lunes, 28 de enero de 2008

UN DIARIO

En estos días me ovillo en la canción de hilo que devana un animal extraño: se trata de un Diario. El libro ha llegado hasta mis manos como sirena adormecida, varada en cualquier playa, maltrecha por el fluir de las mareas; sirena escriba de epístolas caligrafiadas con amor y sin destino, sirena de cabellos devorados de sargazos y de labios cercados por tonadas mudas que no llegaron a extraviar a navegante alguno. El Diario es baja lira con que tañe la música feroz que acecha en los mástiles vacíos; la música, también, del niño que finge la muerte -como cuenta DeLillo que hicieron en su infancia Thomas Bernhard y Thelonius Monk- atrincherado en un oscuro camarote embestido por el sonar de las olas memoriosas.
Las palabras de un Diario circundan al lector con la presión suntuosa de la liga en una media negra de mujer, su elocuencia demorándose en el muslo poderoso, descendiendo hasta el tacón, la aguja en que la pierna desafiante se entrega, al fin, y se desmaya. Los recuerdos de un Diario se recrean en la carne que palpan, que recorren, y a la vez nos dan la espalda, como el hombre que se aleja para siempre en la cadencia sepia de su abrigo, robando en su maleta el eco de unos pasos, de unos besos de carmín en una blusa agonizante en el confín del vestidor.
Naturaleza muerta, hermosura entomológica de mariposa inmóvil, traspasada, sufriente. Aquella imagen forense de Buñuel. El escritor es el muerto en su escritura, dejó dicho Foucault. Las escamas fechadas, clasificadas y ordenadas del Diario desgranan una piel confusa y dolorosamente demudada, la piel que en su abandono deja a un ser en carne viva alanceada por el sol –ese sol que quema y saja, como abrasa el fulgor secreto de un poema– para nacer en otras alas, otro vuelo: el que ahora se custodia con sagrado temblor entre mis dedos.

domingo, 20 de enero de 2008

BLANCO Y NEGRO

Los confines son previsibles, calculables, numéricos, también capciosos, como una estadística, que encierra en sus fórmulas el error y su envés –algo parecido a la posibilidad de que exista la verdad, y sobre todo de que sea mensurable–. El paisaje que se abarca con la vista bien puede ser un tablero de ocho por ocho, una prosecución de casillas en blanco y negro, como ojos abiertos y cerrados que se alternan. El tablero es un enigma no resuelto, una cortina entreabierta: de no haber verja palpable, las casillas podrían ser no sesenta y cuatro, sino ochenta y una o cien o ciento veintidós o un múltiplo simplemente impronunciable, como la cantidad de grano que obtuviera Sissa de su rey. El tablero es un pedazo infinitesimal del mundo, es un destello fractal de una sucesión que podría ser interminable –nunca eterna–, es una pesadilla que Escher se apresura a destruir derribando los límites y transformándolos en pájaros, castillos, figuras mitológicas que se pierden en el no dejar de ser.
Por esa utopía inacabadamente misteriosa que aun siendo no acaba de hallar su lugar, el número es la muerte y el tablero su emisario más perverso. El tablero es la escala del amante que con peldaños contados piensa alcanzar en breve el rostro amado y en cambio ve cómo a un solo paso se aleja su gesto cuando interviene la guadaña aleatoria de la Dama. El tablero es la promesa de un combate perdido de antemano. Lo sabía Jorge Manrique al poner su vida en él. Lo sabrá más tarde el hidalgo Antonius Blok al jugar su primera y última partida de ajedrez. Lo supo antes que ambos el Rey Sabio: su postrer libro, escrito poco antes de morir, fue el Libro del axedrez et tablas… Quizá incluso ya pensaba en ello el césar cuando dijo “la muerte está echada”; siempre he creído que la confusión convencional de la m por la s no puede ser más que el apócrifo de un fascinante escriba usurpador…
Según Hegel, el hombre es el animal que reúne en sí las cualidades de la muerte y la palabra. Die Fähigkeit des Todes… La muerte decretada por los números evita la adquisición de reflejos condicionados en el hombre (es decir: la indiferencia ante lo que no es preciso adivinar) con la ficción cruel del tablero y su taimada cháchara. En ese diálogo –albus nigro lupus– el jugador (el prisionero, le llamaría Omar Khayyam) ensaya estrategias, aperturas, defensas invariablemente reiteradas. El final de la conversación es de todos conocido.

viernes, 11 de enero de 2008

LA MUERTE Y LA DONCELLA

Animales breves que se desperezan. Los elegantes grafemas alumbrados por Claude Garamond para la imprenta real de Francia ("Les Grecs du Roi", como detalla Juan Manuel Macías en su hermosa bitácora) semejan cuerpos elásticos poseídos por una voluptuosidad bizantina, por esa etérea levedad de que se vanagloriaba la dignidad imperial en el Oriente al saberse atisbada tan sólo tras un velo. La carne y el misterio cohabitan en esa danza tan sacra como mallarmeana del noir sur le blanc. La anakalypsis o retirada del velo significaría el desgarro insolente del hechizo, la mancilla del virginal atavismo escriturario.
La caligrafía es una historia que se fragua entre las miasmas del tiempo, es una vida con desvanes atestados de cadáveres y también de brotes promisorios; es un jardín de senderos que se bifurcan en el que siempre se remansa la duda de la elección, de la posibilidad no consumada; es la lenta circulación de la sangre en las manos del divino escriba; es la savia absorbida con dolor por el papel desde el rasgueo punzante del cálamo asesino. La caligrafía puede ser también un presente, un regalo cuidadosamente demorado para suscitar en el otro, a quien amamos, un instante sin respiración ni arena, una espera ritual que se quiebra sólo en la lectura de una dedicatoria manuscrita en la primera página de nieve de un libro de poemas. En esos trazos equívocos se encuentra el alma trémula de la escritura, la refutación de la caverna... o su vindicación, tal vez: el derecho a la sombra y al sueño, al engaño y al error.
La minuciosa ságoma con que se encauzan las masas y lo particular se execra ha promovido un edicto de muerte en letras de molde contra la insurrecta escritura manual. La caligrafía es un animal herido con sentencia de ejecución al acecho. La letra acuñada y envasada siempre ha estado de la parte del poder y de la ley, en contra de la otra, la manuscrita, la de las cartas de amor o los poemas desbaratados, la encubridora de secretos, la no siempre legible, la, por ello mismo, libre. De ese singular combate entre la Muerte y la Doncella que Verlaine no supo resolver, emerge la blanca mano tejedora que con pluma garabatea la encendida arenga de su réquiem, su victoria de tinta conquistada como el fuego irreductible de los dioses.