lunes, 28 de diciembre de 2009

NUEVO AÑO NUEVO

Pinchando en la imagen se puede ampliar la felicitación.
Feliz 2010 a todos.

martes, 22 de diciembre de 2009

SEGUIMOS

Ahí estamos...
Gracias a todos.
Todos somos QVORVM.

domingo, 13 de diciembre de 2009

FEBRILES Y FRÁGILES

Celan, es bien sabido, murió en el agua. El puente Mirabeau fue el escalón que le condujo voluntario, el 20 de abril de 1970, al cobijo del seno sinuoso del Sena parisino. El epitafio silente de Celan –haciendo realidad el ideal último de Keats– quedó escrito en el murmurar de la corriente, leve y huidizo, como leve y huidizo fue el poeta mismo en vida.
Se nos ha ido. Claro que podía escoger. A flor de agua, el cadáver tranquilo”. Así entrevió Henri Michaux a Paul Celan ahogado, en un homenaje literario póstumo que tituló “El camino de la vida”. Paradójica propuesta para escribir sobre una ruta hacia la muerte. O quizá no tanto, bien mirado. Los caminos de la vida y de la muerte configuran un confuso trenzado, un continuum en el que no siempre es fácil discernir la naturaleza de sus cabos. El cadáver flotante de Celan era tranquilo a los ojos de Michaux como lo sería el suyo propio de haber podido verlo. Como tranquilos aparecen los cadáveres de los hombres todos que han llevado una existencia frágil y febril. Cadáveres al fin en el camino de la vida.
Michaux y Celan compartieron, aun desde orígenes geográficos diversos (el primero desde Bélgica, el segundo desde Rumanía), y luego desde una existencia fuertemente itinerante en ambos casos, un mismo pedazo de siglo, con experiencias históricas idénticas. Ese acto común de compartir la Historia encontró su manifestación más inmediata en una también común hostilidad hacia el mundo, o al menos hacia una parte de él, como respuesta inevitable; hostilidad que halló, además, una forma sutil de exorcizarse en un particular empleo de la palabra. En concreto, la guerra y los efectos del nazismo en Europa, nefastos a todos los niveles, no sólo hollaron el ánimo ético de Celan y Michaux, sino que por añadidura lograron perfilar en ambos creadores un universo imaginario reiterado de aterradora y fascinante crueldad.
En el caso particular de Celan, estos efectos se hicieron especial y dolorosamente relevantes por su biografía misma, marcada por su explícita ascendencia judía y por la muerte de los propios padres en un campo de concentración (su padre por el tifus, su madre de un balazo en la cabeza), designio trágico del que el poeta nunca dejó de sentirse culpable. Paisajes de nieve inacabable formaron a partir de entonces el recurrente escenario estilístico del escritor rumano; paisajes de nieve de aspecto fantasmal, de una blancura insoportable y trascendente que se expresaba, por ende, en alemán: “¿Qué sería, madre, estirón o llaga,/ si yo también me hubiera hundido en la nieve de Ucrania?”. En el extenso poema “Fuga de la muerte” Celan recrea una desgarrada tragicomedia del dolor con una sintaxis aparentemente dislocada, sujeta en realidad a la estructura de una fuga musical: “... Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán/ grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire/ así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho./ Negra leche del alba te bebemos de noche/ te bebemos al mediodía la muerte es un Maestro Alemán/ te bebemos de tarde y mañana bebemos y bebemos/ la muerte es un Maestro Alemán su ojo es azul/ él te alcanza con bala de plomo su blanco eres tú/ vive un hombre en la casa tu pelo de oro Margarete/ azuza sus mastines a nosotros nos regala una fosa en el aire/ juega con las serpientes y sueña la muerte es un Maestro Alemán/ tu pelo de oro Margarete/ tu pelo de ceniza Sulamit”.
En Michaux el horror, aun sin las vinculaciones personales de Celan, cobra forma espeluznante en la composición que él llama con destructiva ironía “El país de la magia”, un lugar de palabras en que surrealismo y distorsión son maestros de ceremonia inigualables: “Un hombre rara vez muere sin tener que deshacer algún pliegue. Pero ha ocurrido. Paralelamente a esta operación, el hombre forma un núcleo. Las razas inferiores, como la raza blanca, ven mejor el núcleo que el desplegado. El mago ve más bien el desplegado”. En otras ocasiones, Michaux es más abiertamente descarnado; así, en “La carta”: “La muerte alcanzó a unos. La cárcel, el exilio, el hambre, la miseria, a otros. Nos han atravesado enormes sables de escalofríos, lo abyecto y lo torcido nos han atravesado después. [...] No nos hemos reconocido en el silencio, no nos hemos reconocido en los aullidos, ni en nuestras grutas, ni en los gestos de los extranjeros. Alrededor de nosotros, el campo es indiferente y el cielo sin intenciones. Nos hemos mirado en el espejo de la muerte. Nos hemos mirado en el espejo del sello insultado, de la sangre derramada, del impulso decapitado, en el carbonoso espejo de las vejaciones”.
Ante este panorama estético, no es extraño que ambos escritores opten, por un lado, por una tendencia hacia una mística del pensamiento literario, sin evitar incluso traspasar las lindes de lo religioso (las menciones al respecto no son infrecuentes en ninguno de los dos); y por otro, por una radical desconfianza hacia el lenguaje, o al menos por un cuestionamiento del valor de la palabra, falta en su idealismo teórico de coherencia en relación con lo real.
El poeta belga demostrará su escepticismo en este último sentido a través de la violencia verbal, del quiebro lingüístico más audaz, de la desarticulación extravagante. El recurso a estupefacientes, tan habitual en poetas de épocas pretéritas, tampoco es desechado, ya a la edad de cincuenta y siete años y bajo estricto control médico. En Celan, el conflicto con la palabra toma forma literaria evidente en un libro como “Reja de lenguaje”, donde el título mismo sugiere el problema de la incomunicación, los barrotes que median entre el poeta y el lector, entre el poeta y el poema, entre el poeta y sí mismo: “Las losetas. Encima,/ bien juntos, los dos/ charcos gris-corazón:/ dos/ bocanadas de silencio”. Sin embargo, este conflicto verbal es aún más lacerante, pues no se detiene en un simple cuestionamiento de orden filosófico acerca de las posibilidades del nombrar, sino que llega hasta un aspecto tan obvio –y tan significativo al tiempo– como el del propio idioma de expresión. A pesar de su innata facilidad para las lenguas, a pesar de sus viajes y estancias por media Europa, la asunción dolorosa del alemán como lengua conscientemente elegida resulta una muestra específicamente reveladora; muestra inequívoca de ese “no dejar de dialogar nunca con las fuentes oscuras” que Celan propugnó en algún ensayo suyo. Sólo ahí cabe rastrear el porqué del alemán convulso que respira en los versos del rumano, ese alemán tan desestructurado y sufriente que hacía afirmar metafóricamente a Georges Steiner que “toda la poesía de Celan es traducción al alemán”.
Signos febriles y frágiles. Arte estremecido para hilvanar, según el decir de Michaux, una “experiencia solitaria y patética”.

domingo, 22 de noviembre de 2009

SALA DE ESPERA

Mientras regreso a casa, les dejo un entretenimiento divertido. Puede verse directamente, aunque está disponible a mayor tamaño en el enlace de abajo. Vale la pena. Feliz deseo para todos. Hasta pronto.

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domingo, 15 de noviembre de 2009

EL COLMO DEL ABSURDO

Los entresijos del mundo editorial nunca dejarán de sorprenderme. Acabo de leer esa magnífica novela de Stanislaw Lem, El Hospital de la Transfiguración, en bella edición de Impedimenta. Allí donde huele, siquiera levemente, a Lem, mis ojos van detrás irremediablemente. La fiebre inesperada y las sábanas que durante estos días, inicialmente previstos en Roma, me han tenido presa, a la vez me han otorgado la oportunidad de adentrarme en esta obra del genio polaco que tenía desde hace muchas semanas postergada. Y he aquí que al terminar la última página, como es mi costumbre, me paseo por el comienzo y vuelvo al prólogo –los prólogos, pues son dos en este caso– que introducen la novela. Veo que el primero de ellos está firmado por el muy lustroso e ilustre escritor Fernando Marías y se compone de apenas tres páginas; nada que objetar… si no me llamara la atención que el prólogo siguiente está firmado por el propio editor, detallando circunstancias literarias que debieran haber sido abordadas –supuestamente– por Marías. Mi sorpresa crece con desmesura cuando leo que el escaso prefacio de Marías gira sin descanso en torno a una única idea: el escritor bilbaíno se manifiesta seducido ab ovo por las obras literarias que dan comienzo con un personaje que llega de noche a una estación de tren; una obsesión que, confiesa, sólo ha podido culminar después de muchos años de búsqueda (no sabemos en qué despojadas bibliotecas) con El Hospital de la Transfiguración. Así que, dice Marías, desconecta los teléfonos, cancela cenas y se encierra en casa con la novela de Lem. Tras un amor tan súbito e intenso, tras tal claustro voluntario, tras el hallazgo venturoso que sucede a una búsqueda de décadas, esto es todo lo que Marías nos cuenta acerca de El Hospital de la Transfiguración: estrictamente lo que les acabo de decir, unido a la fervorosa recomendación de que la leamos y al subrayado de que cualquier otra palabra suya sería innecesaria (algo de lo que, por otra parte, ya nos habíamos percatado).
Es obvio que las páginas en cuestión constituyen un acto mingitorio en la inteligencia del lector. Bien me parece que al señor Marías le paguen por escribir el prólogo a una novela que no ha leído: es algo que detectamos con relativa asiduidad en numerosas publicaciones. Pero el asunto no acaba aquí. El quid de la cuestión radica en que el personaje que llega a la estación de Nieczawy en El Hospital de la Transfiguraciónno llega de noche, sino de día. El colmo del absurdo.
Y de aquí se derivan dos preguntas:
¿Por qué Impedimenta publica el prologuito de Marías, mencionándolo además en portada, exponiéndose a hacer el más espantoso de los ridículos?
¿Qué castigo creen ustedes, amigos lectores, que conviene a semejante sujeto? ¿Paseo por las calles con capirote, cualquier otro género de escarnio público? ¿La hoguera, la hoguera, la hoguera?

