Javier Almuzara desde OviedoDiario escribe
MI ÚLTIMA PALABRA
Para el espíritu romántico, la poesía es el alma de la Creación, y su poder genésico es indestructible. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía. Al disolvente humor contemporáneo le gusta invertir los términos de las más altas sentencias; y a su juicio parece inapelable que los irreductibles son los vates. Podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas. Yo me inclino por una solución de verdad que no condescienda ni al ingenio hueco ni al ingenuo Bécquer. Podrá no haber poemas, pero siempre habrá poesía. Porque la poesía es una urgencia del lenguaje que se manifiesta de incógnito en la prosa digna de tal nombre y en la conversación que aspira a hacer luz con la palabra; porque la Creación no está acabada, y en la elipsis del séptimo día caben todas las formas de mirarla; porque la vida no está perdida mientras la piedra deje fiel testimonio de su ausencia.
Hoy es un poema transparente que deja en el aire su cálido mensaje. Hoy pienso que la felicidad hace buenas migas con el mundo en su estado natural. El día es un regalo del cielo envuelto en papel amarillo, como dice tocada por la luz Silvia Ugidos en “Un trozo de verano”. Brilla la mesa del café abierta a una lúcida conversación, el humo del último cigarrillo baila su agonía como si estuviese desperezándose del sueño de la ceniza, y la gente pasea aureolada por esta tarde en que la luz protege a todas sus criaturas. Yo miro el mundo con un asombro antiguo, y Bécquer vuelve a tener razón. En la luminosa absolución del día no siento el peso de mi conciencia. Camino aliviado y feliz, como el necrólogo Pereira en el alba de su nueva vida, y busco mi rincón favorito para apurar hasta el último trago el licor traslúcido de una jornada que, desde primera hora, se me ha subido a la cabeza. El esfuerzo de la altura, esa inevitable disciplina artística, me lleva a los jardines de la Rodriga donde, sobre el mantel verde, las copas de los árboles aguardan para ofrecerme el brindis más encumbrado del día.
Llevo conmigo el memorioso ipod, ese aleph musical que me lleva, por la segura guía del azar, a donde estoy. Me siento en el primer banco y escucho al alzar la vista “Questo è il cielo de’ contenti”, el coro feliz de los huéspedes embrujados en la isla de Alcina. Detengo la magia (anticipando el desengaño del amor que pone fin al encantamiento) porque, cuando el día acompaña, la soledad y el silencio hacen buena pareja.
Hasta el Paraíso me he llevado algún libro, o no sería tal Paraíso. Las almas bendecidas son los ciudadanos de ese reino, así que me recreo con La última palabra, un breve compendio de epitafios clásicos latinos versionados por Ana Rodríguez de la Robla, y la más reciente antología de la obra poética de Víctor Botas. En la edición de Luis Bagué Quílez, los poemas de Botas se leen como si fueran inéditos. La responsabilidad de esa sorpresa es compartida. Por una parte, las botescas Historias con Historia se agrupan temáticamente creando asociaciones nuevas entre poemas viejos; y por otra, el lector renueva su asombro cada vez que acaricia versos como estos: “Debéis guardar silencio: Se ha dormido / tan dulcemente el Tiempo entre mis brazos”.
Verso es lo que vuelve. Escribir en verso el epitafio es una declaración tácita de fe en la vida. Desde mi luminosa felicidad, tan lejos del sueño sin sueños, pienso que la muerte es el hecho capital de nuestra historia, y hay que saber cantarla. En cuanto adquirimos esa sombría certidumbre y aceptamos que todo dejará de ser, todo se reduce a evitar que deje de haber sido. Contra el olvido, que es la podredumbre del alma, se alza la conversación obstinada y sentenciosa de los muertos.
Antes de darle a Ana Rodríguez de la Robla “la última palabra”, acaricio la lápida que ilustra la cubierta del libro y me armo de ironía, la luz indirecta de la inteligencia, para entrar en su noche. No espero nada original, porque la originalidad es una superstición contemporánea. El pasado la olvidó ya hace tiempo, y el futuro no cree en ella. Anticipando el retórico cursus honorum de los muertos, recuerdo que para Ambrose Bierce un epitafio era “una inscripción funeraria que demuestra cómo las virtudes adquiridas por la muerte tienen efectos retroactivos”. A pesar de todas las prevenciones, me deja de piedra el aliento helado de esas vidas hechas polvo. Hablan de alegrías pasadas y dignidades aún presentes, de hombres y mujeres enterrados junto al tesoro de su buen nombre, de padres llorosos e hijos añorados, de muertes prematuras y vidas incompletas, de suspiros de alivio en la posada de las almas y de advertencias para el que aún está en el camino…
Ensayo mi propia versión de uno de ellos: “Estando rebosante de dinero y salud / nunca te faltarán amigos. De otro modo / no te conocerá nadie en ninguna parte. / ¿Para qué los convocas a tu fiesta? / Así no se conoce a los amigos. / Cuando caigas enfermo / sabrás quién te mentía estando sano. / Este umbral es la prueba concluyente, / la más justa balanza de la vida. / Muchos han evitado las exequias. / Aquí es donde se ve la piedad verdadera. / Sólo merece ser considerado amigo / quien hace el bien a quien no puede devolvérselo”.
