de la Orquesta Barroca de Sevilla en afortunada confluencia con el Monteverdi Continuo Ensemble (aunque es verdad que el percusionista podía haberse quedado en casa). Fue una auténtica delicia ver en los rostros de director y músicos el seguimiento exhaustivo de cada uno de los pasajes de la obra. Así se escriben las grandes noches, y la Osa Calisto por ello mismo estuvo y está en los cielos.
 
PARA ESCUCHAR


Francesco Cavalli: L’amore innamorato. Christina Pluhar, dir. Sopranos: Hana Blažíková y Nuria Rial. L’Arpeggiata. 2 CD. Erato, 2015.
A pesar de que podríamos recomendar la versión existente de René Jacobs de La Calisto, teniendo en cuenta que aún no existe un registro que se pueda calificar de definitivo por razones diversas, nos atrevemos a recomendar este delicioso disco que contiene algunas de las arias más hermosas de varias de las óperas de Francesco Cavalli: La Calisto, La Didone, L’Ormindo, Artemisia... Instrumentación vertiginosa, voces en verdad maravillosas y un repertorio seductor hacen de este disco uno de esos cedés disfrutables que vuelven con frecuencia suma al reproductor.

sábado, 23 de marzo de 2019

EXPECTACIONES DISMINUIDAS

La nueva programación del Palacio de Festivales ha llegado esta temporada salpicada de una serie de expectativas que en un principio parecían satisfactorias y por el momento, muy al contrario que en el célebre título de Dickens —Great Expectations—, se están viendo un tanto disminuidas.
Ocurrió la pasada jornada, dedicada a las músicas del Nuevo Mundo de Patricia Petibon, que en realidad sufrimos músicas sin ton ni son, más atentas —a pesar de los esfuerzos técnicos e instrumentalmente valiosos de La Cetra Barockorchester Basel— a las bufonadas de la cantante francesa que a un merecido y esperado mejor desempeño. De aquello salimos alicaídos y con la idea de una casual velada mediocre, algo de lo que ningún auditorio está libre; pero he aquí que esta noche se nos vuelve a caer un mito demasiado importante como para tomárselo a la ligera. Me refiero a la versión de El corazón de las tinieblas del polaco Joseph Conrad, una obra sustancial en la vida de su autor, que lo transformó radicalmente en múltiples aspectos, y en la nuestra, pues su búsqueda —de la verdad y de la esencia del mal—, su siniestro personaje principal y su reivindicación ético-moral es un autentico referente en nuestra cultura literaria —e incluso cinematográfica, gracias a esa cinta maestra llamada Apocalypse Now—; obra de la que nos ha ofrecido su peculiar versión y dirección Darío Facal.
Tengo la impresión de que la maestría de la obra de Conrad es empleada benignamente por Facal como método para llamar la atención sobre un genocidio brutal que se ha venido ocultando durante décadas por motivos económicos y políticos —las atrocidades incalificables de Leopoldo II de Bélgica, aparte de exterminar a diez millones de congoleños, pusieron la primera piedra para el expolio del marfil, del caucho, de los minerales tecnológicos, de los abusos insoportables de las farmacéuticas… por no mencionar la cantidad de intereses espurios que siguen explotando en aquella tierra maldita la mayoría de países europeos—. Facal pone también el dedo en la llaga en una cuestión interesante: cómo el método de ejecución de tales atrocidades —muertes, castigos corporales implacables, desfiguraciones, amputaciones de manos y pies a los congoleños esclavizados— se traducía en sutilezas en el mundo occidental: el marfil obtenido con tan infames procedimientos se empleaba en realizar deliciosas figuras decorativas o las teclas de los pianos más sublimes. 
En este sentido, aparte de otros recursos dramatúrgicos, el director parte por un lado de la típica contraposición entre civilización y barbarie —escenificada en los pasajes del Génesis y la expulsión del Paraíso, en la contraposición del refinado estilo de vida occidental con el forzosamente salvaje de los indígenas y sus músicas y sonidos respectivos (piano y percusión)— y de la exposición de una serie de textos de autores diversos (Montaigne, Lévi, Diderot, Nietzsche, Sade, Solzhenitsyn…) en los que se plantea la no siempre grata realidad dual del ser humano: un ser en el que confluyen las personalidades de víctima y verdugo simultáneamente, o un ser que puede justificar las acciones más infrahumanas en pro de un bien superior.
Así pues, la propuesta de Facal logra éxito en su propósito —que apoya además gráficamente con proyecciones de retratos de Leopoldo II o Conrad y, sobre todo, de decenas de congoleños reales, encadenados y torturados—, pero no acierta tanto en lo que se suponía que nos prometía la obra: El corazón de las tinieblas. No me parece mal que un director quiera hacer un planteamiento didáctico a partir de una obra ajena, pero eso es algo que siempre debe advertirse al espectador incauto. Las explicaciones iniciales —parcas, por lo demás— acerca de quiénes fueron Leopoldo II o Conrad son totalmente prescindibles. La sucesión de rótulos finales en que se amalgaman sin pausa las diferentes consecuencias de la expansión colonizadora de los belgas —et alii—, entremezclando cuestiones bélicas, políticas, económicas y éticas en absoluto anacronismo precipita y hace caótico un final que mereció ser más meditado y mejor. Las aspiraciones cinematográficas y/o documentales suelen lastrar las obras de teatro. Es algo que ocurre cada vez con más frecuencia y esta no ha sido una excepción: proyecciones y amplificación de sonido cayeron en el exceso y nos alejaron de las tablas.
En suma, la traducción al drama de El corazón de las tinieblas se nos quedó corta como obra per se, con desigualdades notables en el ritmo —un inicio con saltos incoherentes y un final interminable— y una ausencia de palpación de ese sórdido «horror» que Conrad tan bien nos transmite, a pesar de los contrastes de iluminación diseñados por Manolo Ramírez y los esfuerzos de los actores, más o menos correctos en su desempeño.