miércoles, 4 de noviembre de 2009

APUNTES DE VIAJE (I)

A veces me parece que mi vida es sólo abandonar ciudades, ver los edificios alejándose desde la ventanilla trasera de un taxi. Aprecio con intensidad, hasta el detalle, esa silenciosa despedida de secuencias cinematográficas en busca de autor. Me gustan los taxis, su aleatoriedad, su mundo pequeño y perfecto que empieza y termina con un tintineo de monedas. Me gusta también esa instantánea decisión que se cumple en breve plazo: dar una dirección que te lleva sin más hasta el amor o el olvido, buscar un camino de regreso desde la plenitud o el caos.

domingo, 11 de octubre de 2009

UNA ROSA

Es el otoño.
Las nubes, escribas, desgranan
su caligrafía de algodón y de ceniza.
Las hojas secas murmuran
su atávica consigna de savia derrotada;
la música cautiva de la devastación.
Y de repente
una rosa.

lunes, 28 de septiembre de 2009

ORDEN ALFABÉTICO

Me comenta un buen amigo que él escucha la música no por aleatoria apetencia sino por compositores sucesivos, siguiendo en el itinerario de esta sucesión un orden alfabético. No había oído nada semejante desde que leyera La Náusea de Sartre, en que el personaje del Autodidacta resolvía sus ansias de lector precisamente desde la A a la Z, con pulcra y rigurosa exactitud kantiana. Tal vez aquello que Wittgenstein decía, justo antes de renegar atizador en mano, de que en los límites de su lenguaje ponía sus límites al mundo, tenga algo que ver con tal procedimiento; al fin y a la postre, los grafemas se encuentran en la aduana misma del lenguaje, y es en las aduanas donde se gestionan los frágiles límites de cualquier territorio imaginable. Por lo demás, cada quien pone orden en sus cosas como quiere y como puede, y una cadena de coherentes eslabones ofrece mayores garantías de cordura que arrojarse sin red al vértigo del caos: tal vez se pierde intensidad pero se duerme siempre en casa sosegada. Lo saben quienes no tienen corazón, ni valentía para afrontar el destrozo que sigue a la caída. Incluso ellos, los descorazonados, los atrincherados, los imperturbables, necesitan sus mentiras piadosas, su orden alfabético, para sobrevivir.

sábado, 12 de septiembre de 2009

AJUSTE DE CUENTAS

Cuando el amor entra por la puerta una vida cae por la ventana. No se concibe la existencia sin el acto de pagar. En el principio fue el trueque. En la miserable geometría del dinero se inscribe la precaria arcilla que conforma los objetos, y no sólo: también los sentimientos se ven obligados a trazar su cuadratura errática del círculo. Ni siquiera el último pasaje nos transporta a un lugar libre del diezmo: el barquero final requiere de sus óbolos como si el vivir y sus sevicias materiales no hubieran quedado en la otra orilla.
Cuando el amor entra por la puerta una vida cae por la ventana. Por el amor hay que pagar bien alto y en especie: bien alto para asegurar que no se sobrevivirá al trayecto de caída, en especie para asegurar que una de las partes quede siempre en deuda. En las sacudidas del amor hay un algo de los estertores de la muerte, igual que en la corriente de los flujos seminales late la cadencia espesa de la sangre derramada. Amar es entregar una lápida sin nombre a la maleza, grabar una leyenda única al pie de una morera: amor omnia, como hiciera la resuelta Gertrud que Dreyer perfiló. El ardor del amor se transcribe con las letras heladas del mármol, con el acto incisivo del punzón sobre la carne estremecida de la piedra. Sólo así la transacción se cierra. La naturaleza es madre y parca: alumbra y siega. También es avara, es usurera, recuenta sus monedas con pasión mal encubierta de contable; exige un morir o un matar allí donde puso la semilla de un albor, o la belleza.
Recuerdo las imágenes primeras de Anticristo, la polémica película de Trier que he visto hace unos días. Él y Ella, el Hombre y la Mujer sin nombre, hacen el amor en una secuencia lenta, minuciosa, demorada, en un elegante blanco y negro. Mientras ellos forman parte sin saberlo de la mecánica vital del universo, su hijo trepa hasta el balcón, abre la puerta, se suicida. Acompaña al desarrollo de la escena el “Lascia ch’io pianga” del Rinaldo, de Händel. La romana impasible del mundo se equilibra tantas veces trastornando la frágil percepción de los humanos. Pocas veces pagar es agradable. Es difícil aceptar que algo nace sólo porque algo se destruye.
Hace cinco años, al atardecer, en una playa casi vacía del sur, una mujer escuchaba el “Lascia ch’io pianga” mientras escribía un poema: Medusas. En aquella ocasión moría también un niño: era el precio estipulado por la pureza incorruptible del paisaje, mientras Almirena pagaba con su propia esclavitud su amor por el héroe cruzado Rinaldo –Lascia ch'io pianga mia cruda sorte, e che sospiri la libertà– y el mundo seguía su curso imperturbable, satisfecho con el debe y el haber.

sábado, 5 de septiembre de 2009

MY WAY

Renunciar. Dañar. Sufrir. Rogar. Perdonar. Amar. Errar. Conservar. Mirar. Abandonar. Escribir. Avanzar.
I did it my way.

domingo, 23 de agosto de 2009

DAMNATIO MEMORIAE

Leo hoy en la prensa que Aberdeen (Washington) dedica una placa conmemorativa a Kurt Cobain, uno de sus personajes natales más famosos y es posible que menos relevantes. La placa quiere hacer las veces de sepulcro y epitafio al tiempo, pues no es más que una losa de granito encastrada en el suelo con tres citas supuestamente enunciadas en algún momento más o menos lúcido de la fugaz existencia de Cobain. Las pleitesías adquieren con frecuencia la forma de una indeseada tumba póstuma, de cenotafio, de sepulcro vacío y blanqueado. Cobain se ha visto agasajado con un traje de tierra sin pedirlo, en un oxímoron burlesco de su espiritual y sánscrito nirvana, él que buscó lo inmaterial adelgazándose en el filo imponderable de una aguja.
Pero Aberdeen no sólo encala la sombra de Cobain, también enmienda las palabras cinceladas en su lápida, transformada al fin en palimpsesto. La sesuda advertencia de ultratumba al caminante improvisado –“Drugs are bad for you. They will fuck you up” (“Las drogas son malas, te van a joder”)–, que parece pronunciada con retranca desde la otra orilla de la Estigia, ha entrado en conflicto con la estricta moral de los norteamericanos, que han optado por la sustitución de las letras u y c de fuck por asteriscos: f**k. El mensaje resulta ahora más gráfico: si la vida no te deja ver el sol, las drogas te dejarán ver las estrellas. La damnatio memoriae, el raspado y sustitución del recuerdo de los héroes y villanos precedentes, siempre ha conducido al caos y al error. En sus costuras imperfectas se delata la miseria del pulcro corrector sobrevenido; en su exceso de celo justiciero alienta la pátina viscosa de la usurpación.
Borrar es un gesto circular: borrar y ser borrado, borrar lo que fue un día por miedo de atisbar lo que no llegará a ser. La goma arrastra en sus virutas las letras de otro nombre, alumbrado a la escritura para morir en el acto de servicio de la tiranía poética; así también, y sin sentido, fallecen las dunas que nacieron una vez por las evoluciones capciosas de la arena.

