
Cuando el año pasado estuve en Viena, cuatro fueron los principales acicates instigadores de mi viaje: un concierto de la Filarmónica con Julian Rachlin como solista –
Concierto para violín núm. 2 de Schostakovich y
Cuarta Sinfonía de Brahms– en la Golden Saal del mítico Musikverein; pasear la Viena
fin de siècle y la Heldenplatz y sus alrededores, con sus cafés donde se habían sentado Hofmannsthal, Zweig, Wittgenstein y compañía; y –admito mi debilidad– probar la también mítica tarta de chocolate Sacher. El cuarto de los estímulos era de índole visual: tener frente por frente uno de los cuadros más fascinantes de la Historia del Arte, salido de los pinceles de Johannes Vermeer de Delft,
El Arte de la Pintura, custodiado en el Kunsthistorisches Museum.
“
Así debiera saber escribir yo, –se decía Bergotte– que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo, el detalle que con tanta ciencia y tanto refinamiento pintó un artista desconocido para siempre, identificado apenas bajo el nombre de Vermeer...”. De este modo hablaba Bergotte por cálamo de Marcel Proust, refiriéndose al cuadro
Vista de Delft. El peculiar empleo del amarillo, junto con el de los grises y azules, encandiló no sólo a Proust, sino específicamente a Van Gogh. Ya en el siglo XX, alguien cuyo nombre en este instante no recuerdo ha afirmado que Vermeer supone la realización de Montaigne en imágenes.
Deambulé por el Kunsthistorisches Museum con placer. Es un museo exquisito en disposición y fondos, e incluso en la propia exhibición de las obras. Pero no conseguía dar con
El Arte de la Pintura. Me cercioré de que no me había equivocado, de que el cuadro figuraba en la colección de aquel museo, de que no se había desplazado por ninguna exposición temporal. Y entonces, al fin, lo encontré. En un pasillo marginal y de laberíntico acceso, casi aislado del resto de la colección, allí estaba aquel fulgor contenido en apenas un metro cuadrado de enigmática sabiduría. Tan sólo seis o siete años después de que Velázquez decidiera autoinvitarse al taller de ejecución de sus
Meninas en forma de pálido ejercicio voyeurista, Vermeer se involucra por vez primera y última en la realización de una obra, su obra mayor, sin duda la que más quiso. Vermeer, el artista muerto en la indigencia, aparece en
El Arte de la Pintura ataviado con galas refinadas, elegante –aun de espaldas al espectador– en ese lienzo que le acompañó durante el resto de su vida, sorteando la codicia de compradores ocasionales y perpetuos acreedores; ese lienzo que, incluso más allá del óbito del artista, quiso su viuda preservar simulando una venta ficticia para eludir la labor de riguroso albacea de Antón van Leeuwenhoek, reconocido fabricante de microscopios –quien, como parece lógico, tenía un ojo muy fino–.
¿Por qué una obra maestra semejante, una obra iconológicamente sembrada de atractivos misterios, una obra salvaguardada por su creador y allegados con fervor, una obra de un pintor excepcional y unánimemente considerado por la crítica y los amantes del arte, una obra que constituye un privilegio impagable por el mero hecho de ser la más importante de un exiguo catálogo de apenas treinta y seis piezas, se veía relegada en un museo como el Kunsthistorisches de Viena, de una evidente inteligencia en su concepción? A los secretos más íntimos de
El Arte de la Pintura se sumaba ese destino extraño y sombrío, ese silencio de los ojos impuesto como una penitencia. Era evidente que
El Arte de la Pintura purgaba algún castigo, pero ¿cuál era la naturaleza del pecado cometido?
