viernes, 25 de enero de 2019

LA ACEPTACIÓN DE ANA

Reflejar las contradicciones del ser humano, ese signo de interrogación que constantemente nos acompaña y se proyecta como sombra más allá de nosotros, ha sido siempre la aspiración del arte, de la música, de la literatura, del cine. No podemos evitar que el definido perfil de esa sombra sobre el suelo nos conmueva. Hace pocos días me acometía esa sensación con el estremecedor retrato que de la reina Ana Estuardo traza el realizador griego Yorgos Lanthimos en su película La favorita. Ana, hija de Jacobo II de Inglaterra, fue precisamente la última de los Estuardo y se alzó con el trono en un entorno de agitación que de entrada le era muy poco propicio. Sin embargo, bajo su corona, en 1707, se culminó la unión de Escocia e Inglaterra en un solo reino (Gran Bretaña) y así se consolidó su título de reina de Gran Bretaña e Irlanda. Su tiempo se caracterizó por un bipartidismo en polémica constante y por una azarosa intervención en la Guerra de Sucesión española, que acabó saldándose años más tarde, en el célebre Tratado de Utrecht de 1713, con el reconocimiento al fin de Felipe V en el trono y el reparto entre diferentes monarcas europeos de numerosos territorios españoles (entre ellos, el controvertido Gibraltar).
No obstante, más allá de su perfil político y los intensos avatares históricos que la rodearon, la reina Ana que Lanthimos nos presenta es una reina «humana, demasiado humana». Ana es la reina caprichosa que somete a los cortesanos y sirvientes con el terror de sus arbitrariedades, es la reina dulce que vuelca su frustrado amor de madre que ha perdido diecisiete hijos sobre diecisiete gazapos que campan a sus anchas por su aposento, es la reina lúbrica que otorga favores a cambio de placer sexual, es la reina poderosa que ordena la guerra o nombra en un solo día doce pares para mejor alcanzar sus propósitos en la Cámara de los Lores. Pero Ana también es la reina que sufre con su desastrado aspecto físico, la reina que vacila en el ejercicio del poder bajo las presiones de su entorno y es consciente de su debilidad, la reina que percibe su insatisfacción perpetua en lo más hondo de sí, la reina que está enferma y no puede andar y sufre la erupción de llagas que supuran en su piel y en su espíritu, como si de un auténtico Calvario se tratara.
El cineasta griego subraya este preciso e íntimo retrato, que en la pantalla borda una inmensa Olivia Colman, con una banda sonora extraordinaria. Y si en la música de La favorita tiene un papel esencial el barroco inglés y alemán, cuyos sones van pespunteando la singular grandeza de las estancias palaciegas y los momentos más chispeantes o esperpénticamente solemnes, lo cierto es que la mayoría de pasajes de más árida introspección de la reina Ana los entrega Lanthimos a la evocación del órgano de Olivier Messiaen y en concreto a una de sus obras mayúsculas para este instrumento, La Natividad del Señor, nueve meditaciones compuestas en 1935, de las cuales hacen acto de presencia —o audiencia— en la película la segunda y la séptima.


Messiaen, el señor de los pájaros y de las visiones, el músico arrebatado que entendía la música literalmente como una traducción de la paleta cromática del mundo, el poseso que pensaba que la fe sonaba a través de las vidrieras, se enfrentó al órgano muy temprano, con apenas diecinueve años. Entonces, Messiaen ya sabía de sobra que poseía oído absoluto —le llamaban «el Mozart francés»—, ya había recibido el primer premio en el Conservatorio en prácticamente todas las disciplinas, ya había compuesto obras para órgano y orquesta y, sobre todo, ya era organista suplente en la parroquia parisina de la Trinidad, en Montmartre, donde tenía acceso a un soberbio órgano de tres pisos, sesenta y un registros y pedal de treinta notas, fabricado por el mítico Cavaillé-Coll y ante el que se habían sentado músicos de la talla de Saint-Saëns. Para Messiaen la enfermedad del pobre maestro Charles Quef, titular principal de la Trinidad, le brindó la oportunidad de acercarse a la fe a través de un exuberante despliegue de exóticas escalas y tritonos. Messiaen apenas veía desde su minúscula silla en lo alto las exaltadas cabezas de los feligreses, apenas sentía los murmullos generalizados de protesta ante aquellos sonidos tan poco celestiales, que más parecían arrojarlos a las tinieblas de una religión surcada de sombras y dudas y ángeles caídos que mostrarles la magnificencia de Dios. Al párroco titular de la Trinidad se le vino el mundo encima cuando la enfermedad de Quef se remató en la sepultura y a Messiaen le faltó tiempo para postularse con las mejores cartas de recomendación como el perfecto sustituto en la titularidad y alcanzar así el reconocimiento que le daba ser, con apenas veintidós años, el organista más joven de Francia. El padre Hemmer dispuso para Messiaen, con el fin de evitar mayores desastres, una férrea disciplina litúrgica, la indicación de que se ciñera a los autores esperables (Bach, Franck…) y la imposición de acompañar al coro dominical. Únicamente le dejó un espacio para el desahogo: la misa de cinco, en que podía improvisar cuanto quisiera. A esa misa, pronto conocida como «la misa de los locos», acudía entre otros el novelista Julien Green, que describió aquellas músicas inesperadas de Messiaen, con influjos declarados de la India, como «cascadas de color que arrastraban piedras centelleantes y destellos del más allá».
La Natividad del Señor es rica en frases irregulares, en contrastes rítmicos, tímbricos y dinámicos, hay una fuerte presencia de la movilidad, de las resonancias, se encadenan complejos sonoros. Casi como una premonición de la gran contienda mundial que estaba a punto de llegar —antesala a su vez del campo de concentración de Görlitz en el que Messiaen compondría su célebre Cuarteto para el fin del tiempo—, la meditación séptima de esta obra, «Jesús acepta el sufrimiento», es oscura y desoladora, pero termina en un acorde brillante y poderoso. Esa séptima meditación también resuena con estruendo en los pasillos del corazón martirizado de la reina Ana.

Para escuchar:


LA FAVORITA. Banda sonora original de la película. Música de George Frideric Handel, Henry Purcell, Wilhelm Friedemann Bach, Luc Ferrari, Antonio Vivaldi, Olivier Messiaen, Johann Sebastian Bach, Robert Schumann, Frank Schubert, Anna Meredith y Elton John. Decca Records, 2019.

Espectacular banda sonora que aporta majestuosidad, solemnidad, ternura, humor y también inquietud, pausa, reflexión, melancolía, en un irreverente recorrido desde el barroco a nuestros días. Excelentes versiones de las obras seleccionadas.