jueves, 13 de agosto de 2009

INTERMEZZO

domingo, 19 de julio de 2009

ESPERA Y ODIO

El arte sucede. Lo decían los teóricos del arte del siglo XIX, lo decían los pintores, lo decía Whistler, en cuyos cuadros apenas nada sucedía. Es la paradoja de las frases célebres: despojadas de contexto, del aliento vivo de los labios que las profirieron, cualquier sucesión de palabras puede antojarse producto del ingenio. El tiempo, la herrumbre, dejan así su pátina heroica sobre una sentencia llamada a iluminar el cursus honorum postrero de los hombres. Sólo ese plazo confiere al arte su ocurrencia, plazo prescrito por los médicos del alma que aspira a ser idea, por los estrictos vigías de lo intelectualmente relevante.
El arte, pues, es un recodo del tiempo, es una espera; y una espera es uno de los escasísimos sucesos que suceden, que merecen ese nombre y no otro. El único cuadro que Whistler alumbró y en el que en verdad sucede algo es precisamente el retrato de una espera: Madre. En el acto de esperar, sólo cabe la respuesta del vacío. Beckett lo sabía muy bien: en esa rebeldía del bumerán que no retorna se aloja la inescrutable dignidad de permanecer en pie con la mano tendida hacia la nada. Una dignidad que, al tiempo, muestra en su reverso el odio en que se fragua. Porque esperar es también, y sobre todo, odiar mansamente, en silencio y sin descanso.
De esa espera y de ese odio se nutre con frecuencia el arte, dejando entonces paso a la venganza. Es así como se adentra el arte en el territorio de las sombras, pagando su peaje al tácito barquero que jamás se agota de esperar. En esa pálida frontera pronuncia su discurso delator el arte, eludiendo la mordaza con que el hombre en su ceguera intenta encubrir sus actos deleznables. Las siniestras criaturas de Bomarzo narran al aire la deformidad de Orsini que este quiso disfrazar de escultórico jardín: “Tu ch’entri qua pon mente / parte a parte / e dimmi poi se tante / maraviglie / sien fatte per inganno / o pur per arte”. Capcioso planteamiento. El negro bostezo del monstruo engulle la aviesa estrategia del duque y desliza en el oído de los visitantes palabras turbadoras de una lengua muerta, sintagmas que flotan como los reflejos estancados de una ciénaga definitiva.
En el palacio lisboeta del marqués de Fronteira hay un Neptuno, una Tetis, un Hefesto, un Príapo. También una serie de azulejos que narran una historia escabrosa que el rey de Portugal quiso acallar; una historia de amor y muerte, una historia de deseos compulsivos caligrafiados a sangre y tinta en el pubis rasurado de una mujer. El marqués de Fronteira acató el deseo real sellando la historia con sus labios, pero encargó la construcción del friso azulejado que burló su compromiso, que desempeñó su palabra de caballero amparándose en la venganza dispensada por un arte enigmático y umbrío. “El parque está poblado de hombres que se suicidan y bailarines que caen. Fue así como el marqués de Fronteira se vengó de la venganza de la señora de Oeiras. Por eso los animales pintados en los azulejos tienen rostro humano. Por eso en las esquinas de las paredes se ven figuras en cuclillas levantando sus faldones y defecando en la sombra”, escribe Quignard.
No. Los monstruos nunca mueren. El arte habla por ellos y hace lo preciso para mantenerlos vivos con su odio de elocuencia seductora, fascinante, envenenada.

sábado, 4 de julio de 2009

AMICITIA





Javi Llamazares grabó estos vídeos en el acto de presentación de La Última Palabra. El sonido en el segundo deja un poco que desear, pero ambos testimonios se deben a la generosidad de Javi.

Semper in debito ob amicitiam suam.

domingo, 28 de junio de 2009

Y MÁS...


Javier Almuzara desde OviedoDiario escribe

MI ÚLTIMA PALABRA

Para el espíritu romántico, la poesía es el alma de la Creación, y su poder genésico es indestructible. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía. Al disolvente humor contemporáneo le gusta invertir los términos de las más altas sentencias; y a su juicio parece inapelable que los irreductibles son los vates. Podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas. Yo me inclino por una solución de verdad que no condescienda ni al ingenio hueco ni al ingenuo Bécquer. Podrá no haber poemas, pero siempre habrá poesía. Porque la poesía es una urgencia del lenguaje que se manifiesta de incógnito en la prosa digna de tal nombre y en la conversación que aspira a hacer luz con la palabra; porque la Creación no está acabada, y en la elipsis del séptimo día caben todas las formas de mirarla; porque la vida no está perdida mientras la piedra deje fiel testimonio de su ausencia.
Hoy es un poema transparente que deja en el aire su cálido mensaje. Hoy pienso que la felicidad hace buenas migas con el mundo en su estado natural. El día es un regalo del cielo envuelto en papel amarillo, como dice tocada por la luz Silvia Ugidos en “Un trozo de verano”. Brilla la mesa del café abierta a una lúcida conversación, el humo del último cigarrillo baila su agonía como si estuviese desperezándose del sueño de la ceniza, y la gente pasea aureolada por esta tarde en que la luz protege a todas sus criaturas. Yo miro el mundo con un asombro antiguo, y Bécquer vuelve a tener razón. En la luminosa absolución del día no siento el peso de mi conciencia. Camino aliviado y feliz, como el necrólogo Pereira en el alba de su nueva vida, y busco mi rincón favorito para apurar hasta el último trago el licor traslúcido de una jornada que, desde primera hora, se me ha subido a la cabeza. El esfuerzo de la altura, esa inevitable disciplina artística, me lleva a los jardines de la Rodriga donde, sobre el mantel verde, las copas de los árboles aguardan para ofrecerme el brindis más encumbrado del día.
Llevo conmigo el memorioso ipod, ese aleph musical que me lleva, por la segura guía del azar, a donde estoy. Me siento en el primer banco y escucho al alzar la vista “Questo è il cielo de’ contenti”, el coro feliz de los huéspedes embrujados en la isla de Alcina. Detengo la magia (anticipando el desengaño del amor que pone fin al encantamiento) porque, cuando el día acompaña, la soledad y el silencio hacen buena pareja.
Hasta el Paraíso me he llevado algún libro, o no sería tal Paraíso. Las almas bendecidas son los ciudadanos de ese reino, así que me recreo con La última palabra, un breve compendio de epitafios clásicos latinos versionados por Ana Rodríguez de la Robla, y la más reciente antología de la obra poética de Víctor Botas. En la edición de Luis Bagué Quílez, los poemas de Botas se leen como si fueran inéditos. La responsabilidad de esa sorpresa es compartida. Por una parte, las botescas Historias con Historia se agrupan temáticamente creando asociaciones nuevas entre poemas viejos; y por otra, el lector renueva su asombro cada vez que acaricia versos como estos: “Debéis guardar silencio: Se ha dormido / tan dulcemente el Tiempo entre mis brazos”.
Verso es lo que vuelve. Escribir en verso el epitafio es una declaración tácita de fe en la vida. Desde mi luminosa felicidad, tan lejos del sueño sin sueños, pienso que la muerte es el hecho capital de nuestra historia, y hay que saber cantarla. En cuanto adquirimos esa sombría certidumbre y aceptamos que todo dejará de ser, todo se reduce a evitar que deje de haber sido. Contra el olvido, que es la podredumbre del alma, se alza la conversación obstinada y sentenciosa de los muertos.
Antes de darle a Ana Rodríguez de la Robla “la última palabra”, acaricio la lápida que ilustra la cubierta del libro y me armo de ironía, la luz indirecta de la inteligencia, para entrar en su noche. No espero nada original, porque la originalidad es una superstición contemporánea. El pasado la olvidó ya hace tiempo, y el futuro no cree en ella. Anticipando el retórico cursus honorum de los muertos, recuerdo que para Ambrose Bierce un epitafio era “una inscripción funeraria que demuestra cómo las virtudes adquiridas por la muerte tienen efectos retroactivos”. A pesar de todas las prevenciones, me deja de piedra el aliento helado de esas vidas hechas polvo. Hablan de alegrías pasadas y dignidades aún presentes, de hombres y mujeres enterrados junto al tesoro de su buen nombre, de padres llorosos e hijos añorados, de muertes prematuras y vidas incompletas, de suspiros de alivio en la posada de las almas y de advertencias para el que aún está en el camino…
Ensayo mi propia versión de uno de ellos: “Estando rebosante de dinero y salud / nunca te faltarán amigos. De otro modo / no te conocerá nadie en ninguna parte. / ¿Para qué los convocas a tu fiesta? / Así no se conoce a los amigos. / Cuando caigas enfermo / sabrás quién te mentía estando sano. / Este umbral es la prueba concluyente, / la más justa balanza de la vida. / Muchos han evitado las exequias. / Aquí es donde se ve la piedad verdadera. / Sólo merece ser considerado amigo / quien hace el bien a quien no puede devolvérselo”.
Dejo la música del verso para volver a la poesía de la música mientras leo los últimos renglones de la tarde. La avanzadilla del aire nocturno le susurra intimidades al oído de las ramas, que acarician con sensual indolencia a su interlocutor; y el sol, ruborizado, espía el encuentro desde la mirilla menguante del crepúsculo. Alguien va echando un lento telón al horizonte. Se acabó el espectáculo.
Al levantarme, observo que mi sombra se alarga como si la tierra estuviera tomándome las medidas. Desaparece el reino del placer que la música y la luz mintieron para mí. Mañana el tiempo volverá a engañarme con su ilusión de continuidad ¿O es ahora cuando me engaño? Se está haciendo de noche. La luz se queda en nada, y yo vuelvo algo sombrío a casa. Bebí hasta las heces la copa del instante. Era un gran reserva de alta graduación. Ahora pienso en cierto remedio natural para mi súbita melancolía. Y, por extraño que parezca, me alivia su ácido consuelo: “¿Será la muerte, al fin / quien me venga a librar / de este miedo a morir?”

Cosas de la amistad sin conocernos. Gracias, Javier.

lunes, 22 de junio de 2009

GRATIAS AGERE

Columna de Vicente Gutiérrez Escudero sobre QVORVM en el diario El Mundo.