Dejo la música del verso para volver a la poesía de la música mientras leo los últimos renglones de la tarde. La avanzadilla del aire nocturno le susurra intimidades al oído de las ramas, que acarician con sensual indolencia a su interlocutor; y el sol, ruborizado, espía el encuentro desde la mirilla menguante del crepúsculo. Alguien va echando un lento telón al horizonte. Se acabó el espectáculo.
Al levantarme, observo que mi sombra se alarga como si la tierra estuviera tomándome las medidas. Desaparece el reino del placer que la música y la luz mintieron para mí. Mañana el tiempo volverá a engañarme con su ilusión de continuidad ¿O es ahora cuando me engaño? Se está haciendo de noche. La luz se queda en nada, y yo vuelvo algo sombrío a casa. Bebí hasta las heces la copa del instante. Era un gran reserva de alta graduación. Ahora pienso en cierto remedio natural para mi súbita melancolía. Y, por extraño que parezca, me alivia su ácido consuelo: “¿Será la muerte, al fin / quien me venga a librar / de este miedo a morir?”
Para el espíritu romántico, la poesía es el alma de la Creación, y su poder genésico es indestructible. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía. Al disolvente humor contemporáneo le gusta invertir los términos de las más altas sentencias; y a su juicio parece inapelable que los irreductibles son los vates. Podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas. Yo me inclino por una solución de verdad que no condescienda ni al ingenio hueco ni al ingenuo Bécquer. Podrá no haber poemas, pero siempre habrá poesía. Porque la poesía es una urgencia del lenguaje que se manifiesta de incógnito en la prosa digna de tal nombre y en la conversación que aspira a hacer luz con la palabra; porque la Creación no está acabada, y en la elipsis del séptimo día caben todas las formas de mirarla; porque la vida no está perdida mientras la piedra deje fiel testimonio de su ausencia.
Hoy es un poema transparente que deja en el aire su cálido mensaje. Hoy pienso que la felicidad hace buenas migas con el mundo en su estado natural. El día es un regalo del cielo envuelto en papel amarillo, como dice tocada por la luz Silvia Ugidos en “Un trozo de verano”. Brilla la mesa del café abierta a una lúcida conversación, el humo del último cigarrillo baila su agonía como si estuviese desperezándose del sueño de la ceniza, y la gente pasea aureolada por esta tarde en que la luz protege a todas sus criaturas. Yo miro el mundo con un asombro antiguo, y Bécquer vuelve a tener razón. En la luminosa absolución del día no siento el peso de mi conciencia. Camino aliviado y feliz, como el necrólogo Pereira en el alba de su nueva vida, y busco mi rincón favorito para apurar hasta el último trago el licor traslúcido de una jornada que, desde primera hora, se me ha subido a la cabeza. El esfuerzo de la altura, esa inevitable disciplina artística, me lleva a los jardines de la Rodriga donde, sobre el mantel verde, las copas de los árboles aguardan para ofrecerme el brindis más encumbrado del día.
Llevo conmigo el memorioso ipod, ese aleph musical que me lleva, por la segura guía del azar, a donde estoy. Me siento en el primer banco y escucho al alzar la vista “Questo è il cielo de’ contenti”, el coro feliz de los huéspedes embrujados en la isla de Alcina. Detengo la magia (anticipando el desengaño del amor que pone fin al encantamiento) porque, cuando el día acompaña, la soledad y el silencio hacen buena pareja.
Hasta el Paraíso me he llevado algún libro, o no sería tal Paraíso. Las almas bendecidas son los ciudadanos de ese reino, así que me recreo con La última palabra, un breve compendio de epitafios clásicos latinos versionados por Ana Rodríguez de la Robla, y la más reciente antología de la obra poética de Víctor Botas. En la edición de Luis Bagué Quílez, los poemas de Botas se leen como si fueran inéditos. La responsabilidad de esa sorpresa es compartida. Por una parte, las botescas Historias con Historia se agrupan temáticamente creando asociaciones nuevas entre poemas viejos; y por otra, el lector renueva su asombro cada vez que acaricia versos como estos: “Debéis guardar silencio: Se ha dormido / tan dulcemente el Tiempo entre mis brazos”.
