jueves, 30 de agosto de 2007

FLOR OSCURA

Canta Ute Lemper la desgarrada Blume de Celan. Música de Michael Nyman. Lemper canta en el fondo de la habitación, acurrucada entre las sombras. Su voz tiene la extraordinaria transparencia de la noche. Es una serpiente de cristal oscuro.
Yo también un animal sombrío. Prefiero con mucho la tiniebla, los desvanes. Una manera de volver. Con la luz el retorno no es posible: reverberan demasiado los rincones. Quizá por eso miro siempre a Oriente. En el este nace el sol, pero el sol está mal visto. En Oriente se aprecia lo turbio, las mujeres exhiben el negro absoluto en su cabello.
Pocos cantores ha habido de lo oscuro como Tanizaki. Pocos tratados tan lúcidamente recoletos como el Elogio de la sombra. En el empleo de la luz radica el límite entre Oriente y Occidente, dice. Este breve tratado de estética retoma muchos de los temas que daban cuerpo a la trama de Hay quien prefiere las ortigas: la estridencia del Kabuki frente a la modestia del No, la sombría belleza de las lacas decoradas, la penumbra deseable en las estancias orientales (sobre todo en las más íntimas), la apagada presencia del austero tokonoma en la casa japonesa. El sinuoso final de Hay quien prefiere las ortigas, en la más oscura de las estancias de la casa –dispuesta por una geisha un tanto siniestra–, aderezado con el fortísimo erotismo de las mosquiteras que luego ensalzará Mishima (memorable símbolo del adulterio en El templo del Pabellón Dorado), supone la rendición del joven Kaname ante el poder de la sombra en Oriente.
Despreocupado y bohemio, lector de Baudelaire y Wilde, afincado en la avanzada Tokio, Tanizaki sufre una radicalización sorprendente. Sólo cuatro años después de alumbrar Hay quien prefiere las ortigas, se instala en Kyoto-Osaka (emblema del Japón más reaccionario) y escribe su Elogio de la sombra. El fantasma de la perversión le acecha y le atormenta. Fustiga la luz con furibundia para entregarse a la dictadura sugerente de la noche. La noche que es Oriente y la belleza, también la tradición y la gangrena. La noche huele a muerte casquivana, a insinuación deliciosamente perfumada.
Años más tarde, el viejo Eguchi de La casa de las bellas durmientes de Kawabata retoma ese pavor que a la vez es atracción ancestral: “es en la oscuridad del mundo donde están enterradas todas las variedades de la transgresión”. Tanizaki, pues, no iba descaminado en sus terrores. La tradición japonesa –la tradición japonesa refinada, degradada y decadente– halla su óptimo acomodo entre las sombras, en ese oscuro entorno de placer y de belleza artificial que florece por las noches y se desvanece con el alba.
En esta parte del mundo lo oscuro es el silencio. Una flor que se deshoja lentamente: “una palabra de ciego”, dice Celan, con pleno, negro acierto. Un lugar donde hallarse solo y sin dolor.

jueves, 23 de agosto de 2007

ANIMAL POÉTICO

Odiseo- ¡Oh Ninfa cuya lozanía es pura perfección!
Nausicaa- ¿“Pura”? Nada sacarás dirigiéndote a mí de ese modo.
Odiseo- Estoy deslumbrado. Mis ojos de sal están chamuscados por el sol.
Nausicaa- Así empiezan todas las insinuaciones. Con poesía…
...
Nausicaa- Bueno, ¿nos presentamos como es debido?
Odiseo- ¿Por qué no?
Nausicaa- Yo soy Nausicaa. Y tú eres mi regalo de los mares...
...
Odiseo- ¿Quién es tu padre?
Nausicaa- El rey de este lugar.
Odiseo- Perdí el barco, la tripulación, mi escudo. No me queda nada.
Nausicaa- Todo lo encontraremos, te lo prometo. Soy una princesa de verdad.
Odiseo- Ya me había dado cuenta.
Nausicaa- Mentiroso.
Odiseo- Te lo juro. Por tu forma de reír...