(Para ampliar, pinchar en la imagen)


sábado, 6 de junio de 2009

AL OTRO LADO

Te expulsa en ocasiones de su cámara. Eres el amante repudiado, el cónyuge que ruega al otro lado de la puerta la mirada redentora, la mano cuyo tacto salva el mundo.
Me envías a la sima del silencio, purgo en ella un pecado funesto, un delito del que se hallan excluidas las palabras. Pasan nubes de grafito ante mis ojos; su estela es un discurso devanado por el viento. Sólo un lápiz me podría alejar de la locura, sólo un lápiz cuya cháchara es un río devorado entre la selva. Una sierpe de escama mancillada por la tierra.
Paraíso perdido. La escritura. Al otro lado.

viernes, 5 de junio de 2009

QVORVM 6

No se aprecian bien los zapatos rojos que le gustan a Only, pero...
Fue una bonita fiesta. De ello pueden dar fe quienes asistieron.
Y un nuevo QVORVM en la calle.
Con un abrazo para todos los lectores.
.
(Pinchando en la imagen pueden ampliarla).

miércoles, 3 de junio de 2009

MÁS LECTURAS

Y como prosiguen las lecturas de amigos, que además se toman el tiempo de escribir unas líneas, pues nueva entrada dedicada a La Última Palabra, que por fortuna está generando muchas, muchas más palabras...
A continuación puede leerse el texto Poesía del Silencio, del que es autor Fernando Llorente:

"El día 17 del pasado mes de mayo estas mismas páginas [del Diario Montañés] acogieron una, tan extensa como intensa, entrevista a Ana Rodríguez de la Robla, con motivo de la reciente publicación de su obra La última palabra. En ella afirma la poeta, dándole el titular al entrevistador, que “quien no sabe mirar a los clásicos está negando su presente”. El alcance del aserto es limitado, por cuanto lo en él sentenciado sólo puede ser aplicado con justicia a quienes estando en condiciones favorables para saber mirar de frente, dan la espalda a los clásicos. Y no son tantos, cada vez menos. Son ya varias las generaciones de españoles a las que se les ha negado su presente desde que se ninguneó el latín en los planes de estudio. La “Cultura clásica”, asignatura alternativa opcional, de corto recorrido, fue concebida para abortar, privada del soporte de su lengua propia. Como le ocurriría a cualquier cultura.
Pero sí debemos darnos por aludidos quienes, pudiendo y sabiendo, adolecemos de escaso interés y/o falta de ganas. Ana ha hecho el trabajo para que, desperezados, nos asomemos al pozo de unas palabras escritas sobre piedra en latín, que ha traducido al español sobre el papel y, así, ha compuesto un exquisito libro que la Editorial Icaria ha tenido el acierto, para mayor gloria de su colección de poesía, de publicar, con el asesoramiento literario de Concha García y Juan Antonio González Fuentes.
Si quienes, atentos, además de saber y querer mirar, quieren y saben oír, escucharán el recital de poesía del silencio, que en su descanso eterno ofrecen sin descanso los muertos. A veces con voz que grita la piedra para ser escuchada, siquiera al paso. En Ana y en su obra poética habita la voz de los clásicos, y su silencio. No importa si dicha por egregios personajes o por romanos de a pie. De 60 mortales son las palabras postreras que lamentan una muerte temprana, o que claman venganza, o que reclaman complicidad, o que vieron en la muerte una respuesta a la soledad, o que retan a la muerte con el amor, o que…no voy a entrar en explicaciones, comentarios y precisiones que la propia Ana expone, con distinción y claridad, en el prólogo.
Son 60 epitafios, seleccionados por la autora, en los que ha volcado su amplio y solvente saber sobre el mundo y la cultura clásicos, y su depurada y contrastada sensibilidad poética. Pero ni esa sensibilidad ni ese saber habrían salido a flote en la blancura de las páginas navegadas por los restos de 60 naufragios, si Ana no hubiera sabido ni podido sumergirse en los profundos y olvidados pecios del latín. Es también la filóloga que bucea segura entre ellos, con el oxígeno de sus conocimientos y las aletas de su voluntad. Sabe y puede, luego quiere.
Quienes tuvieron la suerte de ser instruidos en el latín durante varios cursos de aquel largo bachillerato comprobarán lo que digo. Ana traduce sin cometer traición alguna. No transmite algo que el difunto no quisiera legar. Ni le hurta ni le da. Lo dice de otra manera, no sólo porque lo dice en español, sino, y sobre todo, porque con cada motivo compone un poema, por mejor decir, hace poesía, con palabras tan sencillas como antiguas, fieles a su parentesco. Quienes los lean sin mirar, al menos de reojo, los textos en latín no podrán ser conscientes de la dificultad del empeño, tampoco de valorar cumplidamente el resultado. No sólo no traiciona Ana los originales al traducirlos, sino que los engrandece, engarzando en ellos elegantes matices y alumbrando bellas y sentidas imágenes.
Nadie muere del todo hasta que se extingue la última memoria que le recuerda. 60 individuos desconocidos del Mundo Antiguo dejaron sus últimas palabras escritas en piedra para eso, para que alguien se encontrara con ellas, y salvarse del olvido. Con La última palabra Ana Rodríguez de la Robla ha contribuido a abrirles infinitos espacios para la supervivencia. A sus lectores nos ayuda a rescatar nuestro presente."

Y por su parte Antonio Tello, amigo asiduo de esta casa, se expresa en una de sus bitácoras en los términos siguientes:

"Cuenta una leyenda que al morir Beda uno de sus discípulos empezó a escribir su epitafio: Hac sunt fossa Bedae...ossa, pero que, agotado por el inútil esfuerzo de hallar el final adecuado, se durmió. A la mañana siguiente, cuando despertó, el monje vio con asombro que alguien, acaso un ángel, había escrito venerabilis. En el epitafio el adjetivo se unió al nombre y así es como aquel espíritu del siglo VII, que Dante reconoció formando una corona brillante (Paraíso, X), ha atravesado los siglos para que lo conozcamos como Beda, el Venerable. Ana Rodríguez de la Robla, poeta, filóloga e historiadora española, ha oficiado de antóloga, traductora y editora de La última palabra (Icaria, 2009), un libro que reúne «los últimos poemas -las últimas palabras- con que un puñado de hombres y mujeres que existieron quisieron se recordados y revivificados», como ella afirma en el prólogo.
La palabra, la palabra escrita, se reivindica como último recurso contra el olvido, para quienes han emigrado hacia ese «lugar donde acaba la muerte», como escribió Nezahualcoyotl, poeta, filósofo y soberano de los aztecas. A través de la palabra labrada en la piedra y desde «el firme apretón de la tierra», el difunto apela al diálogo con los vivos -viajeros, caminantes, paseantes casuales- a quienes se dirige en sucintos versos para informar de lo que fue -Aquí estoy enterrada, sierva minúscula. / Me entregué con seriedad a mi deber / de trabajar la lana...-, de la causa que lo arrojó a la tumba - Por seguro ten que aquí me encuentro / -nunca el valor se deja amedrentar- /por vengar a mi hijo, que está muerto-, de los errores cometidos, de la satisfacción de haber vivido o bien, con socarrón humor o ironía, para invitar al ocasional interlocutor a visitar su morada -Escucha caminante, si quieres ven adentro / hay aquí una tabla en bronce que todo lo explica- o simplemente a que no la ensucie -Viajero, en esta tumba no te orines.
Con La última palabra, De la Robla nos acerca desde el latín una selección de sesenta epitafios en versos recogidos en la voluminosa Carmina Latina Epigraphica, realizada por Franz Bücheler entre 1895 y 1897 y continuada por Ernst Lommatzsch, según ella misma informa en el prólogo. Es un trabajo serio y riguroso que nos revela el postrer intento humano de resistir la erosión del tiempo, el caer en el olvido, inscribiendo su nombre y, en pocas líneas, lo que su vida tuvo, a su juicio (o de sus deudos), de recordable, para hacer que lo perecedero y la eternidad comulguen en la renovada memoria de los vivos."

domingo, 31 de mayo de 2009

LECTURAS

Podría resistirme a esto, pero no lo voy a hacer. Porque, sencillamente, me encanta descubrir que alguien sabe leer un libro, argumentando sus opiniones con rigor pero sin pedanterías. Cuánto más si el libro es propio.
De modo que a la preciosa reseña que ya me dedicó Regino Mateo (y que aparece publicada en el número 6 de la Revista QVORVM, cuya presentación tendrá lugar este martes, como ya se ha avanzado en la entrada anterior), cabe añadir la del profesor Antonio Torralba, amigo de esta casa desde hace mucho tiempo, cuya lectura se transcribe así:

"He estado leyendo estos días un libro hermoso (La última palabra. Icaria/Poesía) de Ana Rodríguez de la Robla.
Consiste, en esencia, en una versión castellana de sesenta epitafios latinos en verso. La antología va precedida de un prólogo sencillo y profundo (“Conversaciones más allá de la ceniza”), elaborado al aroma de tres deslumbrantes citas con las que la autora conversa: el “y escucho con mis ojos a los muertos” de Quevedo, los versos de Paul Valéry que están (creo) en el frontispicio del Museo del Hombre de París (“Depende de aquel que pasa/ que yo sea tumba o tesoro. Que hable o me calle”) y cuatro palabras del cuarto cuarteto de T. S. Eliot (“Todo poema, un epitafio”).
La casualidad ha querido que, en mi caso, esta lectura (que os recomiendo “vivamente”) coincida con (y quizás se vea enriquecida por) otros desvelos más o menos relacionados con el tema de la muerte como generadora de cultura: la corrección y selección, para una publicación escolar, de textos de alumnos escritos bajo el epígrafe de “Mi obituario” (el obituario de ellos); y meditaciones varias en torno al contenido de una charla ilustrada sobre fotografía de muertos (après décès) de otra amiga amante de estos temas. Digo esto por lo del contexto. Jakobson puso por escrito la evidencia de los seis elementos que intervienen en cualquier acto de comunicación; el contexto, claro, es uno de ellos.
Apartadas de las piedras en que fueron grabadas (ellas mismas, las piedras, ubicadas a menudo hoy fuera de contexto), las palabras últimas que la poeta Ana de la Robla vierte con maestría al castellano pierden y ganan cosas: en mayor grado cuantas menos palabras son. La autora (o su editor) ha querido acentuar este efecto omitiendo, salvo en el prólogo, cualquier explicación contextual o de aparato crítico (sólo se le escapa una aclaración entre paréntesis) y ello aumenta casi siempre el tono poético. Al menos, eso me parece en la mayoría de los casos. Pero me surge la duda en otros, como en este epitafio:

De las estatuas repuso los ojos
mientras gozó de salud suficiente.