Verso es lo que vuelve. Escribir en verso el epitafio es una declaración tácita de fe en la vida. Desde mi luminosa felicidad, tan lejos del sueño sin sueños, pienso que la muerte es el hecho capital de nuestra historia, y hay que saber cantarla. En cuanto adquirimos esa sombría certidumbre y aceptamos que todo dejará de ser, todo se reduce a evitar que deje de haber sido. Contra el olvido, que es la podredumbre del alma, se alza la conversación obstinada y sentenciosa de los muertos.
Antes de darle a Ana Rodríguez de la Robla “la última palabra”, acaricio la lápida que ilustra la cubierta del libro y me armo de ironía, la luz indirecta de la inteligencia, para entrar en su noche. No espero nada original, porque la originalidad es una superstición contemporánea. El pasado la olvidó ya hace tiempo, y el futuro no cree en ella. Anticipando el retórico cursus honorum de los muertos, recuerdo que para Ambrose Bierce un epitafio era “una inscripción funeraria que demuestra cómo las virtudes adquiridas por la muerte tienen efectos retroactivos”. A pesar de todas las prevenciones, me deja de piedra el aliento helado de esas vidas hechas polvo. Hablan de alegrías pasadas y dignidades aún presentes, de hombres y mujeres enterrados junto al tesoro de su buen nombre, de padres llorosos e hijos añorados, de muertes prematuras y vidas incompletas, de suspiros de alivio en la posada de las almas y de advertencias para el que aún está en el camino…
Ensayo mi propia versión de uno de ellos: “Estando rebosante de dinero y salud / nunca te faltarán amigos. De otro modo / no te conocerá nadie en ninguna parte. / ¿Para qué los convocas a tu fiesta? / Así no se conoce a los amigos. / Cuando caigas enfermo / sabrás quién te mentía estando sano. / Este umbral es la prueba concluyente, / la más justa balanza de la vida. / Muchos han evitado las exequias. / Aquí es donde se ve la piedad verdadera. / Sólo merece ser considerado amigo / quien hace el bien a quien no puede devolvérselo”.
Dejo la música del verso para volver a la poesía de la música mientras leo los últimos renglones de la tarde. La avanzadilla del aire nocturno le susurra intimidades al oído de las ramas, que acarician con sensual indolencia a su interlocutor; y el sol, ruborizado, espía el encuentro desde la mirilla menguante del crepúsculo. Alguien va echando un lento telón al horizonte. Se acabó el espectáculo.
Al levantarme, observo que mi sombra se alarga como si la tierra estuviera tomándome las medidas. Desaparece el reino del placer que la música y la luz mintieron para mí. Mañana el tiempo volverá a engañarme con su ilusión de continuidad ¿O es ahora cuando me engaño? Se está haciendo de noche. La luz se queda en nada, y yo vuelvo algo sombrío a casa. Bebí hasta las heces la copa del instante. Era un gran reserva de alta graduación. Ahora pienso en cierto remedio natural para mi súbita melancolía. Y, por extraño que parezca, me alivia su ácido consuelo: “¿Será la muerte, al fin / quien me venga a librar / de este miedo a morir?”
Cosas de la amistad sin conocernos. Gracias, Javier.
6 comentarios:
Magnífica y poética reseña de Javier Almurzara, Ana. Aunque no estoy de acuerdo en que "el olvido sea la podredumbre del alma". El olvido carece de atributos porque reduce todo recuerdo a la nada. Pero me gusta, porque dice mucho de la esencia de tu libro, eso de que "escribir en verso el epitafio es una declaración tácita de fe en la vida".
Es probable que el olvido sea un paso hacia la putrefacción por cuanto aniquila el derecho de los muertos a estar vivos en su morbidez. Algo que es de pésimo gusto, sin duda :-)
Es probable, también, que no exista mayor fe de vida que la que nos llega desde el otro lado de ella misma.
Gracias a Javier por sus espléndidas palabras, gracias a ti también por las tuyas. En este espacio de escritura la amistad es un regalo inmune a la envidia de los dioses... y al desgaste de los hombres. Beso, Antonio.
Gracias Ana por publicar esta crónica de Javier, pues hay unas frases muy interesantes para mí.
Y a tí que te voy a decir... que siguen los elogios por doquier y nos alegra mucho.
Sigue sacando de tí lo que lleves dentro.
besos
Fan, queridísimo: Las palabras de Javier contienen varios puntos sobre los que merece la pena detenerse.
Un beso afetuoso para ti.
Ana
muy padre reseña...para reflexionar...
segui posteando...
ahi te dejo para que lo cheques:
www.tumentepoderosa.blogspot.com
fer
¡Gracias, Fer! Besos.
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