
Antonio, con talante generoso, tuvo a bien ilustrar el pasaje de Herzog con un poema mío dedicado al de Venosa, O dolorosa gioia:
Es tan dulce la voz del príncipe asesino
aéreas las notas con dedos deudores
trabadas. No pesan.
Escribe palabras de amor sobre papel pautado
las líneas expectantes son como su propia vida
o incluso la de otros
eternamente largas salpicadas
de compases de ambición muerte o dolor.
Manos notas negras para promesas cándidas
notas derramadas entre el sonar de sangre antigua
cárdenos fragmentos sacrilegio
para otro irrepetible
inmaculado
madrigal.
El dolor y la alegría confundidos fueron moneda de cambio habitual en la vida amorosa de Gesualdo, y sospecho que también las dos caras de su óbolo a la hora del trayecto decisivo de Caronte. El príncipe acabó por invertir tal calderilla en madrigales:
Se vi duol il mio duolo
Voi sola, anima mia,
Potete far que tutto gioia sia
Deh, gradite, il mio ardore
Ch’arderá lieto nel suo fuoco il core,
E quel duol che vi spiace
In me sia gioia, in voi diletto e pace.
(Si te duele mi dolor,
sola tú, alma mía,
puedes hacer que todo sea alegría.
Ay, acepta este mi ardor,
que arderá jubiloso el corazón en este fuego,
y así el dolor que te disgusta
se torne en mí alegría, placer y paz en ti.)
“El buen amor es así, doloroso e intenso”, me dice un alma bella, como si tradujera en sus labios sin saberlo los versos delicados de Gesualdo. Pero el dolor puede alcanzar la herida del desdén o del engaño, la intensidad el color de la sangre y de la muerte; la pasión puede llamarse amor u honor. La hermosa María d’Avalos fue repetidamente acuchillada por su esposo, el joven Príncipe de Venosa, y con ella su amante, el Duque de Andria; sus cuerpos fueron abandonados a la puerta del palacio ofendido por el desdoro conyugal y se dice que incluso el cadáver ajado de María fue objeto de necrofilia por parte de un religioso que por allí pasaba. Los escabrosos detalles del proceso (la planificación por parte del príncipe, el ensañamiento, la crueldad), por lo demás inconcluso, no bastaron para cuestionar el derecho del esposo a la reparación infame de su dañada honra. Tras los funestos acontecimientos, el príncipe Gesualdo se retiró a su castillo familiar, volvió a casarse circunstancial e interesadamente con una D’Este y emprendió una vida dedicada al encierro y a la música, sazonada de vez en cuando con incursiones extramatrimoniales –estas al parecer no deshonrosas– de las que obtuvo algún hijo natural. Sus descendientes legítimos murieron prematuramente, y la melancolía y la extravagancia hicieron presa en Gesualdo, que comenzó así a cultivar en sus composiciones su favorito oxímoron: la dolorosa alegría. En agudo dolor y sin ventura acabó sus días, vencido por una penosa enfermedad.
S’io no miro non moro,
Non mirando non vivo;
Pur morto io son, nè son di vita privo,
O miracol d’amore, ah, strana sorte,
Che’l viver non fia vita, e’l morir morte.
(Si no miro no muero,
no mirando, no vivo;
por lo tanto muerto estoy, mas no de vida privado.
Oh milagro de amor, ah, extraña suerte,
en que vivir no me da vida y morir no me da muerte).
Los madrigales de Gesualdo, aparte la notable seducción que han ejercido en los músicos contemporáneos –Stravinsky, Schnittke, Avalos, Sciarrino, Hummel– por sus particulares cromatismo y disonancias, albergan un misterio inquietante, un tormento que exhalan incluso las interpretaciones más pausadas y alejadas del exceso. Las tensas voces de Gesualdo encierran el tenebroso encanto del sinuoso manierismo, su tragedia de rostros y manos imposibles, el gesto afilado de la muerte sentada con sarcasmo ante su rueca. La alegría del príncipe asesino es una daga agazapada como el fatum se agazapa en un cuadro de Holbein, invocando la aritmética infalible de la muerte.
Escuchar Moro, lasso, al mio duolo. Rinaldo Alessandrini, Concerto Italiano.