¿Ganaría o perdería éste con una breve aclaración sobre los fabricantes de ojos? Imagino posibles lecturas aberrantes (no digo que “no poéticas”) motivadas por el hecho simple de ignorar la existencia de este tipo de artesano oculariarius. Es el peligro que acecha a los poemas breves, el “efecto haikú” que explica pormenorizadamente Azúa en la entrada “Metáfora” de su Diccionario de las artes. Por eso quizás hubieran venido bien unas notas. Incluso, ahora que lo pienso, en los casos en que no las necesitan acaso hubieran enriquecido el paseo tranquilo entre tumbas en que puede consistir la lectura de este libro. ¿Quién era este que dice que la muerte vino a librarlo del trabajo de acumular dinero y perderlo en que consistió su vida? Ana ha querido dejarnos solos, como suelen pedir en las películas los que visitan los cementerios.
Por lo demás, del libro sólo cabe decir maravillas. La selección, agrupación y ordenación de los poemas son estupendas; se recorren todos los tonos y los matices que el género ofrece. En su combinación, son más de los que pudiera pensarse. La traducción me parece fabulosa y da la impresión de estar siempre muy meditada. Vuelvo cada tanto al libro, también mientras redacto esta recomendación, y cada vez me parece mejor.
Acabo ya citando un poema que me encanta (los sesenta son valiosos) porque me hace imaginar, como en un vídeo, el paso de las estaciones sobre una lápida (a ésta ya no le llueve porque está en un museo, pero bueno):

Verás la primavera regalarte con sus flores.
El verano te rondará con dulce complacencia.
Restituirá el otoño en ti las dádivas de Baco.
Al invierno encomendé que la tierra te sea leve."

jueves, 28 de mayo de 2009

NOCH EINMAL

También esto ocurre ahora. Ya llegarán los tiempos de resaca...
Entre tanto, para quien se quiera animar:

2 de junio de 2009
20,00 h.
Palacio de La Magdalena
(Santander)

Presentación.

Habrá música y fiesta.
Allí nos vemos.

domingo, 17 de mayo de 2009

VANITAS

Pinchando en la imagen puede leerse la entrevista. El libro sigue...

martes, 5 de mayo de 2009

YA EXISTE

Disponible en librerías a partir de la próxima semana.
El prólogo puede leerse aquí.
Y una bella reseña, aquí.
Información editorial, aquí.

Cura ut ualeas.

jueves, 30 de abril de 2009

LIFE IS SHORT

A mí me parece que cuando mi muy estimado Antonio Tello me dedicaba en la entrada anterior, con motivo de mi aniversario, aquel comentario de "¿Qué somos sino un saco de huesos que el tiempo convierte en olvido?" (aunque posteriormente el bueno de Antonio lo modificara, viéndome afligida), estaba pensando en algo parecido a esto:

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*Creo que es de justicia que haga mención a este enlace, localizable dentro de la bitácora de Antonio.

miércoles, 29 de abril de 2009

TEMPUS FUGIT

Recibo ovillada el nuevo año. Mi cuerpo anudado encarna un homenaje a la edad que me acomete, que no es otra cosa que un instante circular, como el círculo que el reloj de arena traza en su cambio de sentido, como el grano mismo que gira en ese cambio, en el gesto aleatorio de la mano que acaricia como a un perro el tempus fugit. Mi cuerpo es un espejo y mi espejo es una fuga, un cuadro dentro del cuadro, un fractal, una estrella que nace y se agota en su luz propia, una lágrima temblando en el balcón del lacrimal. Mi edad es un punto en una infinita sucesión de puntos. Una esfinge atrapada por su enigma. Una palabra que regresa como el eco, del vacío.

jueves, 16 de abril de 2009

SERENDIPITY

A continuación les presento dos vídeos que encubren una característica común, que se hallan emparentados por una circunstancia extrañamente similar. Creo que tal coincidencia resulta bastante evidente, pero en todo caso dejo su descubrimiento encomendado a su particular perspicacia.
En el primer caso, se trata de una interpretación de la Sarabande de la Suite número 5 de Bach a cargo del chelista francés Paul Tortelier. En el segundo, se recoge la interpretación de la célebre "Cold Genius" o "Canción del Frío" de la ópera King Arthur de Purcell por el sofisticado y controvertido contratenor alemán Klaus Nomi. Transcribo aquí el texto del aria, cuya autoría es de John Dryden:

What power art thou, who from below
Hast made me rise unwillingly and slow
From beds of everlasting snow?
See'st thou not how stiff and wondrous old
Far unfit to bear the bitter cold,
I can scarcely move or draw my breath?
Let me, let me freeze again to death.

No se me estremezcan demasiado: advierto que ambos vídeos no les dejarán precisamente indiferentes. Hagan constar por aquí sus impresiones y en unos días despejamos la incógnita.




domingo, 12 de abril de 2009

BITTER CHOCOLATE

Turbación, perplejidad, búsqueda, curiosidad, sonrisa, estremecimiento, dulzura, nostalgia… son sólo algunas de las sensaciones que se experimentan ante una cerámica, escultura o instalación de Marisol Cavia, artista española ubicada en Londres desde hace ya más de tres décadas. Y ello porque el arte –y sobre todo el suyo– dura mucho más de lo que dura la mirada, por contrariar la iconoclasta sentencia de Le Parc. En el arte de Marisol hay un antes y un después del arte; hay una recuperación de recuerdos, una indagación interior, una observación de lo real, un ordenamiento sutil del material por parte de la artista, una invitación a la profunda implicación por parte del espectador y, al fin, una huella indeleble que acompaña durante mucho tiempo. Como un sabor que viaja por el cuerpo en la saliva y en la sangre, que se agazapa en la comisura de los labios: un inquietante sabor que no se olvida.

La ternura en la obra de Marisol Cavia es una ternura que duele. En su ideario hay referencias acariciadoras: la infancia, la delicadeza de una sección determinada del universo femenino, la poesía, el amor, el deseo. Con esas referencias trabaja la artista, y de su mirada lúcida emergen las aristas del mundo, en las que se recrea y con las que “puerilmente”, lúdica e inteligente, apela al espectador, hiriéndolo. Pocas cosas pueden resultar tan perturbadoras como la supuesta inocencia de un niño, tortuosa en realidad; y ese es precisamente el gesto con que Marisol Cavia tiende la mano desde sus obras hacia quien las contempla: amparada en la superficie lustrosa y coloreada de unos moldes de cerámica o en unos materiales audaces o en unos zapatos exultantes de fastuosa fantasía, se alberga una alusión a una intimidad celosamente protegida pero al tiempo deseosa de exhibirse para descargarse de pesar, del aliento lacerante del recuerdo. En la obra de Marisol el amargor hay que buscarlo, hay que morder la pieza o la instalación como una fruta, para llegar al centro y saborear su arduo corazón. Es entonces cuando la sonrisa inicial provocada por el juego se congela, se contrae, y uno se adentra de verdad en lo más conmovedor de la propuesta artística.

Probablemente ha sido Undecim la exposición de la artista en que este mecanismo se ha evidenciado de modo más tangible y, por lo mismo, una de las esenciales en su trayectoria. Con una clara invocación a la propia infancia ya desde su mismo título, la artista se retrataba –la identidad es otra de sus obsesiones– en una serie de vistosos y placenteros vestidos de cerámica acompañados de sus correspondientes pares de zapatos, uno de ellos festivo y colorista y otro negro: la despreocupada dicha de la infancia encontraba en esa negrura su lunar, su conciencia, su pájaro oscuro que le recordaba las amonestaciones del mundo real –sobre la sexualidad, la vanidad…–, al punto de que dentro de cada uno de esos zapatos negros se acurrucaba un objeto de penitencia. La vigilancia y el castigo, por apelar al célebre binomio de Foucault, hallan especial acomodo en el territorio virgen de la niñez y desde ahí se proyectan al resto de la vida. Los ojos memoriosos de Marisol, transfigurados en tímidos monitores de televisión, daban cuenta de ese rastro que es como el curso sólo aparentemente transparente del caracol que postulara Bacon; un rastro que arrancaba de la infancia en España –cité antes este dato biográfico, y con toda la intención–, de las visiones de la Semana Santa mirobrigense, de la asfixia de un ambiente cercado por la restricción moral en una ciudad pequeña del paisaje devastado de la Dictadura. Más tarde, la persistencia de ese peculiar legado religioso –que, por otra parte, nunca ha abandonado a la artista, quien lo ha sometido a transformaciones y fusiones varias–, entremezclado con la visión distanciada y forense de sus manifestaciones cultuales, cristalizó en Relics: un museo personal de objetos encapsulados, encerrados para retener su poderoso valor sentimental y al tiempo inmovilizados como insectos en la sagrada y desasosegante colección de un entomólogo.

