
viernes, 27 de junio de 2008
BOUDOIR

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miércoles, 18 de junio de 2008
ENIGMA Y DUELO

Turandot. Ese nombre, el propio nombre, es un espejo insoportable. La tinta de su caligrafía es un líquido y negro descensus auerni, un pasaje desalmado a los dominios de la sombra. Allí, en aquellos campos del color de la ceniza, moran mujeres antiguas, mujeres para las que la carne fue una entrega, y tras la entrega fue la nada. O la guerra. La nada. Allí, en aquellos campos del color de la ceniza, ve Turandot el curso de la Historia, sus grafemas torneados de nombres pronunciados y acabados. Entre saber un nombre y pronunciarlo va un abismo; el mismo que entre el crimen imaginado y su consumación.
El nombre de la princesa china es la llave y la condena. En realidad, siempre la llave es la condena. Las puertas no están hechas para abrirse. Turandot es la llave y la condena, es la puerta y es la nada al otro lado de los goznes, es el enigma alevoso y su respuesta. No hay ni puede haber amor en la mujer que asesina con su nombre.
El príncipe Calaf posee su identidad pero la guarda, con celo y masculina presunción. Su nombre es su salvoconducto, su atisbo de un pacto, carne de trato donde el trato no es posible. Su nombre es la gallina ciega de los tiempos: lo normal. Turandot es en cambio la poesía, es la carta robada de Poe, es la daga encima de la mesa, es la muerte a los ojos de todos y sabiéndolo nadie: la coherencia hasta sus consecuencias últimas entre el haz y el envés del óbolo final.
Calaf se traviste en vil prestidigitador, en mago de baja estofa. No hay dignidad en él; tal vez amor, no dignidad. Del duelo de esgrima lingüística y letal entre Calaf y Turandot, entre la dictadura normativa del tiempo y el eterno retorno de la sinrazón poética, Puccini prefrió situarse al margen. La partida quedó en tablas y Puccini fue enterrado en Bruselas, víctima de un cáncer de garganta que no le permitía articular palabra.
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