
Pero además Loriga intuye, aun sin apenas darse cuenta, el problema fundamental en cualquier muerte relevante: el problema de las palabras, absolutamente chivatas en lo que a descomposiciones se refiere. A él mismo le bailan las palabras ‘word’ y ‘world’ (espeluznante confusión) en la memoria, y eso es síntoma de que los textos en el congelador le huelen a podrido. Y la farmacia, cerrada.
El horror ante las circunvoluciones de las palabras propias es afección sobradamente documentada entre literatos y perturbados varios. El tratamiento más intensivo lo ha patentado por el momento el Dr. Vila-Matas (interesados y/o casos perdidos: segunda puerta al fondo a la derecha). Peor es el asunto cuando la paranoia alude a las palabras de los otros. Mientras Satie le daba a la tecla incesante con las Gymnopédies, recibía correspondencia que por pánico jamás abrió; a su muerte se encontraron centenares de cartas intactas en su desván.
La preocupación por el lenguaje no debería resultar extraña –en todo caso, sólo alarmante– cuando en nuestra casa hay cambios; es natural que en el oxímoron que es la vivencia de la moribundia sobrevenga un desajuste entre el entorno y su traducción lingüística. Elperdedor mencionaba a Hofmannsthal en paralelo con Loriga, pero el caso de Hofmannsthal es notablemente más grave. Al austriaco se le moría Occidente. Casi nada. Hofmannsthal, como denodado Sísifo, levantaba el pedrusco del acervo secular por una montaña lingüísticamente empedrada, y el pedrusco se le volvía a caer ladera abajo, arrollando todo esfuerzo literario habido y por haber. A Hofmannsthal le consume la percepción de la destruida tradición espiritual de Europa; más aún, le consume la percepción del vacío que había dejado ya esa tradición: algo que poco más tarde atormentaba también a Hermann Broch. Del desagüe estancado de Szentkuthy ya se ha hablado aquí.
Siempre me ha parecido que a Europa le encanta mirarse el ombligo putrefacto. Pero todo comenzó en la lengua: a Hofmannsthal se le deshacían “las palabras en la boca como hongos podridos” (Carta de Lord Chandos). En Momentos de Grecia la cosa se pone todavía más fea: “Quería escapar de mí y me perseguía a mí mismo; lo que leía, de renglón en renglón, eran signos y signos como las ruinas que tenía alrededor. [...] Una ironía demoniaca late alrededor de estas ruinas que aún en su descomposición retienen su secreto. Lo que queda es el sabor de la mentira en la lengua”. Está claro que la gangrena avanza, y rápido. ¿Alguna sugerencia?