domingo, 28 de junio de 2009

Y MÁS...


Javier Almuzara desde OviedoDiario escribe

MI ÚLTIMA PALABRA

Para el espíritu romántico, la poesía es el alma de la Creación, y su poder genésico es indestructible. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía. Al disolvente humor contemporáneo le gusta invertir los términos de las más altas sentencias; y a su juicio parece inapelable que los irreductibles son los vates. Podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas. Yo me inclino por una solución de verdad que no condescienda ni al ingenio hueco ni al ingenuo Bécquer. Podrá no haber poemas, pero siempre habrá poesía. Porque la poesía es una urgencia del lenguaje que se manifiesta de incógnito en la prosa digna de tal nombre y en la conversación que aspira a hacer luz con la palabra; porque la Creación no está acabada, y en la elipsis del séptimo día caben todas las formas de mirarla; porque la vida no está perdida mientras la piedra deje fiel testimonio de su ausencia.
Hoy es un poema transparente que deja en el aire su cálido mensaje. Hoy pienso que la felicidad hace buenas migas con el mundo en su estado natural. El día es un regalo del cielo envuelto en papel amarillo, como dice tocada por la luz Silvia Ugidos en “Un trozo de verano”. Brilla la mesa del café abierta a una lúcida conversación, el humo del último cigarrillo baila su agonía como si estuviese desperezándose del sueño de la ceniza, y la gente pasea aureolada por esta tarde en que la luz protege a todas sus criaturas. Yo miro el mundo con un asombro antiguo, y Bécquer vuelve a tener razón. En la luminosa absolución del día no siento el peso de mi conciencia. Camino aliviado y feliz, como el necrólogo Pereira en el alba de su nueva vida, y busco mi rincón favorito para apurar hasta el último trago el licor traslúcido de una jornada que, desde primera hora, se me ha subido a la cabeza. El esfuerzo de la altura, esa inevitable disciplina artística, me lleva a los jardines de la Rodriga donde, sobre el mantel verde, las copas de los árboles aguardan para ofrecerme el brindis más encumbrado del día.
Llevo conmigo el memorioso ipod, ese aleph musical que me lleva, por la segura guía del azar, a donde estoy. Me siento en el primer banco y escucho al alzar la vista “Questo è il cielo de’ contenti”, el coro feliz de los huéspedes embrujados en la isla de Alcina. Detengo la magia (anticipando el desengaño del amor que pone fin al encantamiento) porque, cuando el día acompaña, la soledad y el silencio hacen buena pareja.
Hasta el Paraíso me he llevado algún libro, o no sería tal Paraíso. Las almas bendecidas son los ciudadanos de ese reino, así que me recreo con La última palabra, un breve compendio de epitafios clásicos latinos versionados por Ana Rodríguez de la Robla, y la más reciente antología de la obra poética de Víctor Botas. En la edición de Luis Bagué Quílez, los poemas de Botas se leen como si fueran inéditos. La responsabilidad de esa sorpresa es compartida. Por una parte, las botescas Historias con Historia se agrupan temáticamente creando asociaciones nuevas entre poemas viejos; y por otra, el lector renueva su asombro cada vez que acaricia versos como estos: “Debéis guardar silencio: Se ha dormido / tan dulcemente el Tiempo entre mis brazos”.
Verso es lo que vuelve. Escribir en verso el epitafio es una declaración tácita de fe en la vida. Desde mi luminosa felicidad, tan lejos del sueño sin sueños, pienso que la muerte es el hecho capital de nuestra historia, y hay que saber cantarla. En cuanto adquirimos esa sombría certidumbre y aceptamos que todo dejará de ser, todo se reduce a evitar que deje de haber sido. Contra el olvido, que es la podredumbre del alma, se alza la conversación obstinada y sentenciosa de los muertos.
Antes de darle a Ana Rodríguez de la Robla “la última palabra”, acaricio la lápida que ilustra la cubierta del libro y me armo de ironía, la luz indirecta de la inteligencia, para entrar en su noche. No espero nada original, porque la originalidad es una superstición contemporánea. El pasado la olvidó ya hace tiempo, y el futuro no cree en ella. Anticipando el retórico cursus honorum de los muertos, recuerdo que para Ambrose Bierce un epitafio era “una inscripción funeraria que demuestra cómo las virtudes adquiridas por la muerte tienen efectos retroactivos”. A pesar de todas las prevenciones, me deja de piedra el aliento helado de esas vidas hechas polvo. Hablan de alegrías pasadas y dignidades aún presentes, de hombres y mujeres enterrados junto al tesoro de su buen nombre, de padres llorosos e hijos añorados, de muertes prematuras y vidas incompletas, de suspiros de alivio en la posada de las almas y de advertencias para el que aún está en el camino…
Ensayo mi propia versión de uno de ellos: “Estando rebosante de dinero y salud / nunca te faltarán amigos. De otro modo / no te conocerá nadie en ninguna parte. / ¿Para qué los convocas a tu fiesta? / Así no se conoce a los amigos. / Cuando caigas enfermo / sabrás quién te mentía estando sano. / Este umbral es la prueba concluyente, / la más justa balanza de la vida. / Muchos han evitado las exequias. / Aquí es donde se ve la piedad verdadera. / Sólo merece ser considerado amigo / quien hace el bien a quien no puede devolvérselo”.
Dejo la música del verso para volver a la poesía de la música mientras leo los últimos renglones de la tarde. La avanzadilla del aire nocturno le susurra intimidades al oído de las ramas, que acarician con sensual indolencia a su interlocutor; y el sol, ruborizado, espía el encuentro desde la mirilla menguante del crepúsculo. Alguien va echando un lento telón al horizonte. Se acabó el espectáculo.
Al levantarme, observo que mi sombra se alarga como si la tierra estuviera tomándome las medidas. Desaparece el reino del placer que la música y la luz mintieron para mí. Mañana el tiempo volverá a engañarme con su ilusión de continuidad ¿O es ahora cuando me engaño? Se está haciendo de noche. La luz se queda en nada, y yo vuelvo algo sombrío a casa. Bebí hasta las heces la copa del instante. Era un gran reserva de alta graduación. Ahora pienso en cierto remedio natural para mi súbita melancolía. Y, por extraño que parezca, me alivia su ácido consuelo: “¿Será la muerte, al fin / quien me venga a librar / de este miedo a morir?”

