
Las palabras de un Diario circundan al lector con la presión suntuosa de la liga en una media negra de mujer, su elocuencia demorándose en el muslo poderoso, descendiendo hasta el tacón, la aguja en que la pierna desafiante se entrega, al fin, y se desmaya. Los recuerdos de un Diario se recrean en la carne que palpan, que recorren, y a la vez nos dan la espalda, como el hombre que se aleja para siempre en la cadencia sepia de su abrigo, robando en su maleta el eco de unos pasos, de unos besos de carmín en una blusa agonizante en el confín del vestidor.
Naturaleza muerta, hermosura entomológica de mariposa inmóvil, traspasada, sufriente. Aquella imagen forense de Buñuel. El escritor es el muerto en su escritura, dejó dicho Foucault. Las escamas fechadas, clasificadas y ordenadas del Diario desgranan una piel confusa y dolorosamente demudada, la piel que en su abandono deja a un ser en carne viva alanceada por el sol –ese sol que quema y saja, como abrasa el fulgor secreto de un poema– para nacer en otras alas, otro vuelo: el que ahora se custodia con sagrado temblor entre mis dedos.
Naturaleza muerta, hermosura entomológica de mariposa inmóvil, traspasada, sufriente. Aquella imagen forense de Buñuel. El escritor es el muerto en su escritura, dejó dicho Foucault. Las escamas fechadas, clasificadas y ordenadas del Diario desgranan una piel confusa y dolorosamente demudada, la piel que en su abandono deja a un ser en carne viva alanceada por el sol –ese sol que quema y saja, como abrasa el fulgor secreto de un poema– para nacer en otras alas, otro vuelo: el que ahora se custodia con sagrado temblor entre mis dedos.