En otras circunstancias la artista ha mostrado menos aspectos de su vida personal a cambio de una dosis mayor de compromiso, siempre apoyándose en su peculiar arte de íntima exploración y posterior incitación, estimulación del espectador. Es el caso de exposiciones como la estremecedora Under the Skin (sobre los estragos del cáncer de mama, en la que se juega con una sugerente disposición de sostenes de colores que se alternan con uno de color negro –siniestro cromatismo delator, de nuevo–), Hommage to 11M (homenaje levantado ante y contra la muerte, con etéreas almas suspendidas en el Cementerio Brompton de Londres) o Hidden Voices (sobre el maltrato cotidiano que sufren millones de niños en el mundo, contemplado a través de alegres vestidos infantiles torpemente mancillados, corazones capturados o flores marchitas); todas ellas, aunque no sólo, muestran otra característica común: la presencia de espacios interactivos, habilitados para depositar objetos, testimonios… El ara como elemento catártico. Altares en plural para conjurar angustias singulares. El horror. La indefensión. La incertidumbre.

En otras obras de Marisol Cavia, al intenso poder de la interacción, de la participación, se añade un amable sentido de la ironía, no exento tampoco de connotaciones rituales. Así se ha podido percibir en instalaciones como Infidelity, Chocolate Confessionary, Forgotten Languages o la más reciente Seamstress’s Nightmare. La artista ha modelado como barro los sentimientos contrapuestos de los espectadores, los ha convertido en material artístico y el resultado ha sido altamente emocional, rondando lo eléctrico, como eléctrico es lo blanco sobre lo negro o la sierpe de un rayo hendiendo un cielo denso y apagado. La infidelidad –que no es sino la cara oscura de la fe– se ha rastreado entre reliquias entregadas por sus protagonistas, a modo de religión caótica y un tanto heterodoxa; el chocolate ha servido para purgar el mal sabor de las palabras sustraídas, tatuadas por el cacao entre los labios tras el paso volitivo por el “confesionario”; cien gramos exactos de arcilla dan la dimensión precisa y las formas variables del amor entre las manos de quienes se han aprestado a moldear un corazón con semejante material; agujas de cerámica nos instan a coser los retazos de nuestra vida que aún permanecen pendientes de resolución; una trenza negra y larguísima ironiza sobre los convencionales caminos del amor y el papel entre pasivo y astuto de la mujer embalconada que ofrece su pelo como escala ritual de acceso a ella. Junto a estas intervenciones, otras apelan a aspectos más puramente “intelectuales”: Free Words (palabras que luchan como fieras aves contra los barrotes de una jaula), Esquilos Lejanos (de sesgo dulcemente documental), I Myself (miradas individuales asociadas a algún elemento significativo: un carné, un reloj, una carta…).

En estos y en todos los demás trabajos de Marisol Cavia late una carne sensible, receptiva, atenta –como el poeta, que decía Jean Follain– a la belleza del mundo, también a su dolor y a sus contradicciones. Hace algún tiempo escribí un poema sobre ese modo de vivir el arte que, en definitiva, es simplemente, un modo de vivir: Mudar la piel/ como un reptil,/ quedar en carne viva/ al sol./ Desear el salitre y su caricia/ de agujas amarillas.

martes, 31 de marzo de 2009

VICTORIAS PÍRRICAS

Quedaron en la tienda sólo Judith y Holofernes, desplomado sobre su lecho y rezumando vino. Avanzó ella hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes, tomó de allí su alfanje, y acercándose al lecho, agarró la cabeza de Holofernes por los cabellos y dijo: ‘¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este momento!’. Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y le cortó la cabeza, y saliendo entregó la cabeza de Holofernes a su sierva. (Judith 13, 2-9)

La dignidad conoce extrañas sendas. Entre un beso y una cabeza cortada sólo media algo de vino, una tela que resbala por un hombro y un ideal que espera cumplimiento. Mientras un general asirio, Holofernes, asedia Betulia con toda su artillería, la viuda del rey Manasés, caído en el cerco, pule sus armas en nombre del honor de un pueblo. Las lágrimas de Judith se transforman en cuentas de collar, sus ropas oscuras se transmutan en seda para el inminente sudario del tirano, sus gemidos de dolor se cubren con la pátina engañosa del placer –siempre embustero. El Antiguo Testamento no narra lo que ocurrió en la temible soledad de la tienda del campamento asirio, cómo se resolvió el encuentro entre el general y la heroína. Holofernes, ahíto de manjares y alcohol, conduce a la viuda a su cámara, a la misma mujer enemiga a la que convidó a cenar en su propia vajilla de plata. Según el relato bíblico, Judith entró en la tienda del caudillo por su pie y salió con la cabeza de Holofernes en las manos. En ese espacio muerto entre ambos hechos late una historia encubierta por las lonas de los aposentos del general decapitado, también por el pudor de la palabra en el texto sagrado: la literatura aquí exhibe maneras de celestina pérfida. Es más que probable que la heroicidad de Judith conllevara una contraprestación: no hay victoria absoluta, no hay honor sin una mácula en su fondo. No: no hay victoria sin tormento.
La representación de este instante en la pintura respeta la pudicia del discurso bíblico. Miguel Ángel, Mantegna, Tintoretto, Cranach, Goya, Klimt… muchos y variados han sido los pintores que han querido captar el momento crucial de la degollación. Sin embargo, dos son los que seguramente destacan sobre todos los demás: Caravaggio y Artemisia Gentileschi. En el lienzo de Caravaggio se da una singular circunstancia: en un primer momento, la Judith ejecutora presentaba los pechos al descubierto, pero posteriormente el artista milanés los cubrió con una delicada blusa, reduciendo con ello la violencia de la obra y también las historias paralelas sugeridas dentro del cuadro (si bien no renunció a la vieja criada, que más que una sierva se antoja una taimada trotaconventos). En la tela de Gentileschi late una terrible vivencia personal: Artemisia fue violada a los dieciocho años por un preceptor que su propio padre había contratado para que la joven recibiera clases de arte sin necesidad de acudir a los talleres, frecuentados por demasiados elementos de género masculino. Como en la profecía de Segismundo, el destino que se pretende eludir puede cumplirse aun en una cámara sellada. El proceso tras la denuncia fue largo y humillante: Artemisia fue acusada de licenciosa, sometida a exámenes ginecológicos en público y torturada para verificar que no mentía. La Judith que decapita a Holofernes tiene el rostro de la misma Gentileschi, y el tirano degollado presenta las facciones de Tassi, el violador infame; es evidente que su representación de la escena destila venganza.
Les propongo un diálogo: que hablemos acerca de estos cuadros. ¿Cuál prefieren y por qué? Para apreciarlos con mayor detalle, pinchen en la imagen de cabecera y aquí.
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martes, 24 de marzo de 2009

BESO ROBADO

En cualquier acto, el acto es una mera circunstancia, un accidente. Un acto no admite capacidad de trascendencia si no existe de por medio una señal que pueda considerarse secundaria; mejor, enigmática, secreta: una señal que en apariencia no lo sea. En esa señal oculta, camuflada, late algo parecido a la traición. Sólo en esa su esencia traidora, delatora, el acto se consuma. La delación fue la argamasa con que se maceró el mundo, que al séptimo día se desperezó a la vida sin sospechar que el breve acto de una recta entre dos puntos encarna únicamente una entelequia de la geometría.
El arte, que es un acto semejante al de la creación del mundo, lo es en tanto cobija delaciones en su seno. El espectador se ve súbitamente inmerso en una escena cretense: su misión es derrotar al Minotauro sin conocer su aspecto, descubrir en qué recoveco del sinuoso laberinto se aloja el monstruo cuya existencia da sentido al sacrificio de las vírgenes. El artista, Odiseo taimado al bastidor, se recrea en el engaño, ofrece pistas falsas, encubre el signo que realmente significa. Si la contemplación –la caza– es exitosa, el lienzo se descubre nupcialmente como acto de contenido pleno.
Me pregunto por qué me gusta tanto esta pequeña tela prerrevolucionaria, este Fragonard que narra una escena de género banal en unos cuerpos que en breve perderían su cabeza bajo el incisivo acero de la fraternidad. En el cuadro todo es pura ambigüedad, y mil microrrelatos se entrecruzan. La dama, ¿es dama o cortesana? Su rechazo, ¿es real o un mero gesto entre el temor, la sorpresa y la coquetería? ¿Se trata, como reza el título del lienzo, de un “beso robado”, o es una estratagema del pintor para aturdirnos? ¿Cómo ha llegado el mozo hasta los elegantes aposentos? ¿Se conocen la dama y el muchacho más allá de esa improvisada cámara amorosa o es ese encuentro el primero que se da en verdad entre ellos? Tal vez él ensilla a diario el caballo de la dama, y ella se apoya distraídamente en el zagal ruborizado para ayudarse en la montura. O quizá es que el jovenzuelo ha decidido al fin relegar la prudencia y poner a su amante en compromiso con un beso en escenario inconveniente. Porque no están solos: al fondo hay otra estancia ocupada por más damas, que hablan y juegan. ¿Es su juego clandestino, son maledicentes sus palabras? ¿Murmurarían de la azorada damita si supieran lo que ocurre en la cámara contigua? Seguramente todas ellas tienen algo que ocultar: sus intrigas las hermanan sin saberlo. El echarpe que cruza la tela une dos narraciones, dos mundos en apariencia distanciados y sin embargo próximos en sus pulsiones más bajas. Pero no. No es nada de eso. Hay algo que se escapa, que nos deja con el encantamiento de los labios en el aire como el aleteo de una promesa sin cumplir.
Ah, no: ahí está. Es ese pie, ese pie que, agazapado, mancilla ingratamente la seda fastuosa del faldón. En ese pie se anula la inocencia de la acción y esta adquiere su sentido verdadero. Esa pisada no es torpeza: es un acto insano de sutil dominación, la primera línea delatora de un relato de final infausto. No en ese beso: en ese pie todo acaba de empezar, todo está por escribir.

