
La ternura en la obra de Marisol Cavia es una ternura que duele. En su ideario hay referencias acariciadoras: la infancia, la delicadeza de una sección determinada del universo femenino, la poesía, el amor, el deseo. Con esas referencias trabaja la artista, y de su mirada lúcida emergen las aristas del mundo, en las que se recrea y con las que “puerilmente”, lúdica e inteligente, apela al espectador, hiriéndolo. Pocas cosas pueden resultar tan perturbadoras como la supuesta inocencia de un niño, tortuosa en realidad; y ese es precisamente el gesto con que Marisol Cavia tiende la mano desde sus obras hacia quien las contempla: amparada en la superficie lustrosa y coloreada de unos moldes de cerámica o en unos materiales audaces o en unos zapatos exultantes de fastuosa fantasía, se alberga una alusión a una intimidad celosamente protegida pero al tiempo deseosa de exhibirse para descargarse de pesar, del aliento lacerante del recuerdo. En la obra de Marisol el amargor hay que buscarlo, hay que morder la pieza o la instalación como una fruta, para llegar al centro y saborear su arduo corazón. Es entonces cuando la sonrisa inicial provocada por el juego se congela, se contrae, y uno se adentra de verdad en lo más conmovedor de la propuesta artística.

Probablemente ha sido
Undecim la exposición de la artista en que este mecanismo se ha evidenciado de modo más tangible y, por lo mismo, una de las esenciales en su trayectoria. Con una clara invocación a la propia infancia ya desde su mismo título, la artista se retrataba –la identidad es otra de sus obsesiones– en una serie de vistosos y placenteros vestidos de cerámica acompañados de sus correspondientes pares de zapatos, uno de ellos festivo y colorista y otro negro: la despreocupada dicha de la infancia encontraba en esa negrura su lunar, su conciencia, su pájaro oscuro que le recordaba las amonestaciones del mundo real –sobre la sexualidad, la vanidad…–, al punto de que dentro de cada uno de esos zapatos negros se acurrucaba un objeto de penitencia. La vigilancia y el castigo, por apelar al célebre binomio de Foucault, hallan especial acomodo en el territorio virgen de la niñez y desde ahí se proyectan al resto de la vida. Los ojos memoriosos de Marisol, transfigurados en tímidos monitores de televisión, daban cuenta de ese rastro que es como el curso sólo aparentemente transparente del caracol que postulara Bacon; un rastro que arrancaba de la infancia en España –cité antes este dato biográfico, y con toda la intención–, de las visiones de la Semana Santa mirobrigense, de la asfixia de un ambiente cercado por la restricción moral en una ciudad pequeña del paisaje devastado de la Dictadura. Más tarde, la persistencia de ese peculiar legado religioso –que, por otra parte, nunca ha abandonado a la artista, quien lo ha sometido a transformaciones y fusiones varias–, entremezclado con la visión distanciada y forense de sus manifestaciones cultuales, cristalizó en
Relics: un museo personal de objetos encapsulados, encerrados para retener su poderoso valor sentimental y al tiempo inmovilizados como insectos en la sagrada y desasosegante colección de un entomólogo.

En otras circunstancias la artista ha mostrado menos aspectos de su vida personal a cambio de una dosis mayor de compromiso, siempre apoyándose en su peculiar arte de íntima exploración y posterior incitación, estimulación del espectador. Es el caso de exposiciones como la estremecedora
Under the Skin (sobre los estragos del cáncer de mama, en la que se juega con una sugerente disposición de sostenes de colores que se alternan con uno de color negro –siniestro cromatismo delator, de nuevo–),
Hommage to 11M (homenaje levantado ante y contra la muerte, con etéreas almas suspendidas en el Cementerio Brompton de Londres) o
Hidden Voices (sobre el maltrato cotidiano que sufren millones de niños en el mundo, contemplado a través de alegres vestidos infantiles torpemente mancillados, corazones capturados o flores marchitas); todas ellas, aunque no sólo, muestran otra característica común: la presencia de espacios interactivos, habilitados para depositar objetos, testimonios… El ara como elemento catártico. Altares en plural para conjurar angustias singulares. El horror. La indefensión. La incertidumbre.

En otras obras de Marisol Cavia, al intenso poder de la interacción, de la participación, se añade un amable sentido de la ironía, no exento tampoco de connotaciones rituales. Así se ha podido percibir en instalaciones como
Infidelity, Chocolate Confessionary, Forgotten Languages o la más reciente
Seamstress’s Nightmare. La artista ha modelado como barro los sentimientos contrapuestos de los espectadores, los ha convertido en material artístico y el resultado ha sido altamente emocional, rondando lo eléctrico, como eléctrico es lo blanco sobre lo negro o la sierpe de un rayo hendiendo un cielo denso y apagado. La infidelidad –que no es sino la cara oscura de la fe– se ha rastreado entre reliquias entregadas por sus protagonistas, a modo de religión caótica y un tanto heterodoxa; el chocolate ha servido para purgar el mal sabor de las palabras sustraídas, tatuadas por el cacao entre los labios tras el paso volitivo por el “confesionario”; cien gramos exactos de arcilla dan la dimensión precisa y las formas variables del amor entre las manos de quienes se han aprestado a moldear un corazón con semejante material; agujas de cerámica nos instan a coser los retazos de nuestra vida que aún permanecen pendientes de resolución; una trenza negra y larguísima ironiza sobre los convencionales caminos del amor y el papel entre pasivo y astuto de la mujer embalconada que ofrece su pelo como escala ritual de acceso a ella. Junto a estas intervenciones, otras apelan a aspectos más puramente “intelectuales”:
Free Words (palabras que luchan como fieras aves contra los barrotes de una jaula),
Esquilos Lejanos (de sesgo dulcemente documental),
I Myself (miradas individuales asociadas a algún elemento significativo: un carné, un reloj, una carta…).

En estos y en todos los demás trabajos de Marisol Cavia late una carne sensible, receptiva, atenta –como el poeta, que decía Jean Follain– a la belleza del mundo, también a su dolor y a sus contradicciones. Hace algún tiempo escribí un poema sobre ese modo de vivir el arte que, en definitiva, es simplemente, un modo de vivir:
Mudar la piel/ como un reptil,/ quedar en carne viva/ al sol./ Desear el salitre y su caricia/ de agujas amarillas.