viernes, 15 de febrero de 2019

ANIMAL Y CLÁSICO: EL AMOR DE TRIER

Se ha estrenado hace pocos días una de las cintas más controvertidas de la temporada: La casa de Jack (La casa que Jack construyó, respetando el título original), del director danés Lars von Trier. Al margen de sus declaraciones siempre en el filo de la polémica contra moros y cristianos, que le han supuesto condenas y reprobaciones generalizadas, una de las acusaciones más habituales que recibe el realizador es la de su profunda misoginia, hasta el punto de que esta etiqueta se ha convertido prácticamente en una de las señas de identidad que se apunta invariablemente al hablar de sus películas. Las declaraciones esporádicas de algunas de sus actrices principales (Emily Watson, Björk, Charlotte Gainsbourg) han contribuido a subrayar esta percepción. Como si de “un hombre que no ama a las mujeres” se tratase, y en los revolucionados tiempos del #MeToo, las cintas de Trier se sirven como una cajetilla de tabaco, con un indicativo de “peligrosas para la salud”, y en especial para la salud de las mujeres. Y sin embargo, tras la cada vez más penosa resaca de San Valentín, me veo obligada a romper una lanza en favor del paladín de Dogma y a defender lo que hoy en cualquier corrillo cultureta parece indefendible: que Lars von Trier admira y ama a las mujeres y las deja expresarse en un lenguaje poco convencional y, de alguna manera, les asigna herramientas alternativas con las que defenderse (y hasta vengarse) en un mundo hostil en que los hombres poseen el discurso normalizado y el poder.
Se ha hablado reiteradamente de la supuesta –e intencionada– estupidez de las mujeres en el cine de Trier, pero lo cierto es que son muchos más los hombres de sus películas a los que cabría agrupar bajo semejante título. En realidad, las mujeres de Trier no son estúpidas, sino que son incomprendidas por expresarse en un lenguaje no convencional, con códigos que los hombres de su entorno desconocen. Eso no las convierte en estúpidas, sino en víctimas, en víctimas que luchan denodadamente por hacerse oír y entender. Algo, por otra parte, que remite de forma inevitable a la Antigüedad Clásica, a tantos mitos en que la fémina paga un precio muy alto por sobrevivir y por trasladar a la comunidad lo ineludible de una situación al margen de la norma. Esa lucha entre Apolo y Dionisio es la que libran los hombres y las mujeres en las películas del director danés. Es una lucha clásica y, a qué negarlo, con ribetes animales, porque el campo de batalla desciende con frecuencia al terreno de lo irracional sin que sea posible evitarlo.
No resulta extraño por ello recordar que Trier prácticamente comenzó su andadura dirigiendo para la televisión danesa, a partir de un guion póstumo de Carl Theodor Dreyer –otro gran admirador de la mujer–, una película llamada Medea. Medea no solo es una de las grandes figuras de la tragedia clásica sino una de las mujeres más terribles y al tiempo más conmovedoras de la iconología occidental. Medea tiene que llegar a cegar y matar a sus hijos para mostrar la abrumadora dimensión de la traición que ha sufrido a manos de su padre, primero, y de su marido y amante, después. Medea ha sido privada de la palabra reglada y tiene que entregarse a la exaltación del pathos, del sufrimiento pasional extremo, para hacerse oír entre el murmullo ensordecedor de los borbotones de su propia sangre.
Así pues, las mujeres de Trier no son, desde luego, arquetipos de la gran industria cinematográfica, pero tampoco meras ensoñaciones degradadas de un misógino: son mujeres colocadas en el abismo de la incomunicación, que sin embargo tienen la capacidad de rebelarse, y así la ejercen, con frecuencia partiendo desde la más pura ingenuidad, sumergiéndose en una suerte de mundo paralelo impensable para el resto, incluso hasta acabar sin alternativa posible en la más sórdida violencia. El reconocimiento del valor, y el amor mismo de Trier hacia estas mujeres se traduce no tanto en una exposición de sus circunstancias trágicas como en otorgarles la oportunidad de aullar y con ello desencadenarse. Pienso entonces en las desgarradas canciones de Selma (Björk) en Bailar en la oscuridad, luchando contra una ceguera inexorable e impuesta como un castigo divino; pienso en la inmolación de Bess McNeil (Emily Watson) en Rompiendo las olas, que accede a la más limpia redención, paradójicamente a través del adulterio; pienso en el ensimismamiento de Justine (Kirsten Dunst) ante la perspectiva de una vida mórbidamente perfecta y en la subversión a que arrastra a su hermana (Charlotte Gainsbourg) hasta zanjar un odio atávico con el impacto del planeta Melancolía contra la Tierra; pienso en Grace (Nicole Kidman) enfrentándose a los colmillos más voraces de la bondad institucionalizada y arrasándola por completo en una explosión de ira final en Dogville; pienso en “la mujer” sin nombre porque es todas las mujeres (de nuevo Charlotte Gainsbourg) que lucha en Anticristo contra los demonios de la maternidad y de la manipulación de la feminidad a lo largo de la Historia, sustanciada en una lúgubre a la par que autodestructiva venganza; pienso en, de nuevo, esa mujer sin nombre (y de nuevo Charlotte Gainsbourg) que, como una atormentada Lilith, escoge en Nymphomaniac el camino del placer y de la libertad, instalándose en el deseo y la concupiscencia más lacerantes como alarido desgarrado contra la mecanización del deseo masculino y su disciplina biopolítica.
En la tan criticada La casa de Jack lo que hay es una parodia del ser humano, que viaja desde el surrealismo al infierno en un trayecto de paradas imprevistas. Jack asesina a mujeres mientras busca el sentido de su propia existencia. El retrato del hombre que nos ofrece Trier a través de Jack es el de un ser cruel y un tanto desnortado que nunca se detiene. Curiosamente, es una de las poquísimas películas de su director en que la mujer no adquiere un papel relevante: La casa de Jack más parece un autoajuste de cuentas de Lars von Trier consigo mismo. Se echa de menos en su largo metraje su instinto amoroso, su clásico animal.

