
Yo también un animal sombrío. Prefiero con mucho la tiniebla, los desvanes. Una manera de volver. Con la luz el retorno no es posible: reverberan demasiado los rincones. Quizá por eso miro siempre a Oriente. En el este nace el sol, pero el sol está mal visto. En Oriente se aprecia lo turbio, las mujeres exhiben el negro absoluto en su cabello.
Pocos cantores ha habido de lo oscuro como Tanizaki. Pocos tratados tan lúcidamente recoletos como el Elogio de la sombra. En el empleo de la luz radica el límite entre Oriente y Occidente, dice. Este breve tratado de estética retoma muchos de los temas que daban cuerpo a la trama de Hay quien prefiere las ortigas: la estridencia del Kabuki frente a la modestia del No, la sombría belleza de las lacas decoradas, la penumbra deseable en las estancias orientales (sobre todo en las más íntimas), la apagada presencia del austero tokonoma en la casa japonesa. El sinuoso final de Hay quien prefiere las ortigas, en la más oscura de las estancias de la casa –dispuesta por una geisha un tanto siniestra–, aderezado con el fortísimo erotismo de las mosquiteras que luego ensalzará Mishima (memorable símbolo del adulterio en El templo del Pabellón Dorado), supone la rendición del joven Kaname ante el poder de la sombra en Oriente.
Despreocupado y bohemio, lector de Baudelaire y Wilde, afincado en la avanzada Tokio, Tanizaki sufre una radicalización sorprendente. Sólo cuatro años después de alumbrar Hay quien prefiere las ortigas, se instala en Kyoto-Osaka (emblema del Japón más reaccionario) y escribe su Elogio de la sombra. El fantasma de la perversión le acecha y le atormenta. Fustiga la luz con furibundia para entregarse a la dictadura sugerente de la noche. La noche que es Oriente y la belleza, también la tradición y la gangrena. La noche huele a muerte casquivana, a insinuación deliciosamente perfumada.
Años más tarde, el viejo Eguchi de La casa de las bellas durmientes de Kawabata retoma ese pavor que a la vez es atracción ancestral: “es en la oscuridad del mundo donde están enterradas todas las variedades de la transgresión”. Tanizaki, pues, no iba descaminado en sus terrores. La tradición japonesa –la tradición japonesa refinada, degradada y decadente– halla su óptimo acomodo entre las sombras, en ese oscuro entorno de placer y de belleza artificial que florece por las noches y se desvanece con el alba.
En esta parte del mundo lo oscuro es el silencio. Una flor que se deshoja lentamente: “una palabra de ciego”, dice Celan, con pleno, negro acierto. Un lugar donde hallarse solo y sin dolor.