Hay
verdades incómodas, verdades que es preciso desenterrar, verdades cuya
exposición molesta, verdades que es necesario sacar a la luz para limpiar, pese
a quien pese, las cloacas de la Historia. Sin embargo, no siempre las mejores
intenciones se bastan por sí mismas, se precisa un instrumento de comunicación
muy bien armado para que la denuncia no fracase por un estrepitoso defecto
formal.
Esta
es, cuando menos, la reflexión que nos asalta tras ver este fin de semana en el
Palacio de Festivales el montaje teatral Donde el bosque se espesa, dirigido
por Laila Ripoll. Se trata de un texto de la propia Laila y de Mariano Llorente
que bascula entre la ficción dramática con referentes reales (personajes,
lugares, hechos… con identificación concreta) y la obra de tesis, que ronda
peligrosamente el adoctrinamiento. Es precisamente esta doble faceta la que
arruina la propuesta: desde la atalaya de la reivindicación, se quieren incluir
demasiados datos y trabar demasiadas conexiones en el tiempo para sustentar la acción,
y es entonces cuando ocurre todo lo contrario y cuando el discurso de la obra
evidencia su fragilidad y se nos hace eterno, ajeno y aburrido. Es obvio que
resulta muy forzado poner en relación la barbarie de la guerra civil española
con la ídem de los Balcanes, sobre todo si ello se intenta a través de los
mismos protagonistas con unas delirantes vinculaciones familiares entre ellos,
sin contar con las kilométricas distancias geográficas que median entre los
hechos narrados; pero es mucho peor el lenguaje que transpira el discurso de
los personajes, sin intensidad alguna, acartonado y como de manual, que
convierte a los actores en marionetas inverosímiles.
Sabemos
que este tipo de textos están ahora muy vigentes y encuentran buena acogida
entre los espectadores; pensemos si no en autores como Wajdi Mouawad, a quien
también le encantan las contiendas bélicas y las complejas tramas
consanguíneas. En nuestro caso, sin duda hubiera interesado mucho más centrarse
en uno solo de los conflictos planteados y haberlo destripado bien a fondo, que
vagar por este catálogo de horrores todo a cien. Esta opción, además, hubiera
permitido a Ripoll no solo ahondar en una tragedia verdadera y hacer efectiva
la vindicación –comprender por qué quien fue nuestro amigo o nuestro vecino se
ensaña con nosotros sin piedad en un conflicto armado–, sino también aligerar
la confusión argumental y las dos horas y media completamente superfluas que
dura el montaje.
Es
una lástima que una muy buena idea de partida –el cabaré infernal bien
iluminado (Luis Perdiguero) y diseñado (Arturo Martín Burgos) que regenta una
fantástica Mélida Molina– se vaya desmembrando poco a poco según se enmaraña la
trama sin necesidad. Molina, a pesar de algunos excesos, levanta el espectáculo
cada vez que aparece y nos insufla el necesario espanto con su frescura y sus
apelaciones directas y sin concesiones; los espectadores deseamos verla y solo
ella nos reporta los únicos respiros que nos permite la obra. Todo lo demás en
el trabajo de actores es previsibilidad y tedio.
Ciertamente,
el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, y Donde el bosque
se espesa es buena muestra. Se desperdicia aquí mucho trabajo –que lo hay– y
también información e intenciones valiosas. Quizá es cuestión de disolver un
tanto la espesura.
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