Hace no demasiados días le regalaba a un apreciado amigo bloguero una frase del enorme Hugo de Hofmannsthal: “Sobre transformaciones camina nuestro placer más intenso”. La afirmación de Hofmannsthal arroja luz sobre la repercusión de la transformación y sus meandros en el paisaje emocional, pero parece obvio que la transformación es asimismo un elemento inmanente en lo que al arte se refiere. En todos los artistas que realmente lo son esta vivencia está presente. Cuando Hofmannsthal escribía esto se hallaba inmerso –en Viena– en un proceso de cambios políticos y humanos que acabarían por conducirle a la muerte inmediata tras el suicidio de su hijo; una forma peculiar de intensidad, que se contagió profusamente a otros habitantes de su espacio y su generación (el suicidio como rebelión contra la decadencia en derredor, que postuló Karl Kraus, aunque él –lúcido en exceso– no llegara a practicarlo).
Tras un siglo XX específicamente turbulento, los estados alemán y austriaco continúan como pocos desasosegando a sus escritores y artistas, colocándolos en esa cuerda floja y fascinante que es la pasión insuflada por la trastienda oscura de la transformación; y entre ellos Anselm Kiefer ha traducido, igualmente como pocos, la turbación del perder pie, del habitar una tierra que no existe, del pensar con palabras que el viento de la Historia desmorona.
La obra de Kiefer –espléndida la exposición retrospectiva de sus últimos diez años, que se exhibe en el Guggenheim de Bilbao hasta septiembre– se yergue brutal y delicada, contundente y sutil, densa y frágil en extremo. Kiefer es un maestro del oxímoron, y por ello sus obras se nos muestran rebosantes de materia que no obstante flaquea y se pliega ante la acción natural (las piezas se someten con frecuencia a la intemperie, para que los fenómenos meteorológicos realicen su trabajo inexorable y aporten su huella de óxido, disoluciones, desgarros y fracturas): algo que es connatural al propio desarrollo de la Historia, cuyo curso derrota las más sólidas acciones y deja al Hombre desnudo y solitario ante sí mismo. Si este es el proceso en lo formal, en el discurso de la obra el trayecto es similar; el hilván aéreo del lenguaje se contrapone a la dureza sin revés del contenido, y así, de la exquisita intelectualidad del poema o el símbolo se transita a la implacable violencia del mensaje: el poema que nos habla de la muerte, el símbolo que nos pone el horror ante los ojos, la escalera alígera que se quiebra y sepulta en su caída cuanto está bajo de sí.
Cuando Kiefer irrumpió con fuerza en el panorama artístico internacional corrían los años 70. La crítica acoge con los brazos abiertos las supuestas reflexiones sobre el nazismo y el holocausto que Anselm Kiefer lleva a cabo en sus obras, en especial a partir de su célebre Héroes espirituales de Alemania (1973); qué decir de esta monomanía que todavía nos sigue persiguiendo. De todos modos, los asertos de la crítica –que también hablan de un supuesto neoexpresionismo de Kiefer (¿?)– deben tomarse estrictamente en lo que valen –que no es mucho–, ya que en la actualidad deploran que Kiefer se haya apartado de su habitual preocupación por tales temas, en tanto que sus obras están cuajadas de poemas de Celan o Bachmann y de referencias a Nietzsche y Heidegger. Me reiría si no fuera que me vence el llanto… porque mira que tiene delito ignorar –verbigracia– el significado de la nieve en la poesía de Celan. En cualquier caso, al margen de que los críticos de plástica lean poca filosofía y no lean poesía en absoluto, me parece que el problema radica no tanto en la explícita identificación de tales temas como en el hecho de que en realidad Kiefer reflexiona sobre la historia alemana, sí, pero también y sobre todo acerca de los vaivenes y las huellas de la Historia, con mayúscula; de donde se explican con total coherencia otras alusiones intelectuales como el mundo clásico, la mitología nórdica, la cábala o un tratado de botánica, no circunscritos al restringido ámbito de lo germánico.
Kiefer hace suya la obsesión de Hofmannsthal –la atracción insana de la decadencia–, aunque menos con palabras que con hechos. A Kiefer se le deteriora el más sólido hormigón (Merkaba), se le diluye la belleza en el tiempo presente (La Cabellera de Berenice), se le evaporan las cabezas de las grandes damas de la iconología occidental (Claudia Quinta). Kiefer se esfuerza en modelar el plomo, en convertirlo en tersas sábanas para las camas de una morgue (Mujeres de la Revolución, a partir de Michelet). Kiefer trabaja con el fin en sus múltiples maneras, con el escombro de la vida. Ya lo advertía Gottfried Benn: “quien es partidario de las estatuas debe serlo también de los escombros”. De unas y otros Anselm Kiefer sabe mucho.
Ante el escombro en derredor, una esperanza: mirar al cielo, arraigar en el infinito caos de las estrellas (Sternen Lager) y ser un número, tan sólo un número, pero con sentido, tal vez enamorado.