viernes, 25 de enero de 2019

LA ACEPTACIÓN DE ANA

Reflejar las contradicciones del ser humano, ese signo de interrogación que constantemente nos acompaña y se proyecta como sombra más allá de nosotros, ha sido siempre la aspiración del arte, de la música, de la literatura, del cine. No podemos evitar que el definido perfil de esa sombra sobre el suelo nos conmueva. Hace pocos días me acometía esa sensación con el estremecedor retrato que de la reina Ana Estuardo traza el realizador griego Yorgos Lanthimos en su película La favorita. Ana, hija de Jacobo II de Inglaterra, fue precisamente la última de los Estuardo y se alzó con el trono en un entorno de agitación que de entrada le era muy poco propicio. Sin embargo, bajo su corona, en 1707, se culminó la unión de Escocia e Inglaterra en un solo reino (Gran Bretaña) y así se consolidó su título de reina de Gran Bretaña e Irlanda. Su tiempo se caracterizó por un bipartidismo en polémica constante y por una azarosa intervención en la Guerra de Sucesión española, que acabó saldándose años más tarde, en el célebre Tratado de Utrecht de 1713, con el reconocimiento al fin de Felipe V en el trono y el reparto entre diferentes monarcas europeos de numerosos territorios españoles (entre ellos, el controvertido Gibraltar).
No obstante, más allá de su perfil político y los intensos avatares históricos que la rodearon, la reina Ana que Lanthimos nos presenta es una reina «humana, demasiado humana». Ana es la reina caprichosa que somete a los cortesanos y sirvientes con el terror de sus arbitrariedades, es la reina dulce que vuelca su frustrado amor de madre que ha perdido diecisiete hijos sobre diecisiete gazapos que campan a sus anchas por su aposento, es la reina lúbrica que otorga favores a cambio de placer sexual, es la reina poderosa que ordena la guerra o nombra en un solo día doce pares para mejor alcanzar sus propósitos en la Cámara de los Lores. Pero Ana también es la reina que sufre con su desastrado aspecto físico, la reina que vacila en el ejercicio del poder bajo las presiones de su entorno y es consciente de su debilidad, la reina que percibe su insatisfacción perpetua en lo más hondo de sí, la reina que está enferma y no puede andar y sufre la erupción de llagas que supuran en su piel y en su espíritu, como si de un auténtico Calvario se tratara.
El cineasta griego subraya este preciso e íntimo retrato, que en la pantalla borda una inmensa Olivia Colman, con una banda sonora extraordinaria. Y si en la música de La favorita tiene un papel esencial el barroco inglés y alemán, cuyos sones van pespunteando la singular grandeza de las estancias palaciegas y los momentos más chispeantes o esperpénticamente solemnes, lo cierto es que la mayoría de pasajes de más árida introspección de la reina Ana los entrega Lanthimos a la evocación del órgano de Olivier Messiaen y en concreto a una de sus obras mayúsculas para este instrumento, La Natividad del Señor, nueve meditaciones compuestas en 1935, de las cuales hacen acto de presencia —o audiencia— en la película la segunda y la séptima.


