sábado, 23 de marzo de 2019

EXPECTACIONES DISMINUIDAS

La nueva programación del Palacio de Festivales ha llegado esta temporada salpicada de una serie de expectativas que en un principio parecían satisfactorias y por el momento, muy al contrario que en el célebre título de Dickens —Great Expectations—, se están viendo un tanto disminuidas.
Ocurrió la pasada jornada, dedicada a las músicas del Nuevo Mundo de Patricia Petibon, que en realidad sufrimos músicas sin ton ni son, más atentas —a pesar de los esfuerzos técnicos e instrumentalmente valiosos de La Cetra Barockorchester Basel— a las bufonadas de la cantante francesa que a un merecido y esperado mejor desempeño. De aquello salimos alicaídos y con la idea de una casual velada mediocre, algo de lo que ningún auditorio está libre; pero he aquí que esta noche se nos vuelve a caer un mito demasiado importante como para tomárselo a la ligera. Me refiero a la versión de El corazón de las tinieblas del polaco Joseph Conrad, una obra sustancial en la vida de su autor, que lo transformó radicalmente en múltiples aspectos, y en la nuestra, pues su búsqueda —de la verdad y de la esencia del mal—, su siniestro personaje principal y su reivindicación ético-moral es un autentico referente en nuestra cultura literaria —e incluso cinematográfica, gracias a esa cinta maestra llamada Apocalypse Now—; obra de la que nos ha ofrecido su peculiar versión y dirección Darío Facal.
Tengo la impresión de que la maestría de la obra de Conrad es empleada benignamente por Facal como método para llamar la atención sobre un genocidio brutal que se ha venido ocultando durante décadas por motivos económicos y políticos —las atrocidades incalificables de Leopoldo II de Bélgica, aparte de exterminar a diez millones de congoleños, pusieron la primera piedra para el expolio del marfil, del caucho, de los minerales tecnológicos, de los abusos insoportables de las farmacéuticas… por no mencionar la cantidad de intereses espurios que siguen explotando en aquella tierra maldita la mayoría de países europeos—. Facal pone también el dedo en la llaga en una cuestión interesante: cómo el método de ejecución de tales atrocidades —muertes, castigos corporales implacables, desfiguraciones, amputaciones de manos y pies a los congoleños esclavizados— se traducía en sutilezas en el mundo occidental: el marfil obtenido con tan infames procedimientos se empleaba en realizar deliciosas figuras decorativas o las teclas de los pianos más sublimes. 
En este sentido, aparte de otros recursos dramatúrgicos, el director parte por un lado de la típica contraposición entre civilización y barbarie —escenificada en los pasajes del Génesis y la expulsión del Paraíso, en la contraposición del refinado estilo de vida occidental con el forzosamente salvaje de los indígenas y sus músicas y sonidos respectivos (piano y percusión)— y de la exposición de una serie de textos de autores diversos (Montaigne, Lévi, Diderot, Nietzsche, Sade, Solzhenitsyn…) en los que se plantea la no siempre grata realidad dual del ser humano: un ser en el que confluyen las personalidades de víctima y verdugo simultáneamente, o un ser que puede justificar las acciones más infrahumanas en pro de un bien superior.
Así pues, la propuesta de Facal logra éxito en su propósito —que apoya además gráficamente con proyecciones de retratos de Leopoldo II o Conrad y, sobre todo, de decenas de congoleños reales, encadenados y torturados—, pero no acierta tanto en lo que se suponía que nos prometía la obra: El corazón de las tinieblas. No me parece mal que un director quiera hacer un planteamiento didáctico a partir de una obra ajena, pero eso es algo que siempre debe advertirse al espectador incauto. Las explicaciones iniciales —parcas, por lo demás— acerca de quiénes fueron Leopoldo II o Conrad son totalmente prescindibles. La sucesión de rótulos finales en que se amalgaman sin pausa las diferentes consecuencias de la expansión colonizadora de los belgas —et alii—, entremezclando cuestiones bélicas, políticas, económicas y éticas en absoluto anacronismo precipita y hace caótico un final que mereció ser más meditado y mejor. Las aspiraciones cinematográficas y/o documentales suelen lastrar las obras de teatro. Es algo que ocurre cada vez con más frecuencia y esta no ha sido una excepción: proyecciones y amplificación de sonido cayeron en el exceso y nos alejaron de las tablas.
En suma, la traducción al drama de El corazón de las tinieblas se nos quedó corta como obra per se, con desigualdades notables en el ritmo —un inicio con saltos incoherentes y un final interminable— y una ausencia de palpación de ese sórdido «horror» que Conrad tan bien nos transmite, a pesar de los contrastes de iluminación diseñados por Manolo Ramírez y los esfuerzos de los actores, más o menos correctos en su desempeño.