Tras un siglo XX específicamente turbulento, los estados alemán y austriaco continúan como pocos desasosegando a sus escritores y artistas, colocándolos en esa cuerda floja y fascinante que es la pasión insuflada por la trastienda oscura de la transformación; y entre ellos Anselm Kiefer ha traducido, igualmente como pocos, la turbación del perder pie, del habitar una tierra que no existe, del pensar con palabras que el viento de la Historia desmorona.
La obra de Kiefer –espléndida la exposición retrospectiva de sus últimos diez años, que se exhibe en el Guggenheim de Bilbao hasta septiembre– se yergue brutal y delicada, contundente y sutil, densa y frágil en extremo. Kiefer es un maestro del oxímoron, y por ello sus obras se nos muestran rebosantes de materia que no obstante flaquea y se pliega ante la acción natural (las piezas se someten con frecuencia a la intemperie, para que los fenómenos meteorológicos realicen su trabajo inexorable y aporten su huella de óxido, disoluciones, desgarros y fracturas): algo que es connatural al propio desarrollo de la Historia, cuyo curso derrota las más sólidas acciones y deja al Hombre desnudo y solitario ante sí mismo. Si este es el proceso en lo formal, en el discurso de la obra el trayecto es similar; el hilván aéreo del lenguaje se contrapone a la dureza sin revés del contenido, y así, de la exquisita intelectualidad del poema o el símbolo se transita a la implacable violencia del mensaje: el poema que nos habla de la muerte, el símbolo que nos pone el horror ante los ojos, la escalera alígera que se quiebra y sepulta en su caída cuanto está bajo de sí.
Cuando Kiefer irrumpió con fuerza en el panorama artístico internacional corrían los años 70. La crítica acoge con los brazos abiertos las supuestas reflexiones sobre el nazismo y el holocausto que Anselm Kiefer lleva a cabo en sus obras, en especial a partir de su célebre Héroes espirituales de Alemania (1973); qué decir de esta monomanía que todavía nos sigue persiguiendo. De todos modos, los asertos de la crítica –que también hablan de un supuesto neoexpresionismo de Kiefer (¿?)– deben tomarse estrictamente en lo que valen –que no es mucho–, ya que en la actualidad deploran que Kiefer se haya apartado de su habitual preocupación por tales temas, en tanto que sus obras están cuajadas de poemas de Celan o Bachmann y de referencias a Nietzsche y Heidegger. Me reiría si no fuera que me vence el llanto… porque mira que tiene delito ignorar –verbigracia– el significado de la nieve en la poesía de Celan. En cualquier caso, al margen de que los críticos de plástica lean poca filosofía y no lean poesía en absoluto, me parece que el problema radica no tanto en la explícita identificación de tales temas como en el hecho de que en realidad Kiefer reflexiona sobre la historia alemana, sí, pero también y sobre todo acerca de los vaivenes y las huellas de la Historia, con mayúscula; de donde se explican con total coherencia otras alusiones intelectuales como el mundo clásico, la mitología nórdica, la cábala o un tratado de botánica, no circunscritos al restringido ámbito de lo germánico.
Kiefer hace suya la obsesión de Hofmannsthal –la atracción insana de la decadencia–, aunque menos con palabras que con hechos. A Kiefer se le deteriora el más sólido hormigón (Merkaba), se le diluye la belleza en el tiempo presente (La Cabellera de Berenice), se le evaporan las cabezas de las grandes damas de la iconología occidental (Claudia Quinta). Kiefer se esfuerza en modelar el plomo, en convertirlo en tersas sábanas para las camas de una morgue (Mujeres de la Revolución, a partir de Michelet). Kiefer trabaja con el fin en sus múltiples maneras, con el escombro de la vida. Ya lo advertía Gottfried Benn: “quien es partidario de las estatuas debe serlo también de los escombros”. De unas y otros Anselm Kiefer sabe mucho.
Ante el escombro en derredor, una esperanza: mirar al cielo, arraigar en el infinito caos de las estrellas (Sternen Lager) y ser un número, tan sólo un número, pero con sentido, tal vez enamorado.
11 comentarios:
Querida Ana
Mil gracias por el aviso Kiefer, que se me había pasado totalmente. En cuanto que te olvidas una semanita de echarle el vistazo reglamentario a las páginas de los museos, te pasan estas cosas... (Menos mal que la exposición durará hasta septiembre, hay tiempo).
Que no me ocurra como con la del MNARS en 1998, donde por cierto ya no les quedan ejemplares del catálogo, "El viento, el tiempo, el silencio", aunque en una biblioteca conseguí echarle una ojeada a uno.