Pocos lienzos exhalan un aura semejante de ventana indiscreta. Obras espléndidas y pródigas en interrogantes –me viene a la memoria ese otro lienzo impactante de mi especial predilección:
Los Embajadores, de Holbein, tratado con mimo en la National Gallery, por no mencionar a las mismísimas
Meninas– no permiten al espectador asomarse al abismo interior del artista. De
El Arte de la Pintura sabemos por
Phillip Steadman que se localiza en el propio estudio del pintor y que retrata su espacio valiéndose del artificio de la cámara oscura; la silla que aparece en primer plano invitando al curioso a sentarse y espiar la escena tras un cortinaje existió en realidad, y las baldosas en el suelo –esas baldosas cuya comercialización dio fama a la ciudad de Delft– eran las baldosas que cada mañana pisaba Vermeer. El rostro de Clío, con los atributos designados por la
Iconología de Cesare Ripa, es el de una de las hijas del pintor, y en la mesa del estudio se aprecia una máscara funeraria de significado hoy inaprensible pero sin duda palpable. La luz que ilumina la escena –esa “
luz de agua” de la que ha hablado con agudeza John Berger– proviene de la misma vidriera coloreada que antes iluminó a
La Mujer Escribiendo una Carta o a
La Muchacha del Vaso de Vino.
Hablando del cuadro y sus circunstancias con un cultísimo amigo poeta que ha visto transcurrir una parte importante de su vida en Viena, este me confió que el Embajador de España en Austria le advirtió de un pasado ominoso y aún no enterrado de
El Arte de la Pintura, vinculado a la memoria del nazismo. El velo de la intriga comenzaba a rasgarse.
Con interés reconstruí la azarosa e increíble trayectoria de la magnética pintura. Una vez que, pese a los esfuerzos de Catharina Bolnes, esposa del artista,
El Arte de la Pintura abandonó definitivamente el seno de la familia Vermeer, parece que el lienzo pasó a integrar, hacia comienzos del XVIII, la colección del Barón Gerard van Swieten. Por aquel entonces la obra de Vermeer no era apreciada en exceso, y sin saberse con certeza cuándo, la autoría del lienzo se comenzó a atribuir a un coetáneo del de Delft, Pieter de Hooch, bastante más valorado. Esta apócrifa autoría se confirmó con una firma falsa de Hooch superpuesta sobre la de Vermeer; la ficción fue puesta de manifiesto a mediados del siglo XIX por Thoré Bürger, aplicado estudioso del pintor al que se debe la identificación de todos sus lienzos –incluyendo algunos que, como después se ha sabido, en realidad no provenían de su mano–. En ese tiempo la pintura había sido ya adquirida por el Conde Czernin, auténtico mecenas de las artes que acrecentó la estimación del lienzo hasta el extremo de que, a su fallecimiento –en los años 30 del siglo XX–, estaba tasado en un millón de
schilling. El heredero de la obra, Jarimir Czernin, intentó venderla inmediatamente. Compradores no faltaban, anhelantes de una pieza que empezaba a rodearse de una leyenda carismática; sin embargo, la legislación austriaca, que designó el legado Czernin como ente patrimonial indivisible, frustró la operación.
Pero… en 1939 Jarimir Czernin recibió la visita de Hans Posse, marchante de compras particular de Adolf Hitler. Hitler estaba verdaderamente encaprichado por el cuadro, aunque no se mostraba dispuesto a pagar los ya dos millones de
reichmarks que pedía Czernin. El Conde intentó cerrar la transacción con un comerciante hamburgués, pero topó con la prohibición expresa del
staff austriaco de sacar el cuadro de Viena. Czernin acudió entonces al Führer y le ofreció la pintura; el trato se cerró en 1940, por un importe de un millón seiscientos mil
reichmarks.
En 1944,
El Arte de la Pintura y otras obras de la colección particular de Hitler se pusieron a salvo de los bombardeos en las minas de sal de Altaussee, de donde fueron rescatadas en 1945 por los aliados estadounidenses. Aun admitiéndose la propiedad de Hitler, el Vermeer fue cedido de modo provisional al Kunsthistorisches Museum de Viena, de cuyos fondos pasó a formar parte definitivamente en 1958, a pesar de las reiteradas e infructuosas reclamaciones del Conde Czernin por recuperar sus derechos sobre el cuadro.
Así fue como, por ser pasivo objeto de un amor indigno, una de las obras mayores del arte universal cumple condena por una barbarie en la que jamás pensó participar.