viernes, 11 de enero de 2019

INQUIETANTE FERVOR DE DOROTHEA

El 1 de febrero de 2012 moría en Cracovia con 89 años una de las voces más cercanas y diáfanas de la poesía europea del siglo XX: Wisława Szymborska. Tan solo un día antes, y a los 92 años de edad, había desaparecido otra poeta; de forja tardía pero de voz inspiradoramente luminosa, su pluma vuela sobre las sensaciones más obvias de la cotidianidad, así convertidas en confesiones trascendentes. La poesía de la estadounidense Dorothea Tanning, acometida como una proeza casi inverosímil en su novena década de vida —si bien es preciso apuntar que ya desde muchos años antes venía coqueteando con la escritura en su formato prosístico—, guardaba un extraño parentesco con la de la polaca genial. Ignoro si tenían conocimiento la una de la otra o hasta qué punto pudieron leerse mutuamente, pero lo cierto es que, aun separadas por un océano, sus voces mostraban una evidente proximidad en la transparencia de su modo y en su intención suavemente humorística hacia lo tangible diario. Tal vez por ello el barquero decisivo optó por unirlas en el último pasaje.
En todo caso, más allá de la veleidad poética final de Dorothea —en castellano ha sido publicada por la editorial Vaso Roto—, la norteamericana encontró su más depurado instrumento de comunicación en el arte; una pasión que la devoró desde la adolescencia, que la sostuvo en un nivel de suma exquisitez durante su plenitud y que definió con puntadas certeras una madurez personalísima e independiente. Dorothea Tanning es una de las artistas más singulares del siglo XX, con un lenguaje propio, muy reconocible y que a la vez encerraba en sí mismo una fecunda capacidad de evolución.
Inexplicablemente, sin embargo, Dorothea siempre ha permanecido en un segundo plano, siguiendo con ello la estela de las decenas mujeres «que nunca están en las listas», mujeres a las que se ha hurtado un merecido reconocimiento en tantas artes y disciplinas. Es probable que su matrimonio con Max Ernst, veinte años mayor que ella y mucho más famoso e influyente, la beneficiara en un primer momento dándola a conocer en el círculo de Peggy Guggenheim, pero acabara finalmente por relegarla a la sombra del gran hombre. No hay que olvidar, en cambio, que «cuando Max encontró a Dorothea» en el estudio de ella, ya estaba ante una artista hecha y derecha. En su fantástico autorretrato, el que Ernst bautizó con el título de Cumpleaños y con el que decidió incluirla en la célebre «Exhibition by 31 Women» de la galería neoyorquina de Guggenheim, Tanning aparece en el esplendor de la treintena, tan atemorizada como desafiante, recogiendo con pincelada precisa el peculiar sonido de la incertidumbre. En verdad es un gran cuadro —no es extraño que a Ernst le cautivara— que transmite algunas de las claves determinantes del arte ya en sazón de Dorothea: el aura de ensoñación de su mirada, anclada en referentes literarios y plásticos reconocibles pero bien procesados, puesta al servicio de un concepto inquietante, de sutil amenaza no exenta de voluptuosidad, que respira en todas sus telas. Los elementos formales que traducen esta visión perturbadora son de los más efectivo: magistral dominio de la luz, ropas desordenadas de épocas diversas, elocuentes partidas de ajedrez, puertas cerradas en sugerente combinación con puertas entreabiertas. Ese universo primero de Tanning se ubica en el surrealismo, hay en él ecos de Delvaux y de Magritte, aunque en lo más hondo su estética remite a Lewis Carroll o a Marcel Duchamp, y sus reivindicaciones sentimentales nos conducen hasta Rimbaud, Lautréamont o Virginia Woolf. Así es como Tanning logra situarnos invariablemente en un entorno magnético y, al tiempo, desconcertante y temible: la fascinación de un paisaje donde algo acecha y todo conspira.
Si este panorama afectaba muy especialmente al descarnado mensaje que la artista transmitía en relación con su percepción opresiva de la familia o de la feminidad, con el transcurso de los años ese mensaje se acentúa en sus series de «cuerpos blandos» y «arquitecturas de lo siniestro». Ambas suponen una migración estética perfectamente natural y necesaria desde el surrealismo, con cuerpos informes que sugieren un algo animal en aberrantes mutaciones, elaborados con un solo en apariencia inocente procedimiento —tela rosa o gris y tradicional máquina Singer de coser— y escenarios reconstruidos que respiran extrañamiento y pavor, en los que más allá de una puerta entreabierta —una vez más— se atisba una estancia sórdida con muebles antropomorfos y piernas de mujer desmadejadas emergiendo de las paredes. El deseo y el miedo se dan la mano en estas últimas propuestas de Tanning en una suerte de cópula macabra, que subraya el testimonio coherente, vindicativo y esencial del conjunto de su obra.
Durante tres meses el Museo Reina Sofía se ha apuntado el gran tanto de hacer una retrospectiva total, y de hacerla muy bien, sobre la artista estadounidense, recopilando más de ciento cincuenta obras realizadas en el periodo comprendido entre 1931 y 1997. El Reina Sofía ha conseguido en esta muestra excepcional, que acaba de terminar esta misma semana, ubicar a Dorothea Tanning en el lugar de honor que le corresponde dentro de la vanguardia internacional del siglo XX, pero también suscitar una reflexión sobre la fuerza de la creación en sí. El ejemplo de Tanning a este efecto es espectacular en cuanto artista en constante renovación estética y formal aun dentro de unos presupuestos conceptuales sólidos, relevantes y plenamente vigentes. «Detrás de la puerta, invisible, otra puerta» es el título que el Reina Sofía ha impuesto a la muestra, dada la importancia que adquiere este icono en la obra de la norteamericana. Las puertas, las ventanas, los vanos que se abren y cierran creando múltiples submundos subconscientes surcados por la inquietud, están presentes a lo largo de toda la producción de la artista, desde sus primeros lienzos a sus últimas instalaciones. No sorprende, por tanto, que todavía en uno de sus últimos poemas, ya cerca de la muerte, escribiera Tanning: «Mis ventanas son detectives privados. / Se abren con autoridad: / eligen dejar entrar o dejar fuera. / Nada desanima su fervor.»