Hoy releía la deliciosa Odisea de Derek Walcott (o en realidad no releía, rebuscaba sensaciones), extensa y feraz crónica de encuentros y desencuentros, como un mundo en pequeño pasado por el tamiz de esa ironía antillana que es tan seductora, a veces blanca, a veces negra, siempre bañada de sal y de sol.
Walcott lo deja claro en un verso serpeante: en el principio fue la poesía. El cuerpo fascinante del engaño (no es extraño que elperdedor escriba contra ella). Los griegos, que lo sabían todo del lenguaje, lo tenían muy claro. Por eso los bardos eran ciegos –se miente mejor con los ojos a oscuras– y sus embustes nos siguen aún encandilando, por eso las posesas proferían sus vaticinios falaces en verso, y con ellos trastornaban a reyes, generales y ganapanes. En la poesía reside tantas veces el amor, sutil ropaje de la hipnosis y la muerte.
Y la risa. La risa es un animal poético. Asbéstos gélos, le cantaba Homero. Risum teneatis?, preguntaba Cicerón. El libro apócrifo perdido de Aristóteles o la risa como antesala de la sangre. La risa, credencial de princesas (cómo lo ilumina Walcott) y traidores (que sonríen con sus cuchillos, decía Shakespeare). La risa que enmascara la tristeza para mejor morir por dentro, más a gusto.

miércoles, 15 de agosto de 2007

CABELLO ENVILECIDO

Escucho el hirsuto lamento de Elektra, en la maravillosa –la única posible– voz de Birgit Nilsson, cuando ella, la hija del gran Agamenón aviesamente asesinado, largos años humillada en el palacio real, y Orestes, el hermano ausente que regresa al hedor de la catástrofe, al fin se reconocen. Uno de los momentos más importantes de la historia de la ópera, firmado por Richard Strauss, quien por otra parte se jugaba el nombre en 1909 al proponer una obra que rozaba lo atonal, con una orquestación de más de cien instrumentos (las críticas del momento bromearon con la posibilidad de incluir una horda de animales salvajes en el foso) que apabullaba a los cantantes.
No a la Nilsson. La llamada “Oreeeeeest!” surge de la garganta de la soprano sueca como de las entrañas mismas de la tierra y la transparencia de su agudo intachable y poderoso rompe el alma al mundo. La mujer que grita no es ya una princesa: en su tiempo, cuando el horror comenzó, era una mujer rebelde a la que apuntalaba lo elevado de su estado; la sangre le pedía lo que su sexo le impedía: orgullo, resolución… venganza. Años después, Elektra es un despojo: las privaciones y el maltrato la han convertido en una sombra. No queda en ella un rastro de la dignidad familiar, de la autoridad real: sólo el odio la sostiene en pie, la salva de caer en el pozo del silencio; el odio le ha excavado el corazón como se excava una manzana ajada. Elektra posee la intensidad que sólo emanan los espectros, el indescifrable color de la ceniza.
En las palabras terribles que Hugo de Hofmannsthal presta a la heroína –una suerte de peculiar víctima culpable–, hay un pasaje especialmente iluminado, un pasaje que contiene una imagen absoluta, irreductible: el cabello de Elektra es una maraña de serpientes repulsivas, está sucio, arruinado, envilecido; es el cabello de una mujer a ras de suelo. Pero una vez fue el cabello espléndido de una princesa altiva, un cabello “que hacía estremecer a los hombres”. El odio ha hecho presa en los ojos de Elektra y la indignidad en su pelo. No son sus ropas miserables lo que deplora la princesa, sino su melena desolada: el espanto se ha instalado en su cabello, y este es un lamento absolutamente nuevo. Único. Estremecedor. Y sensualmente herido.
Elektra, la pobre niña con su pelo como un imperio destrozado, se ha convertido en añosa profetisa del dolor: ese dolor que –decía Esquilo– nunca muere.