Lo que dices acerca de la malinterpretación de la obra de Kiefer (especialmente entre la crítica, que es peor) ya lo he comentado muchas veces, es el mal de nuestro tiempo : todo hay que simplificarlo, vulgarizarlo, masticarlo y envolverlo en las adecuadas dósis diarias. Y sólo una idea cada vez, por favor, que la gente se nos atraganta. Eso del significado multireferente y la síntesis cultural mejor dejarlo para el futbol, que ahí no se pierden. Para las conclusiones amplias, pero que al mismo tiempo hagan cosquillas en muchos sitios, no valen, por eso lo meten todo por el carril de los lugares comunes, ahí no se les descontrola..., y a nosotros nos luce el pelo. Para mas INRI, el mayor problema de los críticos de arte no es que no lean, que no leen (pero ni arte siquiera, imagínate poesia o filosofia), sino que no creen necesitarlo. Como todos los críticos (los de música, los de literatura, etc.) lo que quieren es su terreno acotado y su vara de mando para conducir el ganado. Todo lo consideran una intromisión..., y yo me pregunto, ¿dónde le han dado a éste el carnet de crítico? ¿A qué universidad dice que ha ido? En fin.
Por cierto, no perdamos la esperanza de algun dia se traduzca el libro de A. Lauterwein sobre Celan y Kiefer, cosas más raras se han visto. A mí, hija mía, pagar casi 70 euros para luego no poder entenderlo me pone negro (aunque pidiendolo a la amazon canadiense se queda en 40 euros, debe ser una oferta).
Besos
Mi querido jorgewic:
No debemos olvidarnos de otra especie: los chamanes de la cosa, los que crean un lenguaje abstruso únicamente apto para los integrantes de su secta -que curiosamente, suele ser unipersonal. Algunos de estos son divertidísimos, porque ni ellos mismos se enteran de lo que están diciendo, y mientras tanto el artista está doblado de la risa (hace no demasiado tiempo comenté en Los Panes y los Peces el caso de Ian Hamilton Finlay: el hombre ya se ha muerto y los críticos todavía no le han cogido el punto).
Gracias por tu preciosa aportación sobre el libro de Lauterwein. En efecto, no existe traducción al español; sí está en inglés y en francés, para poder elegir de qué modo desesperarse menos ;)).
Beso grande.
Maestro del instante eterno y atraído por la decadencia. La retrospectiva de Kiefer es de obligada visita. Gracias por la información. Comprobaremos sus pinceladas de alquitrán, plomo y paja en vivo y de paso saludaré a Puppy, hace mucho que no tengo el placer.
Querido Luis: cuando yo estuve le andaban recortando la melena... así que cuando tú vayas lo encontrarás recién salido de la pelu. Besito.
Querida Bella: No es que el estado les desasosiegue, es que el desasosiego está en el propio Geißt alemán.
Impagable tu clarividencia sobre esas sectas unipersonales: hay usos lingüísticos que deberían estar penados, porque son verdaderos atentados.
XXX
Hola, Ana
El último fin de semana de mayo lo pasé en Bilbao, y el sábado lo dediqué al Guggen. Con sorpresa tras leerte te diré que, en realidad, dediqué la tarde a Kiefer.
Disfruté mucho. Me sentí reconfortada. Me encantó el uso del plama, sobre todo en aquellas camas, la revolución de las mujeres, y aquellos maniquíes de cabezas variopintas, y esos ángeles, y el pelo de Berenice, y sus palabras.
Pues nada, que hace un rato vi tu post bajo el mío en tu otro blog. No sé muy bien si es habitual entre los que se dedican al blogspot (no es mi medio, acabo de abrir mis corpúsculos) dejar las respuestas debajo de los comentarios, pero yo acabo de ver ese que dejaste. Soy tan obediente que vine rauda a ver esos escombros, y me quedé muy contenta cuando me encontré a Kiefer.
Hala, pues gracias.
dije plama donde debía decir plomo.
en que estaría yo pensando?
si fueras vocal, crees que serías A?
Siempre he pensado que la A debe ir en mayúsculas
U: sí, ya imaginé que el plomo te había jugado una mala pasada; es natural ;)))
A mayúscula... no sé, no estoy segura de ser mayúscula.
El gustopor la decadencia tiene algo de vagancia, de inclinación por las victorias fáciles.
Porque apostar por la muerte es apostar sobre seguro. ¿no crees?
Totalmente cierto, Javi. Y además, regodearse en lo podrido siempre tiene resultados visibles. Pero eso ya lo dijo Hegel: el Hombre es, ante todo, un animal mortal.
Maestro del instante eterno y atraído por la decadencia. La retrospectiva de Kiefer es de obligada visita. Gracias por la información. Comprobaremos sus pinceladas de alquitrán, plomo y paja en vivo y de paso saludaré a Puppy, hace mucho que no tengo el placer.
Ana Robla dixit: Querido Luis: cuando yo estuve le andaban recortando la melena... así que cuando tú vayas lo encontrarás recién salido de la pelu. Besito.
Lo escribí hace tiempo en tu blog. Ahora tengo el placer de agradecerte tu acertada mirada crítica. Gracias a ti lo he visitado y me parece un artista vital y necesario de conocer. El plomo, bluffffffffff, terrible.
Gracias por tu dedicación, estaré atento a tus consejos.
Puppy me esperaba. Le odio, es tan maldito como todos los Westies. perrito lindo.
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