A modo de felicitación

Anoche volví a ver El hombre del tren, de Patrice Leconte, esa suerte de lírico western crepuscular que es mucho más que un western, porque añade, entre otros, dos elementos que no están presentes en el género norteamericano tradicional: me refiero a la idea precisa del viaje –viaje explícito en el tiempo, hacia la muerte– y a la idea atisbada del cambio. Los personajes del western convencional se hallan exactamente en la piel en la que quieren estar, pero en El hombre del tren lo que se sugiere es la posibilidad de descubrir esa marca de agua que todos llevamos impresa en algún lugar recóndito de nuestra carne –más adentro, tal vez–, y que es preciso examinar a la luz, por tenue que ésta sea, para perfilarla. En esa marca de agua reside el otro que quizá hemos sido o el que quisiéramos ser si las circunstancias o la cobardía –aleve hermana de la indecisión– no nos disuadieran. Cuando la marca silenciosa se desvela ante la llama frágil, nuestro equipaje cambia; no es fácil –sí improbable– que la ruta de nuestro viaje se altere, pero en la maleta las ropas se trastornan, y las manos tiemblan.
Hay un momento en la película de Leconte que resulta revelador en su extrema sencillez. Milan, el atracador pavoroso e impávido alojado por azar en el caserón decrépito del tierno profesor de poesía Manesquier, jamás ha calzado unas zapatillas. Siempre en tránsito, siempre de paso, Milan conoce sólo la dureza del zapato y del asfalto ardiente de la huida. Manesquier insiste en regalarle un par de pantuflas de cuadros sin usar que guarda en alguno de los miles de cajones de su mansión memoriosa, y Milan, al probárselas y caminar con torpeza con ellas –o "en ellas", que diría Baroja–, abre la puerta de un mundo para él desconocido y enuncia escuetamente: “Me parece que me equivoqué de vida”.
De repente me percaté de que El hombre del tren era una buena película para empezar el año. Elegida por azar, por el simple acicate de volver a disfrutarla, me apetece ahora compartirla aquí y traerla como puente para todos aquellos que en el nuevo año se aventuren a cruzar hacia quienes les esperan en el otro lado de sí mismos. Mi deseo, pues, para vosotros: ATREVEOS A CAMBIAR EN 2008.

Y para los clásicos que quieren empezar el Año Nuevo con música, propongo una alternativa al mohoso concierto vienés televisado de cada año. A pesar de su título, Il trionfo del tempo e del disinganno es el primero a la par que uno de los oratorios más bellos y pletóricos de Haendel. Se estrenó en Roma a comienzos del XVIII, en 1707, bajo la batuta del maestro Arcangelo Corelli, en un periodo en que la ópera, entendida como género profano, estaba prohibida por el Papa. Haendel, no obstante, exhibió su desmedida inteligencia musical –y diplomática– al subrayar en este oratorio los elementos más puramente operísticos, con profusión de arias y recitativos para voces solistas. Si el esplendoroso cuarteto vocal (dos sopranos, contralto y tenor) del Voglio tempo no os emociona en esta interpretación a cargo de Emmanuelle Haïm y Le Concert d'Astrée, con Natalie Dessay, Sonia Prina, Ann Hallenberg y Pavol Breslik como cantantes entregados, entonces es preferible que el tiempo y el desengaño se salgan con la suya.
UN BESO AGRADECIDO PARA TODOS