
El hortus conclusus se puebla del personal bestiario de la intimidad, y su planta trasluce el orden personal e intransferible de las victorias demediadas. La piedra o la vegetación pueden cumplir por igual su cometido sugerente o narrativo: lo esencial en el jardín privado es que el ánimo trascienda el mero estilo. Así que el Canopo de Adriano –idealizada, serena y mínima recreación de la ruidosa ciudad egipcia que Estrabón nos describió– me ha parecido siempre uno de los hortus conclusus más perfectos entre todos los posibles, aunque creo que sólo yo le atribuyo ese carácter. De los cuatro elementos canónicos que se requieren en el hortus (cerramiento, vegetación, agua y animales –almas atormentadas añadieron el laberinto–) cumple el Canopo los cuatro, sustituyendo la exuberancia del verde por el gris elocuente de la piedra. Dentro del recinto de la Villa Adriana en Tivoli, el peristilo del Canopo, sostenido por cariátides, preserva con fervor la desgracia de Antínoo; el cocodrilo único, feroz, es guardián y testimonio del dolor perfectamente construido; las aguas del Nilo, aunque turbias, tan pequeñas, anegan cada día la pupila entristecida del emperador.
Ronda el reptil a las doncellas
que ofician su gracia sufragada,
roza sus paños
de nácar enigmático,
de pliegues insensibles
al cieno hecho en escala a su medida.
Dos mil años más tarde, en Escocia, Ian Hamilton Finlay –artista singular donde los haya dentro del ya singular repertorio del siglo XX–, a la manera de un Diógenes sui generis, en lugar de un tonel quiso escoger un jardín por vivienda. Ese jardín se llamó Pequeña Esparta, y Hamilton Finlay fue construyéndolo con dedicación casi obsesiva, morosa y pacientemente, en un terreno de cuatro hectáreas en Stonypath, allí donde antes sólo había una granja abandonada. En Pequeña Esparta serpean flujos de agua que contradicen a Heráclito, brotan puentes y senderos imposibles, templos tomados por la hierba, bancos con poemas inscritos, esculturas de inspiración greco-latina, lápidas cubiertas de epigramas. Es un hortus conclusus consagrado al arte y la belleza, también al tiempo y la melancolía, a la muerte y la denuncia. The world has been empty since the Romans... En Pequeña Esparta vivió Hamilton Finlay durante cuarenta años como un austero e independiente exiliado, apelando a la creación y a la inserción del intelecto en la naturaleza, y ello desde su referencia al Mundo Clásico, también a la Revolución Francesa y a la Segunda Guerra Mundial.
En mi jardín secreto y bien cercado yo también me anudo o me despliego. Encauzo las aguas que destilan las palabras o la música, las surto de nenúfares, de flores disecadas, y conduzco su corriente por las venas del azogue fragmentado que me sirve como estanque. En este espacio crece a veces la maleza y con ella los pequeños animales enfermizos que la habitan. Algunas noches las lechuzas se aproximan a los fuegos que crepitan en la orilla –esa trampa sutil y envenenada cedida a la fuerza por los dioses– para caer vencidas ante el canoro fulgor que contamina. Sin pausa transcurren las horas. En esta parte interior de la cancela. En mi pequeño huerto, mi adormecida luz, mi pesadilla.