domingo, 15 de marzo de 2009

PUERTA DEL MUNDO

El 21 de junio de 1708, un viajero escribe una epístola a un amigo desde Hamburgo. Hamburgo, por aquellos años “puerta del mundo” –das Tor zur Welt–, invertía las riquezas obtenidas de las transacciones mercantiles en la protección y promoción de la actividad cultural, y más en particular de la musical: algo que en estos tiempos de pelotazos, sobornos, prevaricaciones, activos tóxicos y demás inmundicias bochornosas resulta impensable. En cambio, el caballero que se cartea desde Hamburgo con su amigo en el 21 de Junio de 1708 describe con entusiasmo que las nueve damas del Helicón encuentran fácil acomodo en esta ciudad donde resulta difícil elegir entre las habilidades musicales de Telemann, Keiser y “un tal Haendel”. Traduzco sus palabras:

“Me dijeron que hace poco tiempo un hombre joven atrajo la atención de esta ciudad con sus composiciones teatrales, un tal Georg Friedrich Haendel, quien recientemente se ha desplazado a Italia, bajo la invitación del Duque de Toscana, con el objeto de abordar los secretos de la Harmonia. En las casas de Hamburgo todavía se tocan algunas de sus piezas para clave y también algunas sinfonías que se hallan investidas de tal espíritu y pasión que le dejan a uno sin aliento.”

Veamos a qué se refería aquel caballero anónimo, ya que estamos en el “año Haendel”. Abróchense los cinturones:



Esta dominical mañana de sol no merecía menos que esto. Besos sinfónicos para todos.

jueves, 26 de febrero de 2009

LA ÚLTIMA PALABRA

En esto ando en estos días: descuido a los vivos por los muertos.

Pronto habrá libro... Primicia:

Hoc Anulina mei memorantur carmine Manes,
paruola quae uixi anno semisseque
sed mea diuina non est itera sub umbras
caelestis anima. Mundus me sumpsit et astra,
corpus habet tellus et saxum nomen inanae.

En estos versos se evocan mis Manes,
los de Anulina; fui tan pequeña
que sólo tuve vida un año y medio.
Pero sabed que mi alma celestial
no seguirá la ruta de las sombras.
El mundo me ha acogido, y sus estrellas.
Mi cuerpo es de la tierra. En esta roca
se custodia lo inane de mi nombre.
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Qui dolet interitum, mentem soletur amore.
Tollere mors uitam potuit, post fata superstes
fama uiget. Periit corpus, sed nomen in ore est.
Viuit laudatur legitur celebratur amatur
nuntius Augusti uelox pede cursor [...]
cui Latiae gentis nomen patriaeque Sabinus.
O crudele nefas, tulit hic sine crimine mortem
damnatus, periit deceptus fraude latronum.
Nil, scelus, egisti: fama est quae nescit obire.

Quien sufre por causa de la muerte, solaz halla
en el amor su espíritu. Mas aunque la muerte
pueda cercenar la vida, su fama supera
este destino. El cuerpo perece; el nombre
en las bocas se prolonga. Loado, leído,
honrado, amado, vive aún el emisario
augústeo, de pie veloz, latino en nombre
y sabino por su patria. ¡Oh, crimen cruel!
Sin tacha sucumbió a la muerte, por ladrones
engañado. Mas nada, asesino, arrebataste:
reputaciones hay que no saben qué es morir.

Pontia sidereis aspirans uultibus olim
hic iacet: aetherio semine lapsa fuit.
Omnes honos, omnis cesit tibi gratiae formae,
mens quoque eum uultus digna nitore fuit.
Tradita uirgo toris decimum non pertulit annu
coniugii, infelix unica prole perit.
Quantus amor, mentis probitas quam grata marito,
quam casti mores, quantus et ipse pudor,
nil tibi quod foedum, uitium nec moribus ullum,
dum satis obsequeris, famula dicta uiri.
Denique te, memet fatis odioque grauatum
dum sequeris, uidit Corsica cum lacrimis,
tu Treuiros pergens cursu subuecta rotarum,
coniugis heu cultrix, dura satis pateris,
te pater infestus genero cum tollere uellet,
temtasti laqueum si faceret genitor.
Cedite iam ueterum laudes omnesque maritae,
tempora nulla dabunt talia quae faciat.
Vir tuus ingenti gemitu fletuque rigatus
hos feci uersus pauea tamen memorans.

Poncia, cuya faz competía con las estrellas,
yace aquí; llegó como caída del cielo.
Su decoro se tradujo en sus hermosas formas.
No fue digna su cabeza de esplendor menor
que el de su rostro. Doncella fue entregada al lecho,
mas no llegó a cumplir los diez años de casada,
y pereció la infeliz dejando un solo hijo.
Cuán grande era su amor, cuán grata era al esposo
su honradez y su castidad y su pudor.
Nada hubo en ti que fuera vicioso o vergonzante,
antes bien, obediente serviste a tu marido.
Y al fin, siguiéndome, aun mal visto por los hados,
te vio sollozar Córcega, mientras hacia Tréveris
veloz te dirigías, en cura de tu esposo,
padeciendo en verdad las más duras situaciones.
Queriendo tu padre de mi lado arrebatarte
por odio hacia su yerno, intentaste el suicidio.
Esposas todas, loas de los antepasados:
callad. Ningún tiempo alumbrará mujer alguna
que haga nada semejante. En lágrimas bañado,
tu marido, con grandes gemidos, estos versos
escribí, invocando lo menor de cuanto fuiste.

Scripta manent.

miércoles, 28 de enero de 2009

GRAFFITI

Aquel hombre que apoyaba hace milenios sus manos en la piedra, que dejaba en lo rugoso el contorno de sus dedos y sus palmas con pigmentos carmesí, fue el primero de los poetas. Creyó por mucho tiempo que la bóveda de su caverna era la bóveda celeste, y que las figuras caprichosas que el agua adoptaba al morir en el aire eran estrellas, y que el sol era la grieta lejana por la que manaban la luz mansa que respiraba en su cerebro y las palabras que a oscuras escuchaba. Una suerte de amor circulaba en aquel cielo, otorgaba un curso venerable a aquel sole e l’altre stelle. En la noche, aunque en aquella concavidad de la tierra no hubiera apenas otra cosa que la noche, el hombre encendía una hoguera para diferenciar aquel tramo de tiempo del resplandor del día que jamás llegó a atisbar, y escribía entonces sus poemas, testimonios de su mundo reducido. Le gustaba ver palabras proyectadas por el fuego contra las paredes de la cueva, como el espectador de una revelación inusitada, como asistente admirado ante un mensaje sobrenatural, semejante al enigma de aquel dios del que había oído lejanamente hablar, aquel dios que escribiendo meros trazos en un muro había doblegado el gran poder de un reino infiel. El hombre abrigaba la esperanza, o algo que quizá se parecía y para lo que aún no existía término, de que aquellos fotogramas alumbrados tenían vida más allá de la pared donde las llamas los fijaban, de que aquellos versos no eran tan sólo espejismos o discurso breve de cenizas, así que con afán persistía en su parto de cadáveres, noche tras noche –que era como decir a todas horas–, ataviándolos con entusiasmo para su fúnebre cortejo, para su danza de la muerte en un tablero en blanco y negro; un tablero como una broma, como una abrupta carcajada de los dioses, como un simulacro de sombras condenadas a un jaque sin sentido, porque hasta para perder se necesita carne de verdad y una herida dolorosa por la que poder llorar.
Un día algo ocurrió. Sin saber cómo, el poeta tuvo constancia de su prisión, de su autoengaño, de su escritura apasionadamente inútil. La existencia encadenada y ficticia se le antojó un designio insoportable y cruel. Su encarnizado esfuerzo por salir, por saber, por sentir la caricia destructora del sol que habitaba más allá de la caverna, la sangre de sus venas seccionadas por el ansia y la locura, sus manos restregándose anhelantes en la bóveda: ese fue su último poema, escapado del antro de tinieblas. Un poema que, como la escritura lineal A, los expertos no han logrado aún descifrar.

martes, 13 de enero de 2009

O RUDDIER THAN THE CHERRY

Obligaciones que no se pueden soslayar me obligan a ausentarme de esta casa durante aproximadamente un mes. En esta ocasión, pues, les dejaré solos más tiempo del acostumbrado. Ya saben que pueden merodear por los aposentos a su antojo, mover los muebles, servirse té y naranjas, trepar hasta el desván y despertar a las arañas o aguardar desde los miradores al sol que desnuda el horizonte.
De todos modos, para no dejarles absolutamente abandonados, y aprovechándome de que este año tocará acordarse del Sajón (se cumple el 250 aniversario del fallecimiento del Maestro), les voy a regalar un aria, para que escuchen mientras espero que me esperen. Pertenece al II Acto de la ópera –o entretenimiento pastoril, según algunos la han calificado– Acis y Galatea, cuyo libreto (de Alexander Pope, John Hughes y John Gay, ahí es nada) bebe de la traducción que realizó John Dryden –ahí es nada, de nuevo– de Las metamorfosis de Ovidio. Sé que no es esta la más lograda de las óperas de Händel, sé que hay arias más electrizantes y emotivas en el repertorio del Maestro. Pero esta canción de Polifemo, ay esta canción de Polifemo… de interpretación terrible y cómica a la vez… es que me encanta. Hasta el regreso.