[El texto de la escena:
Nein, du sollst mich nicht umarmen!/Tritt weg, ich schäme mich vor dir./Ich weiß nicht,/wie du mich ansiehst./Ich bin nur mehr der Leichnam/deiner Schwester, mein armes Kind!/Ich weiß, es schaudert dich vor mir/und war doch eines Königs Tochter!/Ich glaube, ich war schön:/ wenn ich die Lampe ausblies/vor meinem Spiegel,/fühlt' ich es mir keuschem Schauer./Ich fühlt' es wie der dünne Strahl/des Mondes in meines Körpers/weißer Nacktheit badete,/so wie in einem Weiher,/und mein Haar war solches Haar,/vor dem die Männer zittern,/dies Haar, versträhnt, beschmutzt,/erniedrigt. Verstehst du's, Bruder?/Ich habe Alles was ich war,/hingeben müssen. Meine Scham/hab' ich geopfert, die Scham,/die süßer als Alles ist, die Scham,/die wie der Silberdunst,/der milchige, des Monds um jedes/Weib herum ist und das Gräßliche/von ihr und ihrer Seele weghält./Verstehst du's, Bruder?/Diese süßen Schauder hab' ich dem/Vater opfern müssen./Meinst du, wenn ich an/meinem Leib mich freute,/drangen seine Seufzer,/drang nicht sein Stöhnen/an mein Bette?/Eifersüchtig sind die Töten:/und er schickte mir den Haß,/den hohläugigen Haß als Bräutigam./So bin ich eine Prophetin immerfort/gewesen und habe nichts/hervorgebracht aus mir und meinem/Leib als Flüche und Verzweiflung!
¡No, no debes abrazarme!/Retrocede. Ante ti, siento vergüenza./No sé qué puedes pensar de mi aspecto/No soy más que el cadáver/de tu hermana. ¡Mi pobre niño!/Sientes repulsión ante mi aspecto,/pero ¡yo fui la hija de un rey!/Hubo un tiempo en que era bella:/cuando apagaba la luz del espejo,/lo percibía con un casto temblor./Lo sentía como los rayos de la luna/sobre la blanca desnudez de mi cuerpo,/como si estuviera en un lago,/y mi cabello era tal/que hacía estremecer a los hombres:/este cabello, sucio, envilecido./¿Lo entiendes, hermano?/He tenido que abandonar/todo cuanto fui./Tuve que sacrificar mi propio pudor./El pudor, lo más dulce que tenía./El pudor, que es como el aura/plateada y lechosa de la luna,/que cubre a toda mujer/y que mantiene apartado/todo horror de sí y de su alma./¿Lo entiendes, hermano?/He sacrificado ese dulce escudo/en memoria de nuestro padre./¿No comprendes que si yo hubiese/hallado placer en mi cuerpo,/sus suspiros y gemidos se habrían/abierto paso hasta mi lecho?/Los muertos son celosos:/y él me envió el odio,/el odio de sus ojos hundidos,/como prometido./¡Por eso me he convertido/en una profetisa,/y por eso nada ha salido de mí,/ni de mi cuerpo,/salvo maldiciones y desolación!]