Messiaen, el señor de los pájaros y de las visiones, el músico arrebatado que entendía la música literalmente como una traducción de la paleta cromática del mundo, el poseso que pensaba que la fe sonaba a través de las vidrieras, se enfrentó al órgano muy temprano, con apenas diecinueve años. Entonces, Messiaen ya sabía de sobra que poseía oído absoluto —le llamaban «el Mozart francés»—, ya había recibido el primer premio en el Conservatorio en prácticamente todas las disciplinas, ya había compuesto obras para órgano y orquesta y, sobre todo, ya era organista suplente en la parroquia parisina de la Trinidad, en Montmartre, donde tenía acceso a un soberbio órgano de tres pisos, sesenta y un registros y pedal de treinta notas, fabricado por el mítico Cavaillé-Coll y ante el que se habían sentado músicos de la talla de Saint-Saëns. Para Messiaen la enfermedad del pobre maestro Charles Quef, titular principal de la Trinidad, le brindó la oportunidad de acercarse a la fe a través de un exuberante despliegue de exóticas escalas y tritonos. Messiaen apenas veía desde su minúscula silla en lo alto las exaltadas cabezas de los feligreses, apenas sentía los murmullos generalizados de protesta ante aquellos sonidos tan poco celestiales, que más parecían arrojarlos a las tinieblas de una religión surcada de sombras y dudas y ángeles caídos que mostrarles la magnificencia de Dios. Al párroco titular de la Trinidad se le vino el mundo encima cuando la enfermedad de Quef se remató en la sepultura y a Messiaen le faltó tiempo para postularse con las mejores cartas de recomendación como el perfecto sustituto en la titularidad y alcanzar así el reconocimiento que le daba ser, con apenas veintidós años, el organista más joven de Francia. El padre Hemmer dispuso para Messiaen, con el fin de evitar mayores desastres, una férrea disciplina litúrgica, la indicación de que se ciñera a los autores esperables (Bach, Franck…) y la imposición de acompañar al coro dominical. Únicamente le dejó un espacio para el desahogo: la misa de cinco, en que podía improvisar cuanto quisiera. A esa misa, pronto conocida como «la misa de los locos», acudía entre otros el novelista Julien Green, que describió aquellas músicas inesperadas de Messiaen, con influjos declarados de la India, como «cascadas de color que arrastraban piedras centelleantes y destellos del más allá».
La Natividad del Señor es rica en frases irregulares, en contrastes rítmicos, tímbricos y dinámicos, hay una fuerte presencia de la movilidad, de las resonancias, se encadenan complejos sonoros. Casi como una premonición de la gran contienda mundial que estaba a punto de llegar —antesala a su vez del campo de concentración de Görlitz en el que Messiaen compondría su célebre Cuarteto para el fin del tiempo—, la meditación séptima de esta obra, «Jesús acepta el sufrimiento», es oscura y desoladora, pero termina en un acorde brillante y poderoso. Esa séptima meditación también resuena con estruendo en los pasillos del corazón martirizado de la reina Ana.

Para escuchar:


LA FAVORITA. Banda sonora original de la película. Música de George Frideric Handel, Henry Purcell, Wilhelm Friedemann Bach, Luc Ferrari, Antonio Vivaldi, Olivier Messiaen, Johann Sebastian Bach, Robert Schumann, Frank Schubert, Anna Meredith y Elton John. Decca Records, 2019.

Espectacular banda sonora que aporta majestuosidad, solemnidad, ternura, humor y también inquietud, pausa, reflexión, melancolía, en un irreverente recorrido desde el barroco a nuestros días. Excelentes versiones de las obras seleccionadas. 

martes, 22 de enero de 2019

LA CONFUSIÓN DEL BOSQUE

Hay verdades incómodas, verdades que es preciso desenterrar, verdades cuya exposición molesta, verdades que es necesario sacar a la luz para limpiar, pese a quien pese, las cloacas de la Historia. Sin embargo, no siempre las mejores intenciones se bastan por sí mismas, se precisa un instrumento de comunicación muy bien armado para que la denuncia no fracase por un estrepitoso defecto formal.
Esta es, cuando menos, la reflexión que nos asalta tras ver este fin de semana en el Palacio de Festivales el montaje teatral Donde el bosque se espesa, dirigido por Laila Ripoll. Se trata de un texto de la propia Laila y de Mariano Llorente que bascula entre la ficción dramática con referentes reales (personajes, lugares, hechos… con identificación concreta) y la obra de tesis, que ronda peligrosamente el adoctrinamiento. Es precisamente esta doble faceta la que arruina la propuesta: desde la atalaya de la reivindicación, se quieren incluir demasiados datos y trabar demasiadas conexiones en el tiempo para sustentar la acción, y es entonces cuando ocurre todo lo contrario y cuando el discurso de la obra evidencia su fragilidad y se nos hace eterno, ajeno y aburrido. Es obvio que resulta muy forzado poner en relación la barbarie de la guerra civil española con la ídem de los Balcanes, sobre todo si ello se intenta a través de los mismos protagonistas con unas delirantes vinculaciones familiares entre ellos, sin contar con las kilométricas distancias geográficas que median entre los hechos narrados; pero es mucho peor el lenguaje que transpira el discurso de los personajes, sin intensidad alguna, acartonado y como de manual, que convierte a los actores en marionetas inverosímiles.
Sabemos que este tipo de textos están ahora muy vigentes y encuentran buena acogida entre los espectadores; pensemos si no en autores como Wajdi Mouawad, a quien también le encantan las contiendas bélicas y las complejas tramas consanguíneas. En nuestro caso, sin duda hubiera interesado mucho más centrarse en uno solo de los conflictos planteados y haberlo destripado bien a fondo, que vagar por este catálogo de horrores todo a cien. Esta opción, además, hubiera permitido a Ripoll no solo ahondar en una tragedia verdadera y hacer efectiva la vindicación –comprender por qué quien fue nuestro amigo o nuestro vecino se ensaña con nosotros sin piedad en un conflicto armado–, sino también aligerar la confusión argumental y las dos horas y media completamente superfluas que dura el montaje.
Es una lástima que una muy buena idea de partida –el cabaré infernal bien iluminado (Luis Perdiguero) y diseñado (Arturo Martín Burgos) que regenta una fantástica Mélida Molina– se vaya desmembrando poco a poco según se enmaraña la trama sin necesidad. Molina, a pesar de algunos excesos, levanta el espectáculo cada vez que aparece y nos insufla el necesario espanto con su frescura y sus apelaciones directas y sin concesiones; los espectadores deseamos verla y solo ella nos reporta los únicos respiros que nos permite la obra. Todo lo demás en el trabajo de actores es previsibilidad y tedio.
Ciertamente, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, y Donde el bosque se espesa es buena muestra. Se desperdicia aquí mucho trabajo –que lo hay– y también información e intenciones valiosas. Quizá es cuestión de disolver un tanto la espesura.

