
Pensaba esto mientras veía esa cinta del director coreano Kim Ki-duk, Samaria, también traducida para occidente como Samaritan Girl, aunque en realidad hay más de un samaritano en la película. Samaritana es la adolescente que redime a los hombres a los que lúdicamente se entrega antes de acabar defenestrándose; samaritana es su amiga y joven celestina, que renuncia a la equívoca, liminar devoción hacia su compañera, y que visita después a todos los clientes por ella aborrecidos para devolverles su dosis de placer y dinero en un herético via crucis de estaciones definidas en una agenda escolar; samaritano es el padre que, aun pagando con su propia destrucción, busca la asimilación y la expiación del delito en cada uno de los hombres que mancillan a su hija.
El judío detectaba en el samaritano un poso de rebelde paganismo que le incomodaba. Por ese poso le despreciaba y marginaba. En ese poso latía el honor como una medusa que arrastrara la corriente, una medusa que sobrevivió al cataclismo del Peloponeso y a la agonía etimológica de su civilización. Foucault hablaba de ese espíritu de resistencia griego en que alentaba “una verdad sin poder frente a un poder sin verdad”. Esa verdad insobornable hace del torturado Edipo –hacia él mira Foucault– uno de los personajes con más honor de la literatura de todo tiempo y lugar. Edipo ha devenido absurdo en el ajado ideario contemporáneo de occidente y a cambio un referente en la savia que corre por las venas del código oriental del ser. Pocos Edipos habrá más convincentes y al tiempo más incomprendidos que el Dae-Su trazado con maestría irrepetible por Park Chan-Wook. Esa gran tragedia clásica que es Old Boy causó estupefacción en los espectadores europeos, que no entendían por qué alguien se culpa por ver lo que no debió ver y por decir lo que no debió decir, por qué alguien busca la razón de lo que sabe que no querría saber, por qué alguien se arranca los ojos o la lengua por un horror que va mucho más allá de un mero hecho nefando, pues el horror está dentro de sí. Con razón Szentkuthy se despedía de Europa en su Renacimiento Negro, agitando el pañuelo como Antonio al despedir Alejandría.
El honor es una moneda ambivalente, es un ácido confuso que corroe sin discernir. El honor es un bumerán que nunca vuelve. En la persecución y defensa del honor los humanos pierden la vida o se pierden a sí mismos. No hay opción. La fruta del honor y la de la sabiduría penden de la misma rama, que vista desde lejos traza el perfil indomeñable del patíbulo. El mordisco, su conquista de dientes y saliva, sabe a menudo a una victoria efímera; la pulcra caligrafía con que se escribe a conciencia el ars moriendi.