sábado, 5 de enero de 2019

HUYENDO ENTRE EL CENTENO

En un siglo en que el exceso de visibilidad conduce necesariamente a la muerte mediática por hiperventilación, no resulta extraño que sean precisamente los más perseverantes en el acto de ocultarse quienes más devotos arrastran a su causa, y de modo más perenne: incluso para la masa más irrefrenable es difícil devastar lo que solo se intuye.
No han sido pocos en la historia de la literatura los autores que han conocido la celebridad esencialmente por uno solo entre sus títulos publicados, sin conllevar ello ningún demérito para el resto de su producción. En general, ese título estelar llega a serlo por tomar el pulso exacto a la sociedad en el momento de su aparición, por ser capaz de retratar las inquietudes o incluso los miedos atávicos de una generación, por desvelar alguna clave más o menos obvia que hasta ese momento permanecía silente. Si a ese carácter de obra «guía» se suma un carácter retraído, alérgico a lo público, por parte de su autor, es bastante probable que el escritor y el libro en cuestión adquieran un halo legendario. Actualmente varios especímenes del mundillo cultural intentan servirse de ese cóctel para adquirir fama rápida y ganar adeptos y, de paso, pingües beneficios; se les distingue desde lejos entre los reiterados gemidos de la caja registradora. Sin embargo, Jerome David Salinger, fallecido hace apenas nueve años en una aislada cabaña de madera perdida en los bosques de New Hampshire, y cuyo centenario acaba de cumplirse hace tres días, no solo no debe ser incluido en ese grupo de impostores sino que, por el contrario, supone el paradigma óptimo que tantos hoy quisieran emular.
La novela única de Salinger, El guardián entre el centeno, ha vendido desde su publicación en 1951 millones de ejemplares. Pero además de ser un superventas, la novela se ha convertido tácitamente en un clásico que recoge el testimonio de la adolescencia y su proverbial rebeldía desde una perspectiva profundamente atemporal. Holden Caulfield, el «airado jovenzuelo» que increpa al mundo instalado en su posición contestataria y a la vez protectora hacia sus compañeros, casi como si del cabecilla de una secta se tratara, es la voz que aún hoy —o al menos hasta hace muy poco, tal vez hasta la irrupción de la omnipresencia tecnológica en la sociedad y en particular entre las generaciones más jóvenes— representa esa sorda sublevación que se sabe que respira entre el orden aparente y produce por ello un incómodo desasosiego. El título de la novela en nuestra lengua encierra su propio misterio, precisamente por una deficiente traducción: el ‘guardián’ no es tal en sentido literal, sino que en el original es ‘catcher’, una figura deportiva del béisbol cuya función es la de coger las bolas que le lanza el ‘pitcher’ contrario al bateador propio, caso de que este falle. El espíritu de la obra de Salinger, en realidad, está profundamente impregnado de los iconos de la cultura norteamericana, y ello hace que en ocasiones sus códigos se distancien del lector de otros lugares; pero al final lo sustancial de sus páginas es lo que ha perdurado en el público que viene leyendo El guardián entre el centeno desde hace casi 70 años.
¿Y Salinger? En sí mismo sin duda constituye un personaje novelesco. Si su propia juventud, fraguada en una voluntaria formación castrense y después afianzada en los horrores bélicos del desembarco de Normandía y en su actividad como interrogador de prisioneros de guerra, serviría de perfecto argumento para una buena trama literaria, lo cierto es que la singular vivencia de las décadas posteriores a la publicación de El guardián entre el centeno darían para armar un buen guion cinematográfico. Salinger confesó que la escritura le había servido en su momento para combatir el frío existencial —y no solo— que se masticaba en los barracones; de tal experiencia surgirían algunos de los cuentos que después habría de publicar en la mítica revista New Yorker y que le situarían en el ambiente literario junto a nombres como los de Cheever o Capote. Sin embargo, cuando años más tarde apareció El guardián entre el centeno —una década le llevó escribirlo—, y tras la entonces imprevisible avalancha del éxito, el escritor se negó a llevar una vida pública: se alejó del entorno cultural, rechazó sistemáticamente con escasísimas excepciones casi toda propuesta de entrevista —es bien conocida la toma en que Salinger aparece agrediendo a un periodista del New York Post a la salida de un supermercado—, cortó su contacto con su editor, continuó escribiendo pero en silencio y para sí. Como irrebatible metáfora de su concienzuda desaparición ordenó que retiraran su fotografía de la solapa en la tercera edición de su célebre novela. Poco después se convertiría al budismo y se mudaría a una casa apartada que él mismo acondicionó precariamente; levantó una valla para aislarse de todo y de todos. Junto a esa valla y acompañado por su perro lograron robarle apenas media docena de fotografías para la revista Life. La existencia de Salinger era menos un vivir que un huir: se convirtió en un objetivo codiciado por los magazines más punteros —se perseguían sus imágenes, se publicaron textos falsos firmados con su nombre— al tiempo que él se esforzaba en eliminar cualquier posibilidad de ser visto o de relacionarse con el mundo con normalidad.
Paradójicamente, sus notables esfuerzos por desaparecer lo colocaron en el foco de desaprensivos varios, más o menos adictos a las cámaras en su vertiente más venal y hasta perversa: mientras su hija acusaba a Salinger en sus peculiares memorias de comunicarse en casa en una extraña e incomprensible jerigonza o de cometer actos deleznables como beber orina, el asesino de John Lennon aguardaba que la policía llegara a detenerlo leyendo con calculada delectación el último capítulo de El guardián entre el centeno.