martes, 15 de enero de 2019

LLAMADME POU

«Llamadme Ismael» es uno de los comienzos más perfectos de la historia de la literatura, y encabeza esa obra tan citada como poco leída que es Moby Dick; una obra magna que es historia y tratado y filosofía y novela y, sobre todo, obsesión —o, mejor, locura atávica, en la que lo más prístino del ser humano aflora en toda su dimensión y se debate con las grandes fuerzas, no siempre benignas, de la Naturaleza y del Ser.
Sortear ese inicio es difícil, porque es «el gran inicio». Pero encararlo es igualmente difícil, porque coloca al espectador en una situación de la que luego sería imposible retirarlo. Así que lo que hace Juan Cavestany en su adaptación dramatúrgica de la obra de Melville es llevárselo al final. Algo incoherente o no, según se mire, porque es tal el logro de esas dos palabras que incluso como inesperado colofón son un puntazo.
Dicho lo cual, no queda sino congratularse de que la programación del Teatro Concha Espina de Torrelavega haya querido albergar ese gran montaje que es el Moby Dick de Andrés Lima y Juan Cavestany, con José María Pou al timón del asunto, como capitán y señor absoluto de las tablas. No deja de resultar cuando menos singular que el Palacio de Festivales de Santander no haya mostrado interés alguno por esta obra, y nos «deleite» en cambio con otras producciones de escasa relevancia. Hay designios que son decididamente inextricables.
El caso es que, decía, Cavestany afronta un reto no pequeño: llevar al lenguaje teatral Moby Dick. Y lo hace con suerte desigual, porque no es fácil sintetizar varios cientos de páginas en una representación de hora y media. El resultado puede satisfacer más o menos, pero creo que es necesario acudir al espectáculo sin la conciencia literal del original, como si fuera una obra «nueva». Cavestany nos plantea un monólogo aderezado con intervenciones ocasionales realizadas por un par de actores para aligerar la densa alocución de José María Pou. En parte se frustra el propósito por el ritmo desigual en la acción. A cambio, el texto es muy notable y encierra la titánica virtud de sintetizar con inteligencia el corazón de la obra referencial.
Aparte de esto, hay que decir que José María Pou puede con semejante carga y aún podría con más. Tiene algún que otro exceso —es el peaje ineludible de semejante papel— pero realiza una interpretación gloriosa y justamente alucinada del mítico Capitán Ahab que en verdad nos atrapa y nos conmueve. Por su lado, Jacob Torres y Oscar Kapoya son circunstanciales pero se desempeñan con la necesaria corrección en sus múltiples personajes (Ismael, Starbuck, Pip…).
Andrés Lima, siempre tanteando los límites como en él es costumbre, da una magnífica lección de dirección con este Moby Dick, sugiriéndonos su concepto como si de una ópera de cámara se tratara, y rodeándose para ello de excelentes profesionales: qué atinadas las proyecciones de Miquel Raió, qué sobrecogedor acompañamiento musical de Jaume Manresa, qué gran escenografía de Beatriz San Juan (y esos imponentes minutos finales).
Quién dijo que Moby Dick pueda ser hoy una obra sin vigencia. Salimos del teatro cabizbajos, pensando en la ballena que a cada uno de nosotros nos corroe y que siempre aguarda afuera.

