
En ese lugar se ha sentado una mujer, se ofrece al sol. Lleva sombrero pero toma el sol. El sombrero la protege de otra luz: la luz que acecha en el interior de la casa, la luz que habla en las goteras de los grifos, en la madera ajada, en el algodón cansado de las sábanas. La mujer se sienta al sol, se coloca el sombrero y en ese colocarse quiebra el mundo. Un vaso de cristal estalla contra la piedra morosa del suelo. Las esquirlas del vaso, el líquido desbaratado, son un cosmos que se acaba de repente. Acabarse es siempre así. En la piedra candente los despojos brillan: el resplandor fugaz de los finales; el canto del cisne tiene el timbre de un vaso de cristal quebrado. Los ojos de la mujer, bajo el ala del sombrero, dudan. Los despojos son hipnóticos. Retirarlos. No. Pasar página o recrearse en el desmayo del vidrio y del licor, en el rumor que hierve con el milagro del sol.
La mujer, sin embargo, no está sola. La mujer son dos mujeres. Sin cesar se acuerda de la otra, de la actriz que perdió el habla, la que con ella convive, la depositaria de su horror, de su secreto. La otra, la actriz que ya no habla, pero escribe. La mujer del sombrero no puede perdonar a la otra, sus cartas, su escritura; ella no escribe, sólo habla; ella quisiera ser actriz, que sus palabras fueran parte de un guión, pero su guión sólo es su vida, evidente y breve, como su propio cabello.
Para vivir es preciso ser un animal o un dios, dijo Aristóteles. Tal vez un monstruo, un animal que como un dios espera. Entonces la mujer del sombrero va por una escoba y un recogedor y regresa al lugar de la catástrofe y retira los restos ya sin voz. La piedra está mojada por el líquido; seguramente huele a cuanto fue. Un solo cristal grande dormita entre la hierba, ante la puerta de la casa. Ella con su sombrero, con su instinto animal, lo ve, pero se adentra en la hornacina, al acto de esperar, como espera una diosa de arcilla.
La actriz callada merodea afuera. Camina descalza y confiada, aquí, allá. El pie desnudo no sabe de mujeres, de silencios ni de esperas. La mujer, con su sombrero, aguarda. Su oído es su nariz, olisquea en la sombra la señal. El grito. La carne sangra, canta su canción de roja pleitesía, mientras el último fragmento del mundo agonizante se cobra su venganza escuálida. Se cruzan las miradas de las dos mujeres. Por un instante son la misma. El dolor. El sombrero, al fin, sobre la mesa.
Por si quieren saludarlas: en el citado lateral, desván cuarto a la derecha.
La actriz callada merodea afuera. Camina descalza y confiada, aquí, allá. El pie desnudo no sabe de mujeres, de silencios ni de esperas. La mujer, con su sombrero, aguarda. Su oído es su nariz, olisquea en la sombra la señal. El grito. La carne sangra, canta su canción de roja pleitesía, mientras el último fragmento del mundo agonizante se cobra su venganza escuálida. Se cruzan las miradas de las dos mujeres. Por un instante son la misma. El dolor. El sombrero, al fin, sobre la mesa.
Por si quieren saludarlas: en el citado lateral, desván cuarto a la derecha.