Cosas de la amistad sin conocernos. Gracias, Javier.

lunes, 22 de junio de 2009

GRATIAS AGERE

Columna de Vicente Gutiérrez Escudero sobre QVORVM en el diario El Mundo.

(Para ampliar, pinchar en la imagen)


sábado, 6 de junio de 2009

AL OTRO LADO

Te expulsa en ocasiones de su cámara. Eres el amante repudiado, el cónyuge que ruega al otro lado de la puerta la mirada redentora, la mano cuyo tacto salva el mundo.
Me envías a la sima del silencio, purgo en ella un pecado funesto, un delito del que se hallan excluidas las palabras. Pasan nubes de grafito ante mis ojos; su estela es un discurso devanado por el viento. Sólo un lápiz me podría alejar de la locura, sólo un lápiz cuya cháchara es un río devorado entre la selva. Una sierpe de escama mancillada por la tierra.
Paraíso perdido. La escritura. Al otro lado.

viernes, 5 de junio de 2009

QVORVM 6

No se aprecian bien los zapatos rojos que le gustan a Only, pero...
Fue una bonita fiesta. De ello pueden dar fe quienes asistieron.
Y un nuevo QVORVM en la calle.
Con un abrazo para todos los lectores.
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(Pinchando en la imagen pueden ampliarla).

miércoles, 3 de junio de 2009

MÁS LECTURAS

Y como prosiguen las lecturas de amigos, que además se toman el tiempo de escribir unas líneas, pues nueva entrada dedicada a La Última Palabra, que por fortuna está generando muchas, muchas más palabras...
A continuación puede leerse el texto Poesía del Silencio, del que es autor Fernando Llorente:

"El día 17 del pasado mes de mayo estas mismas páginas [del Diario Montañés] acogieron una, tan extensa como intensa, entrevista a Ana Rodríguez de la Robla, con motivo de la reciente publicación de su obra La última palabra. En ella afirma la poeta, dándole el titular al entrevistador, que “quien no sabe mirar a los clásicos está negando su presente”. El alcance del aserto es limitado, por cuanto lo en él sentenciado sólo puede ser aplicado con justicia a quienes estando en condiciones favorables para saber mirar de frente, dan la espalda a los clásicos. Y no son tantos, cada vez menos. Son ya varias las generaciones de españoles a las que se les ha negado su presente desde que se ninguneó el latín en los planes de estudio. La “Cultura clásica”, asignatura alternativa opcional, de corto recorrido, fue concebida para abortar, privada del soporte de su lengua propia. Como le ocurriría a cualquier cultura.
Pero sí debemos darnos por aludidos quienes, pudiendo y sabiendo, adolecemos de escaso interés y/o falta de ganas. Ana ha hecho el trabajo para que, desperezados, nos asomemos al pozo de unas palabras escritas sobre piedra en latín, que ha traducido al español sobre el papel y, así, ha compuesto un exquisito libro que la Editorial Icaria ha tenido el acierto, para mayor gloria de su colección de poesía, de publicar, con el asesoramiento literario de Concha García y Juan Antonio González Fuentes.
Si quienes, atentos, además de saber y querer mirar, quieren y saben oír, escucharán el recital de poesía del silencio, que en su descanso eterno ofrecen sin descanso los muertos. A veces con voz que grita la piedra para ser escuchada, siquiera al paso. En Ana y en su obra poética habita la voz de los clásicos, y su silencio. No importa si dicha por egregios personajes o por romanos de a pie. De 60 mortales son las palabras postreras que lamentan una muerte temprana, o que claman venganza, o que reclaman complicidad, o que vieron en la muerte una respuesta a la soledad, o que retan a la muerte con el amor, o que…no voy a entrar en explicaciones, comentarios y precisiones que la propia Ana expone, con distinción y claridad, en el prólogo.
Son 60 epitafios, seleccionados por la autora, en los que ha volcado su amplio y solvente saber sobre el mundo y la cultura clásicos, y su depurada y contrastada sensibilidad poética. Pero ni esa sensibilidad ni ese saber habrían salido a flote en la blancura de las páginas navegadas por los restos de 60 naufragios, si Ana no hubiera sabido ni podido sumergirse en los profundos y olvidados pecios del latín. Es también la filóloga que bucea segura entre ellos, con el oxígeno de sus conocimientos y las aletas de su voluntad. Sabe y puede, luego quiere.
Quienes tuvieron la suerte de ser instruidos en el latín durante varios cursos de aquel largo bachillerato comprobarán lo que digo. Ana traduce sin cometer traición alguna. No transmite algo que el difunto no quisiera legar. Ni le hurta ni le da. Lo dice de otra manera, no sólo porque lo dice en español, sino, y sobre todo, porque con cada motivo compone un poema, por mejor decir, hace poesía, con palabras tan sencillas como antiguas, fieles a su parentesco. Quienes los lean sin mirar, al menos de reojo, los textos en latín no podrán ser conscientes de la dificultad del empeño, tampoco de valorar cumplidamente el resultado. No sólo no traiciona Ana los originales al traducirlos, sino que los engrandece, engarzando en ellos elegantes matices y alumbrando bellas y sentidas imágenes.
Nadie muere del todo hasta que se extingue la última memoria que le recuerda. 60 individuos desconocidos del Mundo Antiguo dejaron sus últimas palabras escritas en piedra para eso, para que alguien se encontrara con ellas, y salvarse del olvido. Con La última palabra Ana Rodríguez de la Robla ha contribuido a abrirles infinitos espacios para la supervivencia. A sus lectores nos ayuda a rescatar nuestro presente."

Y por su parte Antonio Tello, amigo asiduo de esta casa, se expresa en una de sus bitácoras en los términos siguientes:

"Cuenta una leyenda que al morir Beda uno de sus discípulos empezó a escribir su epitafio: Hac sunt fossa Bedae...ossa, pero que, agotado por el inútil esfuerzo de hallar el final adecuado, se durmió. A la mañana siguiente, cuando despertó, el monje vio con asombro que alguien, acaso un ángel, había escrito venerabilis. En el epitafio el adjetivo se unió al nombre y así es como aquel espíritu del siglo VII, que Dante reconoció formando una corona brillante (Paraíso, X), ha atravesado los siglos para que lo conozcamos como Beda, el Venerable. Ana Rodríguez de la Robla, poeta, filóloga e historiadora española, ha oficiado de antóloga, traductora y editora de La última palabra (Icaria, 2009), un libro que reúne «los últimos poemas -las últimas palabras- con que un puñado de hombres y mujeres que existieron quisieron se recordados y revivificados», como ella afirma en el prólogo.
La palabra, la palabra escrita, se reivindica como último recurso contra el olvido, para quienes han emigrado hacia ese «lugar donde acaba la muerte», como escribió Nezahualcoyotl, poeta, filósofo y soberano de los aztecas. A través de la palabra labrada en la piedra y desde «el firme apretón de la tierra», el difunto apela al diálogo con los vivos -viajeros, caminantes, paseantes casuales- a quienes se dirige en sucintos versos para informar de lo que fue -Aquí estoy enterrada, sierva minúscula. / Me entregué con seriedad a mi deber / de trabajar la lana...-, de la causa que lo arrojó a la tumba - Por seguro ten que aquí me encuentro / -nunca el valor se deja amedrentar- /por vengar a mi hijo, que está muerto-, de los errores cometidos, de la satisfacción de haber vivido o bien, con socarrón humor o ironía, para invitar al ocasional interlocutor a visitar su morada -Escucha caminante, si quieres ven adentro / hay aquí una tabla en bronce que todo lo explica- o simplemente a que no la ensucie -Viajero, en esta tumba no te orines.
Con La última palabra, De la Robla nos acerca desde el latín una selección de sesenta epitafios en versos recogidos en la voluminosa Carmina Latina Epigraphica, realizada por Franz Bücheler entre 1895 y 1897 y continuada por Ernst Lommatzsch, según ella misma informa en el prólogo. Es un trabajo serio y riguroso que nos revela el postrer intento humano de resistir la erosión del tiempo, el caer en el olvido, inscribiendo su nombre y, en pocas líneas, lo que su vida tuvo, a su juicio (o de sus deudos), de recordable, para hacer que lo perecedero y la eternidad comulguen en la renovada memoria de los vivos."