En un siglo en que el
exceso de visibilidad conduce necesariamente a la muerte mediática por
hiperventilación, no resulta extraño que sean precisamente los más
perseverantes en el acto de ocultarse quienes más devotos arrastran a su causa,
y de modo más perenne: incluso para la masa más irrefrenable es difícil
devastar lo que solo se intuye.
No han sido pocos en
la historia de la literatura los autores que han conocido la celebridad esencialmente
por uno solo entre sus títulos publicados, sin conllevar ello ningún demérito
para el resto de su producción. En general, ese título estelar llega a serlo
por tomar el pulso exacto a la sociedad en el momento de su aparición, por ser
capaz de retratar las inquietudes o incluso los miedos atávicos de una
generación, por desvelar alguna clave más o menos obvia que hasta ese momento
permanecía silente. Si a ese carácter de obra «guía» se suma un carácter
retraído, alérgico a lo público, por parte de su autor, es bastante probable que
el escritor y el libro en cuestión adquieran un halo legendario. Actualmente
varios especímenes del mundillo cultural intentan servirse de ese cóctel para
adquirir fama rápida y ganar adeptos y, de paso, pingües beneficios; se les
distingue desde lejos entre los reiterados gemidos de la caja registradora. Sin
embargo, Jerome David Salinger, fallecido hace apenas nueve años en una aislada
cabaña de madera perdida en los bosques de New Hampshire, y cuyo centenario
acaba de cumplirse hace tres días, no solo no debe ser incluido en ese grupo de
impostores sino que, por el contrario, supone el paradigma óptimo que tantos hoy
quisieran emular.
La novela única de
Salinger, El guardián entre el centeno,
ha vendido desde su publicación en 1951 millones de ejemplares. Pero además de
ser un superventas, la novela se ha convertido tácitamente en un clásico que
recoge el testimonio de la adolescencia y su proverbial rebeldía desde una
perspectiva profundamente atemporal. Holden Caulfield, el «airado jovenzuelo»
que increpa al mundo instalado en su posición contestataria y a la vez
protectora hacia sus compañeros, casi como si del cabecilla de una secta se
tratara, es la voz que aún hoy —o al menos hasta hace muy poco, tal vez hasta
la irrupción de la omnipresencia tecnológica en la sociedad y en particular
entre las generaciones más jóvenes— representa esa sorda sublevación que se
sabe que respira entre el orden aparente y produce por ello un incómodo
desasosiego. El título de la novela en nuestra lengua encierra su propio
misterio, precisamente por una deficiente traducción: el ‘guardián’ no es tal
en sentido literal, sino que en el original es ‘catcher’, una figura deportiva
del béisbol cuya función es la de coger las bolas que le lanza el ‘pitcher’
contrario al bateador propio, caso de que este falle. El espíritu de la obra de
Salinger, en realidad, está profundamente impregnado de los iconos de la cultura
norteamericana, y ello hace que en ocasiones sus códigos se distancien del
lector de otros lugares; pero al final lo sustancial de sus páginas es lo que
ha perdurado en el público que viene leyendo El guardián entre el centeno desde hace casi 70 años.
¿Y Salinger? En sí
mismo sin duda constituye un personaje novelesco. Si su propia juventud,
fraguada en una voluntaria formación castrense y después afianzada en los
horrores bélicos del desembarco de Normandía y en su actividad como
interrogador de prisioneros de guerra, serviría de perfecto argumento para una
buena trama literaria, lo cierto es que la singular vivencia de las décadas posteriores
a la publicación de El guardián entre el
centeno darían para armar un buen guion cinematográfico. Salinger confesó
que la escritura le había servido en su momento para combatir el frío
existencial —y no solo— que se masticaba en los barracones; de tal experiencia
surgirían algunos de los cuentos que después habría de publicar en la mítica
revista New Yorker y que le situarían
en el ambiente literario junto a nombres como los de Cheever o Capote. Sin
embargo, cuando años más tarde apareció El
guardián entre el centeno —una década le llevó escribirlo—, y tras la
entonces imprevisible avalancha del éxito, el escritor se negó a llevar una
vida pública: se alejó del entorno cultural, rechazó sistemáticamente con
escasísimas excepciones casi toda propuesta de entrevista —es bien conocida la
toma en que Salinger aparece agrediendo a un periodista del New York Post a la salida de un
supermercado—, cortó su contacto con su editor, continuó escribiendo pero en
silencio y para sí. Como irrebatible metáfora de su concienzuda desaparición
ordenó que retiraran su fotografía de la solapa en la tercera edición de su
célebre novela. Poco después se convertiría al budismo y se mudaría a una casa
apartada que él mismo acondicionó precariamente; levantó una valla para
aislarse de todo y de todos. Junto a esa valla y acompañado por su perro lograron
robarle apenas media docena de fotografías para la revista Life. La existencia de Salinger era menos un vivir que un huir: se
convirtió en un objetivo codiciado por los magazines más punteros —se
perseguían sus imágenes, se publicaron textos falsos firmados con su nombre— al
tiempo que él se esforzaba en eliminar cualquier posibilidad de ser visto o de relacionarse
con el mundo con normalidad.
Paradójicamente, sus notables esfuerzos por desaparecer lo colocaron en el foco de desaprensivos varios, más o menos adictos a las cámaras en su vertiente más venal y hasta perversa: mientras su hija acusaba a Salinger en sus peculiares memorias de comunicarse en casa en una extraña e incomprensible jerigonza o de cometer actos deleznables como beber orina, el asesino de John Lennon aguardaba que la policía llegara a detenerlo leyendo con calculada delectación el último capítulo de El guardián entre el centeno.
Paradójicamente, sus notables esfuerzos por desaparecer lo colocaron en el foco de desaprensivos varios, más o menos adictos a las cámaras en su vertiente más venal y hasta perversa: mientras su hija acusaba a Salinger en sus peculiares memorias de comunicarse en casa en una extraña e incomprensible jerigonza o de cometer actos deleznables como beber orina, el asesino de John Lennon aguardaba que la policía llegara a detenerlo leyendo con calculada delectación el último capítulo de El guardián entre el centeno.