domingo, 13 de enero de 2019

LA REDENCIÓN POR LA MÚSICA

Antonieta Brentano, la misteriosa dama vienesa destinataria de la correspondencia amorosa de Ludwig van Beethoven, la «amada inmortal», es quien da justo y merecido nombre al cuarteto que este fin de semana nos ha visitado en el Palacio de Festivales de Santander. Ante un aforo tan inexplicable como lamentablemente reducido —al ensemble no pareció precederle entre los cántabros su fama por haber participado en aquella excelente película de Yaron Zilberman, El último concierto—, el Cuarteto Brentano nos obsequió con unas exquisitas páginas de Haydn, Bartók y Beethoven, que se beneficiaron además del sonido impoluto de sus excepcionales instrumentos: dos Stradivarius y una viola Amati.
Cuando Haydn compone su opus 20 disfrutaba de su generosa posición como Kapellmaister para Nikolaus Esterházy. Sin embargo, lejos de acomodarse en esta privilegiada situación, Haydn se permite innovar e introducir importantes variaciones dentro del género con esta obra. Un paradigma ya clásico de tal actitud se encuentra precisamente en el segundo cuarteto, en el que da voz diferenciada a cada instrumento e introduce un inusual protagonismo del violonchelo —de hecho, se abre de modo insólito con el solo del chelo, acompañado por la viola y el segundo violín—. Nina Lee condujo con majestuosidad el inicio de esta conversación instrumental a la que se incorporaron el resto de instrumentos con rico cromatismo: Serena Canin al segundo violín, Misha Amory a la viola y el virtuoso Mark Steinberg como primer violín. El segundo movimiento, muy emotivo, destacó por el impecable y unánime recorrido del pianissimo al forte, y en el melódico movimiento tercero tuvo un delicado protagonismo el precioso violín de Steinberg. El cierre del cuarteto, con ataques precisos y ejecutado con calculada vehemencia, con esa fuga a cuatro temas que enardece el tono de la obra tras la placidez previa, nos confirmó que el Brentano es un grupo con depurada técnica y una sobresaliente elegancia interpretativa.
Quizá la joya de la noche la constituyó el Cuarteto número 2 en La menor, opus 17, de Bela Bartók, dado lo inusual que es escucharla en las salas de conciertos y la magnífica versión que nos ofrecieron los Brentano. Se trata de una obra bellísima, peculiar ya en su propia estructura, en que un movimiento rápido está precedido y sucedido por un Moderato y un Lento. No es una obra en que cada movimiento tenga su propia personalidad, sino que realmente es un flujo imparable que conduce con inexorable intensidad al desolador final. El espíritu devastado de Bartók en este cuarteto, compuesto en mitad de duras privaciones y en la etapa más acerba de la PGM (1917) fue recogido con fidelidad por el Cuarteto Brentano, reflejando toda la esperable aspereza sin renunciar a una trágica, casi shakespeariana, marcialidad. La compenetración total de los instrumentistas logró una hipnótica tensión que se cortaba con un cuchillo, para dejarnos caer finalmente sin piedad en el abismo.
Para la segunda parte del concierto se reservó el plato fuerte, ese Cuarteto número 15 en La menor, opus 32, de Beethoven, que es una absoluta obra maestra (y que fue precisamente la que en su momento articuló la historia que se desarrollaba en la mencionada El último concierto). No dejó de ser interesante esta elección en relación con el Bartók precedente, dado que lo que hace el genio de Bonn en esta obra no es sino transmitir la trascendente luz del alma que el atormentado músico debía de ansiar en mitad de la noche oscura de su sordera y de su simultánea enfermedad (1826); una suerte de redención a través de la composición, que sin duda también el húngaro anhelaba. Lejos aquí de los contrastes bartokianos, los Brentano optaron por un camino de suavidad y pureza al que tal vez se pudo achacar la falta de una deseada hondura, ese éxtasis al que forzosamente debe conducir el Molto Adagio como Canción de acción de gracias que es. No obstante, el cuarteto demostró su gran solidez con un empaste, balance y afinación intachables.
Tras los numerosos aplausos el cuarteto regaló una propina que tal vez introdujo un elemento discordante: una peculiar y olvidable lectura del Lamento de Dido de Purcell que no guardaba coherencia con el resto del programa y que desdibujó un tanto la brillantez que había dominado el resto de la noche.

