martes, 17 de agosto de 2010

GLUTS

En el desguace de Fort Myers, en Florida, Robert Rauschenberg rescata cadáveres de caucho y metal, pájaros achicharrados como ícaros por el devastador rodaje de la vida. Tuberías, escapes, rejillas, persianas, guardabarros, señales de tráfico, salpicaderos… flotan, quedan presos en la red tendida por el barquero en su laguna. Cuerpos sin aliento, sin acta de defunción siquiera, llegan a la deriva hasta la costa redentora del estudio del artista. Él toma los desperdicios con sus manos; el acto de tomarlos se resuelve como una coreografía sutil de bienvenida al más allá. En la danza escueta de ese gesto, Rauschenberg libera a los despojos, que han pasado a ser imágenes, de su destino espectral –diría Agamben–. La imagen es el lugar en que esa danza deja atrás su movimiento para convertirse en tiempo interminable cargado de memoria y de energía: una nueva dimensión, casi moral, para los restos malheridos, que así regresan como el eco de un difunto en su epitafio. Gluts. Rauschenberg les llama gluts. Lo abrupto de su nombre transcribe su existencia, muerte, eclosión y resurrección, como los tiempos cansinos pero inexorables de un motor de explosión. Los escombros se reciclan y revitalizan, se transforman, como la materia que contemplaba Lavoisier, para usurpar un nuevo cuerpo. Todo lo que acaba empieza. Todo lo que empieza halla su razón de ser en la celebración de sus exequias.
La palabra, la escritura, no escapa a ese designio. Ya mencioné en otro lugar que la literatura es desperdicio. Un libro constituye únicamente material de reciclaje. Y un autor que se apiada de sí mismo, como Rauschenberg se apiadaba de sus gluts: con la ternura animal –y un algo de terror atávico– ante el cadáver exquisito que reclama con voz queda otra oportunidad. Poemas de gálibo, corrugadas celosías, ocasos de chapa. Versos de desecho para un réquiem de sombras. Jirones de memoria que renacen a un diario para morir al fin en paz en los ojos de un lector. O tal vez no.