O ruddier than the cherry!
O sweeter than the berry!
O nymph more bright
Than moonshine night,
Like kidlings blithe and merry!
Ripe as the melting cluster!
No lily has such lustre;
Yet hard to tame
As raging flame,
And fierce as storms that bluster!

¡Oh, más roja que la cereza,
oh, más dulce que la mora,
oh ninfa, más brillante
que la noche iluminada por la luna,
alegre y feliz como los cabritillos!
¡Madura como el racimo tierno!
Lirio alguno tiene un lustre semejante.
¡Pero ella es más difícil de domar
que la enojada llama,
y fiera como tormenta desatada!


martes, 6 de enero de 2009

AMOR CORTÉS

La pareja de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí siempre ha sido contemplada por los investigadores con numerosas reticencias, que afectan a lo estrictamente privado de su vida matrimonial pero también a lo profesional, en concreto a la autoría de poemas o traducciones y asimismo a las relaciones entre ellos en este delicado ámbito. En estos días releía una preciosa edición de la correspondencia entre Juan Ramón y Zenobia que editó Manuel Arce en los años 80 en su Colección de Libros de La Isla de los Ratones, con prólogo del refinado crítico literario Ricardo Gullón. Le tengo particular afecto a ese volumen, más allá de su propio valor como epistolario, y como epistolario ya prácticamente inencontrable, porque fue un regalo personal de Manuel Arce.
Las cartas entre los dos novios pecan de una inocencia tan extrema como enternecedora, y se hallan bien surtidas de pequeños enojos y susceptibilidades (en especial por parte de Juan Ramón). También dan testimonio de una Zenobia esquiva en los comienzos, aunque caudalosa en su escritura epistolar, y de una apremiante y pragmática preocupación por la subsistencia económica. En todo caso, no deja de sorprender el tono discursivo de la pareja, con más peso testimonial que literario, pues tratándose de cartas de dos personas tan ligadas al ejercicio de la escritura, cabría esperar una mayor riqueza y densidad estilísticas. La lengua del amor desborda cualquier propósito de medición...
Zenobia murió en 28 de octubre de 1956, a los tres días de serle concedido el Nobel al poeta. Parece que Juan Ramón quedó sumido en una fuerte depresión, y que uno de sus refugios emocionales era la relectura de la copiosa correspondencia mantenida con su novia y esposa, aunque a veces esta actividad le alteraba de tal modo que los médicos le disuadían de llevarla a cabo. No es de extrañar: según se desprende de los propios Diarios de Zenobia, recientemente publicados, el difícil y obsesivo poeta de Moguer dependía casi absolutamente de ella en todo –en todo lo ajeno a su obra, por supuesto, que es como decir en prácticamente todo–. Juan Ramón Jiménez murió un año y medio más tarde, de una bronconeumonía, en el mismo hospital en que había fallecido su esposa.
Ambos trazaron recíprocamente una visión íntima del otro, más sintética en el caso de Juan Ramón. Estos peculiares "retratos" se encontraron entre la documentación que del poeta se guardaba en la Universidad de Puerto Rico. Sus prosaicos testimonios son más elocuentes de lo que a simple vista pudiera parecer…

Zenobia vista por Juan Ramón (manuscrito por Zenobia y firmado por Juan Ramón)
Zenobia: eres graciosa, intensa, encantadora; fina de cuerpo y alma; amas lo humano y percibes lo divino; sientes la naturaleza, la música, la pintura, la poesía, la filosofía, la historia, todas las artes y todas las ciencias. Eres buena compañera de hogar, de viaje y de trabajo. Siempre estás dispuesta a trabajar o a gozar. No eres interesada. Eres cumplidora, digna y generosa. No pides nada a nadie. Das todo. Te acomodas a todas las circunstancias y las resuelves alegremente. Ríes siempre, a veces por no llorar.

Juan Ramón visto por Zenobia (manuscrito por Zenobia, incompleto)
Juan Ramón, cuando está cerca, es todo ojos. Lo demás es un contorno armonioso que los acompaña, excepto la sonrisa, que casi puede igualarse con los ojos.
El mejor momento de Juan Ramón y el más largo de su vida es cuando está trabajando en su obra, completamente olvidado de sí mismo. Nunca es más feliz que cuando está escribiendo, corrigiendo, perfeccionando… Después de un gran día de trabajo, cuando se permite algún recreo, dice con satisfacción que ha podido gozar plenamente en el ocio porque ha cumplido bien con su trabajo antes.
Su carácter es del todo diferente en sus temporadas fecundas de lo que es en las áridas. No tiene términos medios, o está muy bien o está muy mal.
La única dolencia real física que le conozco la lleva con una extrema paciencia aún cuando en las etapas exacerbadas le produzca desaliento.
Sus defectos principales son el no aceptar casi nunca la responsabilidad de su culpa, por muy insignificante que sea, y la suspicacia para dolerse de cosas insignificantes. Además es muy egoísta, pero a medida que pasan los años, en este defecto que tanto lo dominó en su juventud, ha hecho un gran progreso: se esfuerza por recapacitar cuando se le advierte y procura y logra grandes mejoras. En esto verdaderamente ha ahondado mucho, sobre todo en las temporadas en que su vida es serena y tiene tiempo de pensar. En temporadas nerviosas no hace el menor esfuerzo por dominarse y llega a una crueldad increíble en el egoísmo cuando se trata de la manía especial en boga en el momento.
Al lado de esto es también de una generosidad emocionante en que todo lo quiere dar y en que le da una gran alegría el proporcionarle una satisfacción o gusto a cualquiera, aun cuando se trate de un desconocido...

jueves, 1 de enero de 2009

UNO DE ENERO

Para Rubén, Cristian, Antonio, Pablo, Elvira, Morgenrot, José Antonio y todos los que cuentan con habitación en esta casa.

Recuerdo que hace un año y un día, en 31 de diciembre, instaba a los lectores de esta bitácora al cambio, tras una tarde cinematográfica de melancolía y ensueño. Esta vez me encuentro ya en día 1, con una criatura entre las manos que se despereza con absoluta parsimonia. El Año Nuevo es un pequeño sol que quema sin saberlo, una esperanza de ser ajena a su propio nacimiento, también a su crecimiento y a su inevitable y pagana desaparición.
El 1 en cualquier calendario conocido es en definitiva una bisagra. Su propia forma lo delata y los romanos lo sabían muy bien, pues el 1 era el día de las puertas, del final y del comienzo, el día de Jano (Ianuarius > January o Enero) que regía el inicio y la clausura de la paz y de la guerra, el día del dios bifronte que miraba altivo hacia delante sin desechar la memoria humilde del pasado.
Si miro entonces hacia atrás encuentro episodios formidables, algunos de ellos no del todo indiferentes a las estancias de esta casa. Recuerdo la llegada de una pequeña con los ojos temerosos de la luz, que en este mismo día será el despierto pestañeo de su padre Rubén. Al otro lado del mar y prácticamente al mismo tiempo vivía Cristian idéntica ventura en otros ojos. Que sean dichosas Natalia y Valentina.
Otros hijos adquieren otras formas. Antonio y su grupo, Cinco Siglos, ha alumbrado una preciosa grabación de delicias barrocas entre la música y la literatura, entre Góngora y Goya, entre la tarantela y la seguidilla, que destila disfrute puro, además de constituir un necesario rescate de nuestro acervo musical menos conocido (a veces conocido pero mal tratado) y más sabroso. Antonio y su grupo empiezan a malacostumbrarnos a grabar discos con mimo, exquisitamente documentados –las notas de Antonio son de quitarse el sombrero– y con repertorios “muy nuestros” en el sentido menos palurdo de la expresión, extraordinariamente amenos y fresquísimos. Porque hay vida musical en España más allá e incluso más acá de Falla, aunque muchos no lo sepan.
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Otro acontecimiento es la resurrección cual ave fénix de la bitácora de Pablo J. Vayón, de quien lloramos con sinceridad en su tiempo el cese de El Festín de la Araña. De aquellas cenizas ha renacido en 2008 El Martillo sin Dueño, uno de los espacios de música más documentados y elegantes que se puede visitar en la blogosfera.
Y cómo olvidar las bitácoras de Elvira Coderch, Morgenrot y José Antonio Gómez, que Jano vio aparecer en 2008 como espacios cálidos que siempre acogen con ternura al visitante. De los partos propios no hablaré, que ya lo hice en su día y no es cuestión de repetirse en 2009 sin méritos renovados... En eso precisamente estamos.
A todos ellos, y a todos los que cada día pasan por aquí, por tanta luz, por tanto nacimiento, por tanta generosidad “sin ánimo de lucro”, les dejo la banda sonora de un espectacular alumbramiento: el de Polymnía, la personificada poesía, centro y origen de cuanto late iluminándonos el mundo, vista por Rameau en una partitura inolvidable. Felicidad… y miremos ya hacia lo que empieza. Audaces Fortuna iuvat.