
La rueca o el telar son armas de mujer, el instrumento en que tañer su música sombría, la tabla muda de la salvación en el piélago monstruoso; el varón, abstraído por el enfático fragor del lógos y la guerra, las desdeña. Sólo el cobarde aspira a hilar, el temeroso. Sólo el poeta –que en latín encubre sexo de mujer, como mujer era por fuerza la vate visionaria.
El poema se transforma en una malla, en una trampa, en una piedra aleve que a su vez –los griegos lo sabían– es un escándalo. A Heracles le alcanzó el escándalo de su tropiezo, su obstáculo nel mezzo del cammin, al entregarse a la rueca de Ónfale, a su labor de hilo femíneo, al desordenado poema de sus sábanas calientes y bordadas. La hermosa reina lidia le arrebató la maza y la piel del león nemeo y a cambio le entregó la poesía, la facultad de decir en el mutismo turbio de los gineceos. La sabiduría brota a menudo desde el miedo, o de la humillación; el filósofo es un hombre que vive en el terror, una mujer disfrazada y temblorosa.
El discurso, pues, es hilo, y el hilo es fuego lógico arrebatado a los dioses que confían. El lenguaje arde en la rueca y así expugna el laberinto del rey Minos con su ovillo iluminado o quiebra el toque de queda del verbo viril empapelando el gineceo, sus celdas, con consignas encendidas que instan a la rebelión. Scherezade se subleva en el oriente y teje historias; Clitemnestra se subleva en occidente y teje alfombras. Ambas coquetean con madejas sustraídas a la muerte, ambas –ellas son dos, ellas son todas las mujeres– saben que el silencio es el precio puesto a sus palabras. Ambas son arañas y asesinas en potencia. Tal vez poetas. Su verbo es una sierpe, daga letal, un rayo breve. Littera victrix.