viernes, 11 de enero de 2019

INQUIETANTE FERVOR DE DOROTHEA

El 1 de febrero de 2012 moría en Cracovia con 89 años una de las voces más cercanas y diáfanas de la poesía europea del siglo XX: Wisława Szymborska. Tan solo un día antes, y a los 92 años de edad, había desaparecido otra poeta; de forja tardía pero de voz inspiradoramente luminosa, su pluma vuela sobre las sensaciones más obvias de la cotidianidad, así convertidas en confesiones trascendentes. La poesía de la estadounidense Dorothea Tanning, acometida como una proeza casi inverosímil en su novena década de vida —si bien es preciso apuntar que ya desde muchos años antes venía coqueteando con la escritura en su formato prosístico—, guardaba un extraño parentesco con la de la polaca genial. Ignoro si tenían conocimiento la una de la otra o hasta qué punto pudieron leerse mutuamente, pero lo cierto es que, aun separadas por un océano, sus voces mostraban una evidente proximidad en la transparencia de su modo y en su intención suavemente humorística hacia lo tangible diario. Tal vez por ello el barquero decisivo optó por unirlas en el último pasaje.
En todo caso, más allá de la veleidad poética final de Dorothea —en castellano ha sido publicada por la editorial Vaso Roto—, la norteamericana encontró su más depurado instrumento de comunicación en el arte; una pasión que la devoró desde la adolescencia, que la sostuvo en un nivel de suma exquisitez durante su plenitud y que definió con puntadas certeras una madurez personalísima e independiente. Dorothea Tanning es una de las artistas más singulares del siglo XX, con un lenguaje propio, muy reconocible y que a la vez encerraba en sí mismo una fecunda capacidad de evolución.
Inexplicablemente, sin embargo, Dorothea siempre ha permanecido en un segundo plano, siguiendo con ello la estela de las decenas mujeres «que nunca están en las listas», mujeres a las que se ha hurtado un merecido reconocimiento en tantas artes y disciplinas. Es probable que su matrimonio con Max Ernst, veinte años mayor que ella y mucho más famoso e influyente, la beneficiara en un primer momento dándola a conocer en el círculo de Peggy Guggenheim, pero acabara finalmente por relegarla a la sombra del gran hombre. No hay que olvidar, en cambio, que «cuando Max encontró a Dorothea» en el estudio de ella, ya estaba ante una artista hecha y derecha. En su fantástico autorretrato, el que Ernst bautizó con el título de Cumpleaños y con el que decidió incluirla en la célebre «Exhibition by 31 Women» de la galería neoyorquina de Guggenheim, Tanning aparece en el esplendor de la treintena, tan atemorizada como desafiante, recogiendo con pincelada precisa el peculiar sonido de la incertidumbre. En verdad es un gran cuadro —no es extraño que a Ernst le cautivara— que transmite algunas de las claves determinantes del arte ya en sazón de Dorothea: el aura de ensoñación de su mirada, anclada en referentes literarios y plásticos reconocibles pero bien procesados, puesta al servicio de un concepto inquietante, de sutil amenaza no exenta de voluptuosidad, que respira en todas sus telas. Los elementos formales que traducen esta visión perturbadora son de los más efectivo: magistral dominio de la luz, ropas desordenadas de épocas diversas, elocuentes partidas de ajedrez, puertas cerradas en sugerente combinación con puertas entreabiertas. Ese universo primero de Tanning se ubica en el surrealismo, hay en él ecos de Delvaux y de Magritte, aunque en lo más hondo su estética remite a Lewis Carroll o a Marcel Duchamp, y sus reivindicaciones sentimentales nos conducen hasta Rimbaud, Lautréamont o Virginia Woolf. Así es como Tanning logra situarnos invariablemente en un entorno magnético y, al tiempo, desconcertante y temible: la fascinación de un paisaje donde algo acecha y todo conspira.
Si este panorama afectaba muy especialmente al descarnado mensaje que la artista transmitía en relación con su percepción opresiva de la familia o de la feminidad, con el transcurso de los años ese mensaje se acentúa en sus series de «cuerpos blandos» y «arquitecturas de lo siniestro». Ambas suponen una migración estética perfectamente natural y necesaria desde el surrealismo, con cuerpos informes que sugieren un algo animal en aberrantes mutaciones, elaborados con un solo en apariencia inocente procedimiento —tela rosa o gris y tradicional máquina Singer de coser— y escenarios reconstruidos que respiran extrañamiento y pavor, en los que más allá de una puerta entreabierta —una vez más— se atisba una estancia sórdida con muebles antropomorfos y piernas de mujer desmadejadas emergiendo de las paredes. El deseo y el miedo se dan la mano en estas últimas propuestas de Tanning en una suerte de cópula macabra, que subraya el testimonio coherente, vindicativo y esencial del conjunto de su obra.
Durante tres meses el Museo Reina Sofía se ha apuntado el gran tanto de hacer una retrospectiva total, y de hacerla muy bien, sobre la artista estadounidense, recopilando más de ciento cincuenta obras realizadas en el periodo comprendido entre 1931 y 1997. El Reina Sofía ha conseguido en esta muestra excepcional, que acaba de terminar esta misma semana, ubicar a Dorothea Tanning en el lugar de honor que le corresponde dentro de la vanguardia internacional del siglo XX, pero también suscitar una reflexión sobre la fuerza de la creación en sí. El ejemplo de Tanning a este efecto es espectacular en cuanto artista en constante renovación estética y formal aun dentro de unos presupuestos conceptuales sólidos, relevantes y plenamente vigentes. «Detrás de la puerta, invisible, otra puerta» es el título que el Reina Sofía ha impuesto a la muestra, dada la importancia que adquiere este icono en la obra de la norteamericana. Las puertas, las ventanas, los vanos que se abren y cierran creando múltiples submundos subconscientes surcados por la inquietud, están presentes a lo largo de toda la producción de la artista, desde sus primeros lienzos a sus últimas instalaciones. No sorprende, por tanto, que todavía en uno de sus últimos poemas, ya cerca de la muerte, escribiera Tanning: «Mis ventanas son detectives privados. / Se abren con autoridad: / eligen dejar entrar o dejar fuera. / Nada desanima su fervor.»