viernes, 10 de agosto de 2007

LA PARTE POR EL TODO

Cerca de la bellísima Plaza de los Vosgos –la más antigua de París, emblemático lugar donde por muchos años vivió Víctor Hugo–, lugar recoleto de descanso y asombrosa y cálida arquitectura –no se pierdan, por cierto, la espectacular tienda de muñecos de Madame des Vosges que se halla a escasos metros de una de sus entradas, en la rue de Birague–, se encuentra el Museo Carnavalet de París, impresionante palacio que a lo largo de más de un centenar de salas exhibe con morosidad la memoria de la ciudad. Allí se custodia un lienzo no muy grande de Hubert Robert, pintor y además conservador del Louvre, conocido jocosamente en el ámbito del Arte como “Robert des ruines” por su afición a la reproducción de escombros de la Historia: el lienzo en cuestión es L'église des Feuillants en démolition (1805), obra que refleja precisamente la demolición de este convento cisterciense, en el año de 1804, con motivo de la reorganización urbanística parisina. De ese lugar sacro pleno de acontecimientos, ubicado en la actual rue Saint-Honoré, hoy sólo pueden contemplarse los restos del ábside, pero hace tres siglos allí tuvo lugar uno de los más singulares episodios de la Historia de la Música.
El Rey llega tarde. Es la costumbre. Jean-Baptiste Lully el artista no se enfada. En muchas ocasiones ha sido el Rey quien le ha esperado a él, a Lully, el gran músico, el cortesano favorito. Porque es él, el artista, Lully, el elegido por los dioses. Llegue o no llegue el Rey, el espectáculo debe empezar: ese espectáculo en honor del Rey, del Rey que no ha llegado. Todo un Te Deum específicamente compuesto para Luis XIV, que ha emergido victorioso de las garras de la más deleznable enfermedad y que no obstante no se encuentra presente para atender tan colosal dedicatoria. Sileeence. Todos deben escuchar la nueva creación de Jean Baptiste Lully en París, en el majestuoso Couvent des Feuillants. Incluso el Rey ausente, en su aposento, o dondequiera que se encuentre, escuchará la música de lejos y se rendirá a la belleza de su eco. El Rey Helios, el dios rey que sabe bailar, como a Nietzsche le gustaba… A Nietzsche también le fascinaba la hybris que ensalza a los hombres para arrojarlos al abismo y el sarcasmo inapelable de los dioses que pone todo en su lugar.
Lully dirige enfáticamente la orquesta –acuden al lugar trescientos músicos, llegados de la Ópera y de varias de las iglesias de París– con su excéntrico bastón, semejante a un caduceo; aún no era el tiempo de las cómodas, minúsculas batutas. Golpea en el suelo. Crece el fervor y el entusiasmo de los golpes y el pie de Lully queda ensartado, de repente, en la tarima. Todo es tan rápido. Fin del concierto. 8 de enero de 1687. A los pocos días a Lully se le gangrena un dedo, pero no quiere perderlo, y no se lo deja amputar. Pocos días más tarde se le gangrena el pie, pero no quiere perderlo, y no se lo deja amputar. Más tarde aún se le gangrena la pierna, pero no quiere perderla, y no se la deja amputar. La avaricia de Jean-Baptiste Lully es la misma avaricia de los hombres desde el comienzo de los tiempos: por no perder una parte prefieren perder todo. A los dos meses y medio el gran artista, el músico áulico, el genio que enseñó a bailar al Rey, el hombre que le calzó al Sol sus primeros tacones dorados, es enterrado. Veintiocho años más tarde, en una ironía de la Historia, Luis XIV morirá de una gangrena que comenzó a treparle por las piernas; su médico verdugo no tardó menos en cortar que el médico verdugo de Lully.

domingo, 5 de agosto de 2007

SPIEGEL IM SPIEGEL

A Borges, el escritor de los reflejos, de los hombres desdoblados, de los personajes que son otro, no le gustaban los espejos. Los espejos son a Borges lo que la navaja de Ockham: multiplican los entes innecesariamente. En realidad, en los casos en los que median los espejos, lo importante, como en un crimen, es el proceso más que el cuerpo: o sea, lo relevante es el reflejo y no el azogue ni el objeto, con lo que la multiplicidad es indiferente. Se trata de la misma distancia que existe entre la víctima, el culpable y la culpa. Los reflejos nos producen inquietud porque nunca nos vemos enfrente, sino que estamos obligados a hablar con ese otro que albergamos y que habitualmente duerme. El espejo es un sistema ético en un tiempo que carece de sistemas y, sobre todo, de ética. Sócrates lo entendía como acicate de los discípulos hermosos, que debían nivelar espíritu y belleza, y como aldabonazo en la frente de los menos agraciados, que debían ocuparse en el cultivo de las virtudes interiores para suplir su fealdad. Hoy los reflejos nos colocan donde no esperamos, en el lugar que nos tememos. Nada que ver con las consignas del de Atenas. Reflejos son imágenes que tiemblan, píldoras perfectas que administran la imaginación y la memoria. Transparencia. Y entonces terror no hacia lo oculto, sino a lo palpable. Incertidumbre y conciencia de sumergirse en lo que somos como en un mar inmundo -a veces dulce- de fractales. Spiegel im Spiegel.