sábado, 5 de enero de 2019

HUYENDO ENTRE EL CENTENO

En un siglo en que el exceso de visibilidad conduce necesariamente a la muerte mediática por hiperventilación, no resulta extraño que sean precisamente los más perseverantes en el acto de ocultarse quienes más devotos arrastran a su causa, y de modo más perenne: incluso para la masa más irrefrenable es difícil devastar lo que solo se intuye.
No han sido pocos en la historia de la literatura los autores que han conocido la celebridad esencialmente por uno solo entre sus títulos publicados, sin conllevar ello ningún demérito para el resto de su producción. En general, ese título estelar llega a serlo por tomar el pulso exacto a la sociedad en el momento de su aparición, por ser capaz de retratar las inquietudes o incluso los miedos atávicos de una generación, por desvelar alguna clave más o menos obvia que hasta ese momento permanecía silente. Si a ese carácter de obra «guía» se suma un carácter retraído, alérgico a lo público, por parte de su autor, es bastante probable que el escritor y el libro en cuestión adquieran un halo legendario. Actualmente varios especímenes del mundillo cultural intentan servirse de ese cóctel para adquirir fama rápida y ganar adeptos y, de paso, pingües beneficios; se les distingue desde lejos entre los reiterados gemidos de la caja registradora. Sin embargo, Jerome David Salinger, fallecido hace apenas nueve años en una aislada cabaña de madera perdida en los bosques de New Hampshire, y cuyo centenario acaba de cumplirse hace tres días, no solo no debe ser incluido en ese grupo de impostores sino que, por el contrario, supone el paradigma óptimo que tantos hoy quisieran emular.
La novela única de Salinger, El guardián entre el centeno, ha vendido desde su publicación en 1951 millones de ejemplares. Pero además de ser un superventas, la novela se ha convertido tácitamente en un clásico que recoge el testimonio de la adolescencia y su proverbial rebeldía desde una perspectiva profundamente atemporal. Holden Caulfield, el «airado jovenzuelo» que increpa al mundo instalado en su posición contestataria y a la vez protectora hacia sus compañeros, casi como si del cabecilla de una secta se tratara, es la voz que aún hoy —o al menos hasta hace muy poco, tal vez hasta la irrupción de la omnipresencia tecnológica en la sociedad y en particular entre las generaciones más jóvenes— representa esa sorda sublevación que se sabe que respira entre el orden aparente y produce por ello un incómodo desasosiego. El título de la novela en nuestra lengua encierra su propio misterio, precisamente por una deficiente traducción: el ‘guardián’ no es tal en sentido literal, sino que en el original es ‘catcher’, una figura deportiva del béisbol cuya función es la de coger las bolas que le lanza el ‘pitcher’ contrario al bateador propio, caso de que este falle. El espíritu de la obra de Salinger, en realidad, está profundamente impregnado de los iconos de la cultura norteamericana, y ello hace que en ocasiones sus códigos se distancien del lector de otros lugares; pero al final lo sustancial de sus páginas es lo que ha perdurado en el público que viene leyendo El guardián entre el centeno desde hace casi 70 años.
¿Y Salinger? En sí mismo sin duda constituye un personaje novelesco. Si su propia juventud, fraguada en una voluntaria formación castrense y después afianzada en los horrores bélicos del desembarco de Normandía y en su actividad como interrogador de prisioneros de guerra, serviría de perfecto argumento para una buena trama literaria, lo cierto es que la singular vivencia de las décadas posteriores a la publicación de El guardián entre el centeno darían para armar un buen guion cinematográfico. Salinger confesó que la escritura le había servido en su momento para combatir el frío existencial —y no solo— que se masticaba en los barracones; de tal experiencia surgirían algunos de los cuentos que después habría de publicar en la mítica revista New Yorker y que le situarían en el ambiente literario junto a nombres como los de Cheever o Capote. Sin embargo, cuando años más tarde apareció El guardián entre el centeno —una década le llevó escribirlo—, y tras la entonces imprevisible avalancha del éxito, el escritor se negó a llevar una vida pública: se alejó del entorno cultural, rechazó sistemáticamente con escasísimas excepciones casi toda propuesta de entrevista —es bien conocida la toma en que Salinger aparece agrediendo a un periodista del New York Post a la salida de un supermercado—, cortó su contacto con su editor, continuó escribiendo pero en silencio y para sí. Como irrebatible metáfora de su concienzuda desaparición ordenó que retiraran su fotografía de la solapa en la tercera edición de su célebre novela. Poco después se convertiría al budismo y se mudaría a una casa apartada que él mismo acondicionó precariamente; levantó una valla para aislarse de todo y de todos. Junto a esa valla y acompañado por su perro lograron robarle apenas media docena de fotografías para la revista Life. La existencia de Salinger era menos un vivir que un huir: se convirtió en un objetivo codiciado por los magazines más punteros —se perseguían sus imágenes, se publicaron textos falsos firmados con su nombre— al tiempo que él se esforzaba en eliminar cualquier posibilidad de ser visto o de relacionarse con el mundo con normalidad.
Paradójicamente, sus notables esfuerzos por desaparecer lo colocaron en el foco de desaprensivos varios, más o menos adictos a las cámaras en su vertiente más venal y hasta perversa: mientras su hija acusaba a Salinger en sus peculiares memorias de comunicarse en casa en una extraña e incomprensible jerigonza o de cometer actos deleznables como beber orina, el asesino de John Lennon aguardaba que la policía llegara a detenerlo leyendo con calculada delectación el último capítulo de El guardián entre el centeno.